lunes, 1 de julio de 2019
CAPITULO 51 (TERCERA HISTORIA)
Pedro se sentó a cenar, esforzándose en fingir que tenía apetito y que el espacio vacío que quedaba en la mesa no tenía ninguna importancia para él. Discutió con Amelia sobre los progresos que había hecho en la lista de los sirvientes, esquivó la petición de Coco, que estaba deseando leerle las cartas y se sintió, principalmente, triste. Fred, sentado a los pies, era el beneficiario de su lúgubre humor y devoraba los suculentos pedazos del pollo que Pedro le deslizaba por debajo de la mesa.
Consideró la posibilidad de conducir hasta la ciudad y detenerse en varios restaurantes y cafés. Pero decidió que aquello le haría parecer mucho más estúpido de lo que ya se sentía. Al final, se refugió en su habitación y decidió concentrarse en el libro.
La novela no fluía con la misma facilidad de la noche anterior. En aquella ocasión, se producían largas y numerosas pausas entre frase y frase. Incluso así, descubrió que hasta las pausas resultaban constructivas mientras iba pasando una hora, dos y tres. Hasta que no miró el reloj y vio que eran las doce, no se dio cuenta de que Paula todavía no había vuelto a casa. Había dejado la puerta ligeramente entornada para enterarse del momento en el que entrara en casa.
Pero había muchas posibilidades de que hubiera estado tan concentrado en su trabajo que no la hubiera oído dirigirse a su habitación. Si había salido a cenar, seguramente y a estaría de vuelta en casa. Nadie podía pasarse cinco horas comiendo. Pero tenía que comprobarlo.
Salió lentamente. Había luz en la habitación de Susana, pero las demás estaban a oscuras. En la puerta del dormitorio de Paula, vaciló y después llamó suavemente. Sintiéndose terriblemente torpe, puso la mano en el picaporte. Había pasado la noche anterior con ella, se recordó. Difícilmente podría ofenderse si entraba y la veía dormida.
Pero no estaba. Paula no estaba allí. La cama estaba hecha; el antiguo cabecero y los pies de hierro forjado, que probablemente habían pertenecido a la cama de algún sirviente, estaban pintados de un blanco resplandeciente.
El resto era color, demasiado deslumbrante para sus ojos.
La colcha estaba hecha con trozos de tela de diferentes formas y colores.
Retales moteados, cuadriculados, a rayas, sombras de rojos y azules. Estaba cubierta de una infinita variedad de cojines. La cama de una reina, pensó Pedro, una persona podía hundirse en ella y dormir durante todo un día. Era la cama apropiada para Paula.
La habitación era enorme, al igual que la mayoría de las de Las Torres, pero ella había conseguido decorarla con un acogedor desorden. Una de las paredes estaba pintada en un intenso azul verdoso y sobre ella colgaban dibujos de flores silvestre. La firma que en ellos aparecía le indicó que los había hecho Paula. Pedro ni siquiera sabía que Paula dibujaba. Eso le hizo darse cuenta de que eran muchas las cosas que no sabía sobre la mujer de la que se había enamorado.
Después de cerrar la puerta tras él, paseó por la habitación, buscando retazos de Paula. Había un cesto lleno de libros. Keats y Byron mezclados con espantosas novelas de misterio y romances contemporáneos. En frente de una de las ventanas, había montado una pequeña salita. Sobre el respaldo de una silla Reina Anne, había dejado descuidadamente una blusa y sobre la mesa Hepplewhite resplandecían montones de pendientes, brazaletes y collares. Al lado de un pingüino de porcelana china, había un cuenco lleno de piedras semipreciosas.
Cuando levantó el pájaro, comenzó a sonar una versión jazzística de That’s Entertainment.
Había velas por todas partes, desde una elegante Meissen hasta una cursi reproducción de un unicornio. Y fotografías de su familia donde quiera que se dirigiera la mirada. Pedro levantó una foto enmarcada en la que aparecía una pareja, tomados por la cintura y riendo ante la cámara. Sus padres, pensó. La semejanza de Paula con el hombre y de Susana con la mujer eran suficientes para darle esa certeza.
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