domingo, 21 de julio de 2019

CAPITULO 44 (CUARTA HISTORIA)




Había ido a los riscos. Se prometió que solo necesitaría unos momentos a solas.


Se sentó sobre una roca, se tapó la cara con las manos y lloró toda la amargura y vergüenza que la embargaban.


La encontró de esa manera, sola y sollozando, con el sonido de su dolor transportado por el viento mientras el mar rompía abajo. Pedro no sabía por dónde empezar. Su madre siempre había sido una mujer fuerte, y las lágrimas que
hubiera podido derramar habían sido derramadas en privado.


Peor, todavía podía ver a Paula presionada contra la pared, con la mano de Dumont al cuello. Había parecido tan frágil y valiente.


Se acercó y apoyó una mano insegura en su pelo.


—Paula.


Ella se levantó como movida por un resorte y se secó las lágrimas.


—He de volver. Los niños…


—Están en la cocina atiborrándose de galletas. Siéntate.


—No, yo…


—Por favor —se sentó—. No he venido aquí en mucho tiempo. Mi abuelo solía traerme. Le gustaba sentarse aquí mismo a contemplar el mar. Una vez me contó una historia sobre una princesa en el castillo que había en lo alto. Debía estar hablando de Bianca, pero más adelante, cuando recordé la historia, siempre pensé en ti.


Pedro, lo siento tanto.


—Si te disculpas, solo vas a conseguir enfurecerme.


Ella se tragó las lágrimas.


—No puedo soportar que lo vieras, que nadie lo viera.


—Lo que vi fue cómo te enfrentabas a un matón —le giró la cara para que lo mirara—. Nunca más volverá a hacerte daño.


—Era su reputación. Los niños debieron hablar de Kevin.


—¿Me lo vas a contar?


Lo hizo con la máxima claridad que pudo.


—Cuando Samuel me lo dijo —concluyó—, supe que era importante que los niños entendieran que tenían un hermano. Lo que Bruno no comprende es que nunca pensé en él, nunca me importó. Eran los niños los únicos que importaban, los tres niños. La familia.


—No, él no podría entender eso. Ni a ti —se llevó su mano a los labios para besarla con delicadeza. La expresión asombrada que mostró Paula hizo que mirara hacia el mar con el ceño fruncido—. Yo tampoco he sido el rey de la sensibilidad.


—Tú has sido maravilloso.


—En ese caso, no habrías puesto expresión de que te acaba de golpear con una roca cuando te besé la mano.


—Lo que pasa es que no es tu estilo.


—No —se encogió de hombros y sacó un cigarrillo—. Supongo que no — pero cambió de idea y en su lugar le rodeó los hombros con un brazo—. Bonita vista.


Es maravillosa. Siempre vengo aquí, a este mismo sitio. A veces…


—Continúa.


—Te reirás de mí, pero a veces es como si pudiera ver a Bianca. La siento y sé que está aquí, esperando —apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos—. Igual que ahora. Es tan cálido y real. En la torre, en su torre, es agridulce, más de añoranza. Pero aquí hay expectación. Esperanza. Sé que piensas que estoy loca.


—No —cuando ella fue a moverse, la acercó más—. No podría. No cuando yo también lo siento.


Desde la torre oeste, el hombre que se llamaba a sí mismo Marshall los observó con los prismáticos. No le preocupaba que pudieran molestarlo. La familia ya no subía más allá de la primera planta en el ala oeste, y los obreros se habían ido hacía treinta minutos. Había esperado aprovechar el tiempo que Samuel O’Riley estuviera de luna de miel para moverse con más libertad por la casa. Los Chaves estaban tan acostumbrados a ver hombres con herramientas que rara vez le prestaban atención.


Además, le interesaba mucho Pedro Alfonso, lo fascinaba que se viera atraído hacia esa generación de mujeres Chaves. Lo satisfacía poder continuar su trabajo bajo las propias narices de un ex policía. Esa ironía alimentaba su vanidad.


Lo seguiría vigilando mientras el otro completaba la búsqueda. Y allí estaría
él para apoderarse de lo que era suyo en cuanto encontraran el tesoro. Eliminaría a quienquiera que se interpusiera.





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