domingo, 21 de julio de 2019
CAPITULO 45 (CUARTA HISTORIA)
Paula pasó toda la velada con sus hijos, tranquilizándolos y tratando de convertir una experiencia desdichada en una tonta aventura fallida. Cuando los arropó en la cama, Jazmin y a no necesitaba pegarse a ella y Alex estaba feliz.
—Tuvimos que ir en el coche horas y más horas —saltaba en la cama de su hermana mientras Paula alisaba las sábanas de Jazmin—. Y todo el tiempo tenían música estúpida en la radio.
—Y nosotros teníamos que guardar silencio para escucharla y apreciarla — intervino la pequeña.
Paula se contuvo y apretó la nariz de su hija.
—Bueno, pudisteis apreciar que era horrible, ¿no?
Eso provocó una risita en Jazmin, que alzó los brazos para recibir otro beso.
—Yvette dijo que podíamos jugar a un juego de palabras, pero él dijo que le daba dolor de cabeza, así que ella se fue a dormir.
—Es lo mismo que deberíais hacer ahora.
—Me gustó el hotel —continuó Alex con la esperanza de postergar lo inevitable—. Cuando nadie miraba, saltábamos en las camas.
—¿Quieres decir como haces en tu habitación? —él sonrió.
—Tenían pastillas pequeñas de jabón en el baño, y por las noches te ponían chocolate en la almohada.
—Ya puedes olvidar esa idea, carita de rana —Paula ladeó la cabeza.
Después de que Jazmin estuviera arropada, con la luz de la lámpara de noche encendida y el ejército de muñecos de peluche en torno a ella, Paula se llevó a Alex a su propia habitación. Ya no dejaba que lo alzara en brazos y lo arropara muy a menudo, pero esa noche parecía necesitarlo tanto como ella misma.
Luchó con él hasta dejarlo sin aliento, luego él salió de un salto de la cama.
—Alex…
—Lo olvidaba.
—Esta noche ya has superado el límite. A la cama o te haré asar a fuego lento.
Sacó algo de los vaqueros que llevaba puestos al llegar a casa.
—Lo guardé para ti.
Paula aceptó el chocolate aplastado y envuelto en papel dorado. Estaba más que un poco derretido, era imposible de comer y para ella era más precioso que diamantes.
—Oh, Alex.
—Jazmin también tenía uno, pero lo perdió.
—No pasa nada —le dio un abrazo fuerte—. Gracias. Te quiero, gusanito.
—Yo también te quiero —no lo avergonzó decirlo, como le sucedía a veces, y la abrazó más tiempo del habitual. En cuanto su madre lo arropó, no se quejó cuando ella le acarició el pelo—. Buenas noches —se despidió, listo para dormirse.
—Buenas noches —lo dejó solo y lloró sobre el chocolate aplastado. En su habitación, abrió el estuche que en una ocasión había contenido sus diamantes y guardó dentro el regalo de su hijo.
Se desvistió y se puso un camisón blanco. La esperaba papeleo en el escritorio que tenía en un rincón, pero sabía que tanto su mente como sus nervios se encontraban demasiado agitados.
Para relajarse, abrió las puertas de la terraza
y, con el cepillo en la mano, salió al exterior para sentir la noche.
Un búho ululaba, los grillos cantaban y también se oía el oleaje sereno del mar. Esa noche la luz de la luna era clara como el cristal. Con una sonrisa, alzó la cara y despacio se cepilló el pelo.
Pedro jamás había visto nada más hermoso que Paula peinándose a la luz de la luna. Sabía que era un Romeo pobre y temía quedar como un tonto tratando de serlo, pero debía ofrecerle algo, mostrarle de algún modo lo que significaba tenerla en su vida.
Salió del jardín y se puso a subir los escalones de piedra. Se movió en silencio, y ella soñaba despierta. No supo que estaba a su lado hasta que pronunció su nombre.
—Paula.
Abrió los ojos y lo vio de pie a menos de un metro, con el pelo revuelto por la brisa, los ojos oscuros a la titilante luz.
—Pensaba en ti. ¿Qué haces aquí?
—Fui a casa, pero… Volví —quería que siguiera cepillándose el pelo, pero estaba seguro de que la petición sonaría ridícula—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien, de verdad.
—¿Los chicos?
—También. Duermen. Antes ni siquiera te di las gracias. Puede que sea una mezquindad, pero ahora que me he tranquilizado, puedo reconocer que me gustó ver que a Bruno le sangraba la nariz.
—Cuando tú quieras —afirmó Pedro.
—No creo que vuelva a ser necesario, pero te lo agradezco —alargó el brazo para tocarle la mano y se pinchó un dedo con una espina—. Ay.
—Vaya comienzo —murmuró, alargando la rosa hacia ella—. Te he traído esto.
—¿Sí? —absurdamente conmovida, acercó los pétalos a la mejilla.
—La robé de tu jardín —metió las manos en los bolsillos y deseó tener un cigarrillo—. Supongo que no cuenta.
—Desde luego que sí —pensó que esa noche y a tenía dos regalos, de los dos hombres a los que amaba—. Gracias.
Él se encogió de hombros y se preguntó qué hacer a continuación.
—Estás guapa.
Paula sonrió y bajó la vista al sencillo camisón blanco.
—Bueno, no tiene encajes.
—Te vi cepillarte el pelo —por voluntad propia la mano salió del bolsillo para tocarla—. Me quedé ahí de pie, en el borde del jardín, y te observé. Casi no podía respirar. Eres tan hermosa, Paula.
Fue el turno de ella de no poder respirar. Jamás la había mirado de esa manera. La voz de Pedro nunca había sonado más baja. Había reverencia en ella, igual que en la mano que le acariciaba el pelo.
—No vuelvas a mirarme de ese modo —tensó los dedos en el pelo de Paula y tuvo que obligarse a relajarlos—. Sé que he sido duro contigo.
—No, no lo has sido.
—Maldita sea, sí —luchó contra la creciente impaciencia mientras la contemplaba—. Te he zarandeado y roto la blusa.
Ella esbozó una sonrisa.
—Cuando volví a coserle los botones, recordé aquella noche y lo que hacía que sintiera al ser necesitada de esa forma —más que un poco desconcertada, movió la cabeza—. No soy frágil, Pedro.
¿Es que no veía lo equivocada que estaba? ¿No sabía qué aspecto tenía en ese momento, con el pelo resplandeciente a la luz de la luna y el fino camisón blanco agitado por la brisa?
—Quiero estar contigo esta noche —bajó la mano para tocarle una mejilla—. Deja que te ame esta noche.
No podría haberle negado nada. Cuando la alzó para llevarla dentro, Paula pegó los labios sobre el cuello de Pedro. Pero él no buscó sus labios.
La depositó con cuidado, le quitó el cepillo y fue a dejarlo sobre la cómoda. Luego bajó las luces.
Cuando al fin sus labios se juntaron, lo hicieron en un beso suave como un susurro. Las manos de él no se precipitaron para excitarla, sino que se movieron con exquisita paciencia para seducirla.
Pedro sintió la confusión que la dominaba, la oyó en el inseguro murmullo de su nombre, pero solo le rozó los labios y los siguió con la lengua.
Las manos fuertes se movieron con la gracia de las de un artista sobre la tensa pendiente de los hombros de ella.
—Confía en mí —con la boca inició un lento recorrido de su cara—. Déjate ir y confía en mí, Paula. Hay más que un camino —le besó la mandíbula, el cuello, regresó a los labios temblorosos y susurró—: Debería habértelo demostrado antes.
—No puedo… —luego su beso la hundió aún más en una espesa bruma aterciopelada. No fue capaz de erguirse. No quiso hacerlo. Sin duda ese túnel interminable lleno de ecos era el paraíso.
La tocó casi sin tocarla y la dejó débil. Lo oyó susurrarle promesas increíbles, palabras suaves y adorables.
La acarició a través del tenue algodón, deleitándose en el movimiento líquido del cuerpo de Paula bajo sus manos. Podía observar la cara de ella a la luz de la lámpara y saber que estaba entregada a lo que le ofrecía.
La desnudó despacio, bajando el camisón centímetro a centímetro. Fascinado con cada temblor que le producía, se demoró. Luego la llevó con gentileza más allá de la primera cresta.
Cada movimiento, cada suspiro, eran insoportablemente dulces.
Exquisitamente tiernos. Cada contacto, cada murmullo. La había aprisionado en un mundo de seda. Nunca había sido ella más consciente de su cuerpo que en ese momento, bajo la minuciosa y paciente exploración de Pedro.
Al final sintió la piel de él contra la suya, el cuerpo cálido y duro que había llegado a anhelar. Abrió los ojos y miró. Alzó unas extremidades pesadas y tocó.
Pedro no había imaginado que una necesidad pudiera ser tan poderosa y al mismo tiempo tan serena. Ella lo envolvió. Él se deslizó a su interior. Para ambos fue como llegar al hogar.
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