jueves, 25 de julio de 2019

CAPITULO 59 (CUARTA HISTORIA)




El apartamento que Marshall había apuntado se hallaba a las afueras del pueblo.


Una mujer encorvada abrió la puerta al tercer golpe atronador de Pedro.


—¿Qué? ¿Qué? —demandó—. No quiero ninguna enciclopedia ni aspiradora.


—Buscamos a Roberto Marshall —explicó Pedro.


—¿Quién? ¿Quién? —lo escudriñó a través de los cristales gruesos de sus gafas. 


—Roberto Marshall —repitió.


—No conozco a ningún Marshall —gruñó—. Hay un McNeilly en la puerta de al lado y un Mitchell abajo, pero ningún Marshall. Tampoco me interesa comprar ningún seguro.


—No vendemos nada —indicó Teo con su voz más paciente—. Buscamos a un hombre llamado Roberto Marshall que vive en esta dirección.


—Les he dicho que no hay ningún Marshall. Yo vivo aquí desde hace quince años, desde que ese vago inútil con el que me casé falleció y me dejó solo con deudas. A usted lo conozco —dijo de pronto, señalando a Samuel con un dedo
nudoso—. Vi su foto en el periódico —desvió la mano a una mesa que había junto a la puerta y asió un sujetalibros de hierro—. Robó un banco.


—No, señora. Me casé con Amelia Chaves.
La mujer sostuvo el sujetalibros mientras reflexionaba.


—Una de las chicas Chaves. Es cierto. La más joven… no, esa no, la siguiente —satisfecha, dejó el sujetalibros en la mesa—. Bueno, ¿qué quieren?


—A Roberto Marshall —repitió Pedro—. Dio este edificio y este apartamento como su dirección.


—Entonces es un mentiroso o un tonto, porque vivo aquí desde que el inútil de mi marido pilló neumonía y murió. Hoy aquí, y mañana no —chasqueó los dedos—. Poco he perdido.


Pensando que era un callejón sin salida, Pedro miró a Samuel.


—Dale una descripción.


—Tiene unos treinta años, un metro ochenta de altura, delgado, pelo negro hasta los hombros, bigote tupido.


—No lo conozco.


—Déjame a mí —intervino Max y describió al hombre al que había conocido como Ellis Caufield.


—Parece mi sobrino. Vive en Rochester con su segunda mujer. Vende coches usados.


—Gracias —a Pedro no le sorprendió que el ladrón hubiera dado una dirección falsa, pero estaba irritado. Al salir del edificio, sacó una moneda de un cuarto de dólar.


— Supongo que nos toca esperar hasta mañana —decía Max—. No sabe que lo buscamos, así que aparecerá por el trabajo.


—Ya estoy harto de esperar —se dirigió a una cabina telefónica. Después de meter la moneda, marcó un número—. Soy el detective Alfonso, del departamento de policía de Portland, placa número 7375. Necesito una comprobación —dio el teléfono que aparecía en la carpeta de Marshall. Luego esperó con la paciencia de un policía mientras la operadora ponía en marcha su ordenador—. Gracias —colgó y se volvió hacia los tres hombres—. Bar Island — informó—. Iremos en mi barco.




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