jueves, 1 de agosto de 2019
CAPITULO 15 (QUINTA HISTORIA)
¿Qué había aceptado hacer exactamente? De alguna manera, aunque apenas había dicho una palabra, había quedado a cargo del libro de Felipe. Pero, qué remedio tenía, era un asunto de familia.
Suspiró y salió a la terraza. Aspiró profundamente el aire lleno de aromas de la noche. Oía el mar en la distancia. La brisa era fresca, ligeramente húmeda y salada.
Las estrellas brillaban en el cielo, la luna creciente.
Su hijo estaba acostado, contento y seguro, rodeado de gente que lo quería.
Estudiar el libro de Felipe era un pequeño favor con el que podía empezar a pagar todo el bien que le habían hecho.
Demasiado desvelada como para irse a dormir, descendió por la terraza, entre los macizos de flores. Se fijó en las rosas y petunias, bañadas por la luz de la luna. Sobre el tronco de un árbol reseco, trepaba una glicinia, cuyos pétalos, que cubrían el suelo, cayeron sobre su cabello al soplar la brisa.
—«Ella no era más que un delicado fantasma cuando, por vez primera, apareció ante mis ojos».
Paula se sobresaltó, llevándose la mano al corazón. Una sombra se separó de las otras sombras.
—¿Te he asustado? —dijo Pedro, acercándose. En la oscuridad brillaba la punta de su cigarro encendido—. Normalmente, Wordsworth tiene un efecto distinto.
—No te había visto. Pensé que no había nadie.
—Estaba pasando el rato con El Holandés y una botella de ron —dijo Pedro, saliendo a la luz de la luna—. Le gusta quejarse de Coco y prefiere una audiencia comprensiva —dijo y dio una calada al cigarro. Su rostro se ocultó tras una nube de humo, atractivo y misterioso—. Bonita noche.
—Sí… Bueno, tengo que…
—No hace falta que huyas. Habías salido a pasear —dijo Pedro y se agachó para cortar un peonía—. Está en su mejor hora —dijo ofreciéndosela a Paula.
Paula aceptó el capullo en silencio.
—Estaba admirando las flores —dijo al cabo de unos segundos—. A mí no se me dan bien.
—Tienes que poner mucho cariño, además de agua y fertilizante.
Paula tenía el cabello suelto, y seguía con los pantalones y la chaqueta que se había puesto para cenar. Qué pena, pensó Pedro, le habría gustado más que estuviera en bata. Pero Paula Chaves no era el tipo de mujer que se paseaba de noche en bata a la luz de la luna.
Y si tuviera ganas de hacerlo, no se lo permitiría.
El único modo de combatir aquellos penetrantes ojos grises, aparte de huir como una tonta, era la conversación.
—¿También sabes de jardinería, aparte de navegar y citar a los clásicos?
—Entre otras cosas, me encantan las flores —dijo Pedro, y tomó la mano de Paula, la que sostenía la peonía, llevándosela a la nariz para aspirar el aroma de la flor y de la mujer.
Paula se vio atrapada, inmersa en una atmósfera llena de embrujo. El perfume del jardín parecía rodearlos, invadiendo sus sentidos. El rostro de Pedro estaba cubierto de sombras. Ella se fijó en sus labios, curvos y tentadores.
Parecían completamente solos, totalmente apartados del mundo, de las responsabilidades diurnas. Eran solo un hombre y una mujer, bajo un cielo estrellado y en un jardín iluminado por la luna, mecidos por la música del mar distante.
Pero Paula trató de romper aquel encanto.
—Me sorprende que tengas tiempo para la poesía y las flores.
—Siempre se encuentra tiempo para lo que más importa.
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