sábado, 6 de julio de 2019

CAPITULO 68 (TERCERA HISTORIA)




—No lo tiré de la motocicleta —negó Susana, y hundió su dolorido cuerpo en el agua cálida y fragante de la bañera—. Se cayó de la moto porque no fue capaz de girar. Yo iba por mi carril.


—Eso es igual —Paula se sentó en el borde de la bañera—. ¿Qué sabemos de él?


—Tenía un carácter terrible. Aquel día pensé que iba a matarme. Pero no se habría hecho un solo rasguño si hubiera llevado casco.


—Me refería a su pasado, no a su carácter.


Susana miró a su hermana con cansancio. 


Normalmente, la bañera era el único lugar en el que encontraba un poco de paz e intimidad. Y, de pronto, hasta ese rincón había sido invadido.


—¿Por qué me lo preguntas?


—Te lo diré después. Vamos, Suzy.


—De acuerdo, déjame pensar. En el instituto, iba tres o cuatro cursos por delante de mí. La mayor parte de las chicas estaban locas por él porque les parecía peligroso. Su madre era muy amable.


—Lo recuerdo —murmuró Paula—. Vino a vernos después…


—Sí, después de que mamá y papá murieran. Hacía artesanía. Le hizo algunas piezas preciosas a mamá. Creo que todavía tenemos algunas. Y su marido era pescador de langosta. Se perdió en el mar cuando éramos adolescentes. Aunque de eso no tengo muchos recuerdos.


—¿Alguna vez hablaste con él?


—¿Con Hernan? La verdad es que no. Siempre estaba de mal humor, mirando con rabia a los demás. Cuando tuvimos ese pequeño accidente, me dirigió toda clase de insultos. Después se fue a vivir a otro lugar, a Portland me parece. Recuerdo que la señora Marsley me comentó algo sobre él el otro día, cuando le
vendí unas rosas trepadoras. Al parecer llegó a ser policía, pero tuvo un pequeño incidente y renunció.


—¿Qué clase de incidente?


—No lo sé. En cuanto la señora Portland me empieza hablar, desconecto. Creo que ahora se dedica a arreglar barcos o algo así.


—¿Nunca habló de su familia contigo?


—¿Por qué diablos iba a hablarme de su familia? ¿Y por qué de pronto te importa tanto?


—Porque el apellido de Christian era Bradford y tenía una casa en la isla.


—Oh —Susana dejó escapar un largo suspiro mientras asimilaba aquella información—. Vaya una casualidad.


Paula dejó a su hermana enjabonándose y fue a buscar a Pedro. Antes de que hubiera llegado a su habitación, Coco la abordó.


—Oh, estás aquí.


—Cariño, pareces agotada —Paula le dio un beso en la mejilla.


—¿Y cómo no voy a estarlo? Esa mujer… —Coco tomó aire, intentando tranquilizarse—. Todas las mañanas hago veinte minutos de yoga para poder soportarlo mejor. Sé buena y llévale esto.


—¿Qué es?


—El menú de esta noche —respondió Coco entre dientes—. Insiste en actuar como si esto fuera un crucero.


—Mientras no tengamos que montarle un casino…


—Oh, ¿ya te ha dado Pedro la nueva noticia?


—Ah, sí, pero con retraso.


—¿Y ha tomado alguna decisión? Sé que es una oportunidad maravillosa, pero odio pensar que tenga que irse tan pronto.


—¿Irse?


—Si acepta ese puesto, tendrá que volver a Cornell la semana que viene. Pensaba echar las cartas anoche, pero estando en casa tía Carolina, me resulta imposible concentrarme.


—¿De qué puesto hablas, tía Coco?


—De la dirección del departamento de historia —miró a Paula desconcertada —. Pensaba que te lo había dicho.


—Estaba pensando en otra cosa —tuvo que hacer un serio esfuerzo para hablar con naturalidad—. ¿Así que va a irse dentro de unos días?


—Eso tendrá que decidirlo él —Coco tomó a Paula por la barbilla—. Bueno, tendréis que decidirlo entre los dos.


—Creo que Pedro ha elegido no darme oportunidad de decidir nada —fijó la mirada en el menú hasta que las lágrimas le impidieron ver las letras—. Es una oportunidad magnífica. Estoy segura de que querrá aprovecharla.


—En la vida surgen muchas posibilidades.


Paula sacudió la cabeza.


—No voy a hacer nada para desanimarlo o para impedirle hacer algo que desee. Si lo quiero, no puedo hacerle algo así. Así que será él el que tendrá que tomar una decisión.


—¿Qué es todo ese parloteo? —gritó Carolina desde su habitación, golpeando con el bastón en el suelo.


—Me gustaría agarrar ese bastón y…


—Más yoga —le sugirió Paula, forzando una sonrisa—. Yo me encargaré de ella.


—Buena suerte.


—Estabas gritando, tía —dijo Paula mientras cruzaba la puerta.


—No has llamado a la puerta.


—No, no he llamado. El menú de esta noche, señorita Chaves. Espero que lo encuentre de su agrado.


—Mocosa —Carolina dejó el papel a un lado y miró a su sobrina con el ceño fruncido—. ¿Qué te pasa, pequeña? Estás blanca como un fantasma.


—La piel blanca es una peculiaridad de la familia. Es la herencia irlandesa.


—Y el genio es otra —había visto esa mirada otras veces, pensó. Dolor, confusión. Pero entonces era solo una niña, incapaz de comprenderla—. Así que tienes problemas con ese joven.


—¿Por qué dices eso?


—Que no me haya atado nunca a un hombre no quiere decir que no sepa muchas cosas de ellos. En mi época yo también coqueteaba.


—Coquetear —aquella vez, la sonrisa asomó fácilmente a sus labios—. Una bonita palabra. Supongo que algunas de nosotras tenemos que coquetear durante toda la vida —deslizó un dedo por uno de los postes de la cama—. Al igual que hay algunas mujeres a las que los hombres desean, pero de las que nunca se enamoran.


—Estás parloteando.


—No, estoy intentando ser realista. Normalmente no lo soy.


—Ser realista es un duro consuelo.


Paula arqueó la ceja.


—Oh, Dios mío. Me temo que me parezco más a ti de lo que pensaba. Qué idea tan aterradora.


Carolina disimuló una risa.


—Sal de aquí. Me das dolor de cabeza —dijo, y añadió cuando Paula estaba ya en la puerta—. Ningún hombre capaz de poner esa mirada en tus ojos merece la pena.


Paula soltó una corta carcajada.


—Tía, tienes toda la razón.




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