jueves, 4 de julio de 2019
CAPITULO 62 (TERCERA HISTORIA)
Hawkins estaba harto y cansado de esperar. En lo que a él concernía, cada día pasado en la isla era una pérdida de tiempo. Y lo peor era que había renunciado a un trabajo en Nueva York que podía haberle permitido ganar al menos diez de los grandes. En vez de eso, había invertido la mitad de lo que podía haber ganado en un robo que cada vez le parecía más un auténtico descalabro.
Sabía que Caufield era bueno. Y había pocas cosas mejores que vivir levantando cerraduras y escapando de la policía. En los diez años que había durado su asociación, habían llevado a cabo varias operaciones sin ningún tipo de complicaciones. Y eso era precisamente lo que lo preocupaba.
En el asunto de las esmeraldas, lo único que parecía haber eran preocupaciones. Aquel maldito profesor de universidad había enredado bien las cosas. Hawkins estaba resentido porque Caufield no le había dejado ocuparse de
Alfonso. Él sabía que Caufield no lo consideraba capaz de finura alguna, pero él podía haber arreglado aquel asunto fingiendo un accidente.
El verdadero problema era que Caufield estaba obsesionado con las esmeraldas. Hablaba de ellas día y noche, y se refería a ellas como si fueran seres vivos y no unas piedras preciosas que podían proporcionarles una considerable cantidad de dinero.
Hawkins estaba comenzando a creer que Caufield no pensaba vender las esmeraldas cuando las consiguiera. Él conocía el olor de la traición y estaba observando a su socio como un halcón. Cada vez que Caufield salía, recorría aquella casa vacía, buscando alguna pista sobre las intenciones de su socio.
Después estaban sus ataques de cólera. Caufield tenía fama de tener un carácter inestable, pero aquellas terribles pataletas eran cada vez más frecuentes.
El día anterior, había entrado en casa hecho una furia, con el rostro pálido, una mirada salvaje y temblando de rabia porque una de las chicas Chaves no estaba en el parque natural; había destrozado una de las habitaciones y había roto un mueble con un cuchillo de cocina antes de conseguir recobrar la calma.
Hawkins le tenía miedo. Aunque él fuera un hombre robusto y de puños ágiles, no tenía ningunas ganas de medirse físicamente con Caufield. Y menos cuando veía aquel fuego salvaje en sus ojos. Su única esperanza era, si quería la parte que le correspondía y fugarse limpiamente de allí, poder burlar a su socio.
Aprovechando que Caufield había vuelto a marcharse al parque natural, Hawkins inició una lenta y metódica búsqueda por la casa. Aunque era un hombre grande, a menudo considerado como falto de ingenio por sus socios, podía registrar toda una habitación sin levantar una sola mota de polvo. Echó un vistazo a los documentos robados y los descartó disgustado.
Allí no había nada. Si Caufield hubiera encontrado algo, no los habría dejado tan a la vista. Decidió empezar por lo más obvio, por el dormitorio de su socio.
Sacudió primero los libros. Sabía que Caufield fingía ser un hombre formado, incluso erudito, aunque no había recibido más educación que él. Pero en los volúmenes de Shakespeare y Steinbeck no encontró nada más que palabras.
Hawkins buscó bajo el colchón y en los cajones de la cómoda. Como la pistola de Caufield no estaba por los alrededores, decidió que la habría metido en la mochila antes de ir a buscar a Paula. Con infinita paciencia, miró detrás de los
espejos, dentro de los cajones y bajo la alfombra. Cuando se volvía hacia al armario, empezaba a pensar y a que había juzgado equivocadamente a su socio.
Y allí, en el bolsillo de un par de vaqueros, encontró el mapa.
Era un dibujo tosco, en un papel amarillento.
Para Hawkins, no había ningún posible error de interpretación. Las Torres estaban claramente representadas, junto a algunas direcciones y distancias y algunas marcas, aunque las proporciones no eran muy buenas.
El mapa de las esmeraldas, pensó Hawkins mientras intentaba alisar los pliegues del papel. Una furia amarga lo invadía mientras estudiaba cada una de aquellas líneas. Había descubierto el doble juego de Caufield, pero no se lo diría.
Él también podía jugar al mismo juego, pensó.
Salió de la habitación con el mapa en el bolsillo. Caufield iba a sufrir un serio ataque de cólera cuando descubriera que su socio le había quitado las esmeraldas delante de sus narices.
Era una pena que no fuera a estar allí para verlo.
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