viernes, 5 de julio de 2019

CAPITULO 64 (TERCERA HISTORIA)




Poniendo en juego toda su capacidad de acción, Coco le sirvió a su tía un té con pastas, sacó a Teo y a Samuel de su trabajo y le suplicó a Pedro que se quedara.


Hicieron los arreglos pertinentes para que Amelia fuera a buscar a Paula y a Susana con intención de que llegaran cuanto antes y organizaran la habitación de invitados.


Era como estar preparando una invasión, pensó Pedro mientras se reunía con el grupo en el salón. Carolina sentada, tiesa como un general, mientras medía a sus oponentes con una mirada de acero.


—Así que tú eres el que se ha casado con Catalina. Te dedicas al negocio de los hoteles, ¿verdad?


—Sí, señora —contestó Teo educadamente mientras Coco se movía nerviosa por la habitación.


—Nunca me alojo en hoteles —dijo Carolina desdeñosamente—. Os casasteis rápido, ¿verdad?


—No quería darle ninguna oportunidad de cambiar de opinión.


Carolina casi sonrió, pero aspiró sonoramente por la nariz y apuntó hacia Samuel.


— Y tú eres el que anda detrás de Amelia.


—Exacto.


—¿Y ese acento? —exigió, endureciendo la mirada—. ¿De dónde eres?


—De Oklahoma.


—O’Riley —pensó un momento y después lo señaló con uno de sus largos dedos—. Petróleo.


—Ahí está.


—Humm —dio un sorbo a su té—. Así que habéis sido vosotros los que habéis tenido esa disparatada idea de convertir el ala oeste en un hotel. Sí, supongo que es mejor que quemarla y reclamar el dinero del seguro.


—¡Tía Carolina! —exclamó Coco escandalizada—. No estarás hablando en serio.


— Estoy hablando completamente en serio. He odiado este lugar durante la mayor parte de mi vida —se estiró para mirar el retrato de su padre—. Él habría odiado ver a huéspedes en Las Torres. Lo habría mortificado.


—Lo siento, tía Carolina —comenzó a decir Coco—. Pero hemos tomado la mejor de las opciones.


—¿Acaso he pedido yo una disculpa? —replicó Carolina—. ¿Dónde demonios están mis sobrinas? ¿No van a tener la amabilidad de presentarme sus respetos?


—No tardarán en llegar —desesperada, Coco le sirvió más té—. Esto ha sido tan inesperado, y nosotras…


—Una casa siempre tiene que estar preparada para recibir invitados — contestó Carolina complacida por su malicia, y frunció el ceño cuando vio entrar a Susana—. ¿Y esta quién es?


—Yo soy Susana —diligente, se acercó a su tía para darle un beso en la mejilla.


—Te pareces a tu madre —decidió Carolina con un desganado asentimiento—. Yo le tenía mucho cariño a Delia —miró repentinamente a Pedro—. ¿Esa es tu novia?


Pedro pestañeó mientras Samuel se las arreglaba para convertir una carcajada en una tos.


—Ah, no. No, señora.


—¿Por qué no? ¿Tienes algún problema en los ojos?


—No —se enderezó en la silla mientras Susana sonreía de par en par y se sentaba sobre un almohadón.


Pedro ha estado con nosotros durante unas semanas —dijo Coco, acudiendo a su rescate—. Nos está ayudando a hacer… una investigación histórica.


—Las esmeraldas —con los ojos resplandecientes, Carolina se recostó en el
sofá—. No me tomes por una estúpida, Cordelia. En el barco también nos llegaban periódicos. Era un crucero —le dijo a Teo—. Son mucho más civilizados que los hoteles. Ahora cuéntame qué demonios está pasando aquí.


—Realmente nada —Coco volvió a aclararse la garganta—. Ya sabes cómo infla la prensa todas estas cosas.


—¿Pero entró un ladrón en la casa y disparó?


—Bueno, sí. Fue bastante molesto, pero…


—Tú —Carolina alzó su bastón y señaló con él a Pedro—. Tú, profesor de historia. Supongo que serás capaz de hablar con claridad. Explícame la situación brevemente.


Ante la mirada suplicante de Coco, Pedro dejó su taza de té.


—La familia decidió, después de una serie de acontecimientos, investigar la veracidad de la leyenda de las esmeraldas de los Chaves. Desgraciadamente, las noticias sobre la gargantilla desaparecida despertaron el interés y las especulaciones de varias personas, algunas bastantes desagradables. El primer paso que he dado ha sido catalogar los documentos de la familia, para verificar la existencia de las esmeraldas.


—Por supuesto que existen —lo interrumpió Carolina con impaciencia—. ¿Acaso no las vi y o con mis propios ojos?


—Tú eres muy difícil de localizar —comenzó a decir Coco y fue silenciada con una mirada.


—En cualquier caso —continuó Pedro—, alguien entró en la casa y se llevó un gran número de documentos —Pedro pasó por alto su irrupción en el caso para darle el mayor número de datos.


—Humm —Carolina lo miró con el ceño fruncido—. ¿A qué te dedicas? ¿A escribir?


Pedro arqueó las cejas sorprendido.


—Soy profesor. De historia. En la universidad de Cornell.


Carolina volvió a aspirar sonoramente.


—Bueno, menudo lío habéis organizado. Todos vosotros. Trayendo ladrones a casa, manchando nuestro apellido en los periódicos y estando a punto de ser asesinados. Por lo que yo sé, el viejo vendió las esmeraldas.


—En ese caso habría algún recibo —comentó Pedro y Carolina volvió a estudiarlo con atención.


—En eso tiene razón, señor doctor. Llevaba la cuenta de cada penique que ganaba y cada penique que gastaba —cerró los ojos un momento—. La niñera siempre nos dijo que mi madre las había escondido. Para nosotros —abrió los ojos con expresión feroz—. Todo eso eran cuentos.


—Me gustan los cuentos —dijo Paula desde el marco de la puerta.


Permanecía en medio de Catalina y Amelia.


—Ven aquí, donde pueda verte.


—Tú primero —le musitó Paula a Catalina.


—¿Por qué yo?


—Porque eres la más pequeña —empujó suavemente a su hermana.


—Así que arrojando a una mujer embarazada a los lobos —murmuró Amelia.


—Tú eres la siguiente.


—¿Qué es eso que tienes en la cara? —le preguntó Carolina a Catalina en tono exigente.


Catalina se limpió la mejilla.


—Supongo que grasa de motor.


—¿Pero qué le está ocurriendo a este mundo? Tienes un buen cuerpo — decidió—. Habéis crecido bien. ¿Y tú todavía no estás embarazada?


Catalina se metió las manos en los bolsillos y sonrió.


—Pues el caso es que sí. Teo y yo vamos a ser padres en febrero.


—Estupendo —Carolina sacudió la mano. 


Dándose valor, Amelia dio un paso adelante.


—Hola, tía Carolina. Me alegro de que hayas decidido venir a la boda.


—Todavía no sé lo que voy a hacer —estudió a Amelia con los labios apretados—. En cualquier caso, sabes cómo escribir una carta. Me llegó la
semana pasada, junto a la invitación —era adorable, pensó Carolina. Igual que sus hermanas. Se sentía orgullosa de ellas, pero se habría arrancado la lengua antes de admitirlo—. ¿Y hay alguna razón por la que no hayas podido casarte con un hombre perteneciente a una familia respetable del este?


—Sí. Ninguno de ellos conseguía enfadarme tanto como Samuel.


Con un sonido que podría haber sido una carcajada, Carolina hizo un gesto con la mano con el que daba por terminado el interrogatorio de Amelia. Cuando se fijó en Paula, sintió un intenso escozor en los ojos y tuvo que apretar los labios para impedir que le temblaran. Era como estar viendo a su madre, después de todos aquellos años y de todo el dolor que había tenido que superar.


—Así que tú eres Paula —cuando se le quebró la voz, frunció el ceño de tal manera, que Coco tembló.


—Sí —Paula le dio un par de besos en las mejillas—. La última vez que te vi tenía ocho años. Y me regañaste por andar descalza.


—¿Y, desde entonces, qué has estado haciendo de tu vida?


—Oh, lo menos posible —contestó Paula despreocupadamente—. ¿Cómo estás tú?


Carolina estaba a punto de sonreír, pero se volvió hacia Coco.


—¿Es que no les has enseñado modales a estas chicas?


—No le eches la culpa a ella —Paula se sentó a los pies de Pedro—. Somos incorregibles —miró por encima del hombro para dirigirle a Pedro una sonrisa y después posó la mano en su rodilla.


A Carolina no le pasó desapercibido aquel gesto.


—Así que tú le has echado el ojo a este.


Paula se echó la melena hacia atrás y sonrió.


—Desde luego que sí. ¿Es guapo, verdad?


—Paula —musitó Pedro—. Dame un respiro.


—No me has dado un beso de bienvenida —replicó Paula sin bajar la voz.


—Deja al chico en paz —más divertida de lo que habría admitido nunca, Carolina golpeó su bastón—. Al menos él tiene educación —señaló con la mano el servicio de té—. Llévate todo esto, Cordelia, y tráeme un brandy.


—Yo te lo traeré —Paula se levantó y se acercó al armario de las bebidas. Le guiñó el ojo a Susana mientras su hermana se llevaba el carrito del té—. ¿Cuánto tiempo crees que piensa quedarse a convertir nuestras vidas en un infierno?


—Os he oído.


Impertérrita, Paula se volvió con la copa de brandy.


—Por supuesto, tiíta. Mi padre siempre decía que tenías el oído de un gato.


—No me llames « tiíta» —prácticamente, le arrebató el brandy.



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