jueves, 4 de julio de 2019

CAPITULO 61 (TERCERA HISTORIA)




Paula hizo algo más que flotar y nadar. Pedro jamás había visto a nadie que realmente fuera capaz de dormir en el agua. Pero Paula podía. Cerraba despreocupadamente los ojos tras las gafas de sol, con el cuerpo completamente relajado. Llevaba un bikini de tirantes estrechos y un estampado de piel de leopardo que hacía que a Pedro le subiera la tensión sanguínea… Y tenía el mismo efecto en todos los hombres que había en cien metros a la redonda. Pero ella continuaba flotando tranquilamente, moviendo las manos con delicadeza en el agua. De vez en cuando, daba una patada perezosa para impulsarse y la melena flotaba a su alrededor. De tanto en tanto, buscaba la mano de Pedro, o le rodeaba el cuello con los brazos, confiando en que la mantuviera a flote.


Y de pronto, lo besó. Sus labios estaban fríos, húmedos. Y su cuerpo tan fluido como el agua que los rodeaba.


—Creo que este es el momento ideal para echarse una siesta —comentó Paula. Lo dejó en la piscina y se estiró en una tumbona, bajo una sombrilla.


Cuando se despertó, las sombras ya eran mucho más largas y solo quedaban algunos acérrimos aficionados a la natación en el agua. 


Miró a su alrededor, buscando a Pedro, y comprobó vagamente desilusionada que no se había quedado con ella. Se envolvió en su pareo y fue a buscarlo.


La habitación estaba vacía, pero había una nota en la cama, escrita con la cuidada caligrafía de Pedro.


«Tengo un par de cosas que hacer. Volveré pronto».


Paula se encogió de hombros, buscó en la radio una emisora de música 
clásica y se dio una larga y cálida ducha.


Reanimada y relajada, se quitó la toalla y comenzó a echarse crema con largas y perezosas caricias. Quizá encontraran un restaurante pequeño y acogedor en el que cenar, se dijo. Algún lugar con iluminación tenue y música en directo. Podrían prolongar la velada a la luz de las velas y deleitarse con un frío y burbujeante champán.


Después volverían al hotel y correrían las cortinas del balcón. Pedro la besaría de aquella forma tan minuciosa y embriagadora, hasta que ninguno de los dos fuera capaz de apartar las manos del otro. Paula tomó un frasquito de perfume y lo vaporizó sobre su piel. Después, harían el amor, lenta o frenéticamente, delicada o desesperadamente, hasta que terminaran durmiéndose abrazados.


No pensarían en la tragedia de Bianca, ni en ladrones de esmeraldas. Aquella noche solo pensarían el uno en el otro.


Soñando en él, Paula se adentró en el dormitorio.


Pedro la estaba esperando. Parecía que hubiera estado esperándola durante toda su vida. Ella se detuvo, con los ojos oscurecidos por la luz de las velas que Pedro había encendido. Su pelo húmedo llameaba frente a aquella delicada luz. Su perfume flotaba en la habitación, misterioso, seductor, mezclado con la fragancia del ramo de fresias que Pedro le había comprado.


Al igual que ella, había imaginado una noche perfecta y estaba intentando ofrecérsela.


La radio continuaba emitiendo melodías románticas. Sobre la mesa situada frente a las puertas del balcón, descansaban dos elegantes velas blancas. El champán acababa de ser servido en dos copas altas previamente escarchadas.


Frente a ellos, el sol se ponía en el cielo, convertido en un globo escarlata que se hundía en el azul profundo del horizonte.


—He pensado que podríamos cenar aquí —le dijo, tendiéndole la mano.


Pedro—la emoción le constreñía la garganta—. ¿Ves como siempre he tenido razón? —entrelazó los dedos con los de Pedro—. Eres un poeta.


—Quería estar a solas contigo —tomó uno de los frágiles capullos y se lo puso en el pelo—. Espero que no te importe.


—No —dejó escapar un trémulo suspiro cuando Pedro le besó la palma de la mano—. No me importa.


Pedro tomó las copas y le tendió una.


—En los restaurantes hay tanta gente…


—Y son tan ruidosos —se mostró de acuerdo Paula, mientras acercaba su copa a la de Pedro.


—Y alguien podría protestar si comienzo a besarte antes de los aperitivos.


Sin dejar de mirarlo, Paula bebió un sorbo de champán.


—Yo no lo haría.


Pedro deslizó un dedo por su cuello y le hizo inclinar la cabeza para que sus labios pudieran encontrarse.


—Creo que deberíamos darle a la cena una oportunidad —susurró Pedro al cabo de un momento.


Se sentaron juntos para contemplar la puesta de sol mientras se iban dando el uno al otro pedacitos de langosta empapada en dulce mantequilla caliente. Paula dejaba que el champán explotara en su lengua y después se volvía hacia él, donde el sabor del champán se convertía en algo sencillamente embriagador.


Mientras les llegaba desde la radio un preludio de Chopin, Pedro besó suavemente su hombro y deslizó los labios hasta su cuello.


—La primera vez que te vi —le dijo mientras introducía un pedazo de langosta entre sus labios—, pensé que eras una sirena. Y aquella primera noche soñé contigo —frotó suavemente sus labios—. Desde entonces, he soñado contigo cada noche.


—Cuando me siento en la torre pienso en ti… de la misma manera que Bianca pensó en otro tiempo en Christian. ¿Crees que llegarían a hacer el amor?


—No creo que Christian pudiera resistirse.


Por los labios de Paula escapaba su trémula respiración.


—No creo que ella quisiera que se resistiera —mirándolo a los ojos, empezó a desabrocharle la camisa—. Ella también se moría de deseo por él, de ganas de acariciarlo —con un suspiro, deslizó las manos por su pecho—. Cuando estaban juntos, solos, nada más importaba.


—Él se volvería loco por ella —tomó a Paula de las manos para hacerla levantarse. La abandonó un momento, para cerrar las ventanas, de manera que quedaran encerrados entre la música y la luz de las velas—. Debían perseguirlo noche y día imágenes de Bianca. Su rostro… —recorrió con los dedos las mejillas de Paula, la barbilla, la garganta—. Cada vez que cerraba los ojos, la vería. Su sabor… —presionó sus labios—. Cada vez que respiraba, estaría allí para recordarle sus besos.


—Y ella permanecería despierta noche tras noche en su cama, deseando sus caricias —con el corazón acelerado, deslizó la camisa por los hombros de Pedro y se estremeció cuando este le desató el cinturón de la bata—, recordando cómo la miraba cuando la desnudaba.


—Christian no podía desearla más de lo que te deseo a ti —la bata resbaló hasta el suelo. Y Pedro se acercó todavía más a Paula—. Déjame demostrártelo.


La luz de las velas era cada vez menos intensa. 


Un solitario rayo de luna se filtraba por una minúscula rendija entre las cortinas. Se sentía la música, la creciente pasión y la fragancia de aquellas frágiles flores.


Promesas susurradas y respuestas desesperadas. Una risa grave y ronca, un gemido sollozante. Desde la paciencia a la urgencia, desde la ternura a la locura, se entregaron el uno al otro. Durante aquella oscura e interminable noche, se mostraron ávidos, incansables. Una delicada caricia podía causar un temblor; un toque más brusco un suspiro. Se acercaban el uno al otro con generoso afecto y al instante siguiente como si fueran belicosos guerreros.


Cada vez que se creían saciados, eran capaces de volver a excitarse.


Y no dejaron de amarse hasta que las velas se fundieron y la luz grisácea del amanecer se filtró sigilosa en la habitación.





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