jueves, 1 de agosto de 2019
CAPITULO 16 (QUINTA HISTORIA)
Pedro también sentía la magia de aquella noche.
En noches como aquella, había oído canciones de sirenas, o rugidos de monstruos desconocidos. Pedro creía en la magia y, por ello, aquella noche había esperado que Paula saliera al jardín y sabiendo, de algún modo, que lo haría.
—Vamos a pasear —le dijo a Paula sin soltarle la mano—. No podemos desperdiciar una noche como esta.
—Tengo que volver —dijo Paula.
—Luego.
De modo que Paula empezó a pasear con Pedro en aquel jardín de cuento de hadas, con una flor en la mano y el cabello lleno de pétalos.
—Tendría que… ir a ver cómo está Kevin.
—¿Tiene problemas de sueño?
—No, pero…
—¿Pesadillas?
—No.
—Bueno, entonces —dijo Pedro, continuando el paseo por el estrecho camino—. Cuando un hombre se acerca a ti, ¿siempre tienes ganas de salir corriendo?
—No he salido corriendo. Ya te he dicho que no quiero una relación.
—Tiene gracia, hace un momento, cuando estabas en la terraza, parecías una mujer preparada para empezar una relación.
Paula se detuvo.
—¿Me estabas espiando?
—Mmm —dijo Pedro, y apagó el cigarro en un cenicero de arena—. Estaba pensando que es una pena que no tenga un laúd.
Paula, aún molesta, sintió curiosidad.
—¿Un laúd?
—Una mujer sola en una terraza… Merece una serenata.
A Paula le dieron ganas de reír.
—Y tú sabes tocar el laúd.
—No, pero cuando te vi, pensé que me gustaría —dijo Pedro y siguió caminando. La terraza iniciaba la pendiente hacia el mar—. Solía pasar por aquí navegando cuando era pequeño, y me quedaba mirando Las Torres. Me gustaba imaginar que un dragón las protegía y que yo escalaba el acantilado y luchaba con él.
—Kevin sigue diciendo que es un castillo —murmuró Paula.
—Cuando crecí y me fijé en las Calhoun, me imaginaba que cuando mataba al dragón me recompensaban. Supongo que son fantasías normales a los dieciséis años, será cosa de las hormonas.
Paula se rio.
—¿Con cuál soñabas?
—Con todas —dijo Pedro sonriendo y se sentó en un muro, sentando a Paula a su lado—. Siempre han sido… algo especial. Hernan soñaba con Susana, aunque nunca lo admitiría. Como era mi amigo, tuve que olvidarme de ella. Eso me dejaba a las otras tres, pero antes tenía que conquistar al dragón.
—Pero, ¿nunca peleaste con el dragón?
Una sombra cruzó el rostro de Pedro.
—Tuve que pelearme con otro. Supongo que se puede decir que lo dejé para más tarde y me embarqué. Pero tuve un breve y maravilloso interludio con la encantadora Lila.
—¿Tú y Lila?
—Justo antes abandoné la isla, pero me había vuelto loco. Yo creo que estaba practicando —dijo Pedro suspirando—. Era muy buena.
Paula imaginó su relación, relajada, distendida, perfecta.
—Qué fácil es ver lo que estás pensando, Pau —dijo Pedro, sonriendo—. No éramos Romeo y Julieta. Nos besamos unas cuantas veces y traté de convencerla, por todos los medios, de que fuéramos más lejos. Pero no quiso. Tampoco me rompió el corazón. Bueno, me lo resquebrajó un poquito.
—¿Y a Max no le importa?
—¿Por qué iba a importarle? Se ha casado con ella y son uña y carne.
Pedro tenía razón. Todas las Calhoun habían encontrado su media naranja.
—Es curioso, tantas relaciones cruzadas.
—¿Lo dices por mí o por ti?
Paula se puso tensa, porque de repente se dio cuenta de lo que significaba estar allí junto a Pedro, que la rodeaba por los hombros.
—Qué más da.
—¿Sigues enfadada? —dijo Pedro, estrechando el abrazo—. Por lo que he oído sobre Dumont, creo que no merece la pena que pienses en él. No merece la pena echar a perder una noche como esta removiendo viejas heridas. ¿Por qué no me cuentas cómo te han convencido para que aceptes el libro de contabilidad de Felipe?
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Me lo han dicho Hernan y Susana.
Paula se tranquilizó un poco. Era agradable discutir con alguien próximo, pero que no pertenecía a la familia.
—No sé qué ha pasado, casi no he abierto la boca.
—Tu primer error.
Paula dejó escapar un bufido.
—Tendría que haber gritado para que me oyeran. No sé por qué dicen que es una reunión si lo único que hacen es discutir —dijo, y frunció el ceño—. Entonces, dejan de discutir y tú te das cuenta de que te han metido en el ajo. Y si tratas de decir que no, todos se echan sobre ti.
—Sé muy bien de qué hablas. Todavía no sé si meterme en negocios con Hernan fue cosa mía. Surgió la idea, se discutió, se votó y se aprobó. Y al día siguiente, ya estaba firmando no sé qué documentos.
Interesante, pensó Paula, estudiando el perfil de Pedro.
—No me pareces el tipo de persona que puede verse arrastrada a hacer lo que no quiere.
—Yo diría lo mismo de ti.
Paula reflexionó un momento.
—Tienes razón. El libro es fascinante, de todas formas, estoy deseando ponerme con él.
—Espero que no estés pensando en ocupar en él todo tu tiempo libre —dijo Pedro, jugueteando con los cabellos sueltos de Paula—. Yo quiero una parte para mí.
Paula se separó un poco.
—Te he dicho que no quiero.
—Lo que te pasa es que estás preocupada porque estás interesada —dijo Pedro, tomando su barbilla y girándole la cabeza para que lo mirase—. Me imagino que lo habrás pasado muy mal, por eso te dije que puedo esperar.
Paula lo miró con furia.
—No me digas cómo lo he pasado o lo he dejado de pasar. No te estoy pidiendo ni comprensión ni paciencia.
—Está bien.
Pedro la besó sin mediar palabra, con deseo incontenible, sin poder ser fiel a su intención de ser paciente. Y sus labios eran exigentes, ansiosos, irresistibles, Paula no pudo hacer nada para rechazarlo.
Las ascuas que habían ardido en su interior desde el primer beso se convirtieron en llamas. Paula se odió por su propia debilidad, pero no podía evitarlo y se dejó arrastrar.
Había probado lo que quería, se dijo Pedro besándola en el cuello, sumergiéndose en una oleada de deseo.
Pero aquel deseo tenía que esperar para ser satisfecho, porque Paula todavía no estaba lista.
—Ahora dime que no te importa, que no te afecta —murmuró Pedro, furioso consigo mismo por no tomar lo que sabía que era suyo—. Dime que no querías que te tocara.
—No puedo —exclamó Paula con desesperación.
Quería que la tocara, que le hiciera el amor, que la echara en el suelo y la amara salvajemente. Y, de ese modo, descargarla de responsabilidad, y de la sensación de vergüenza que solo la acobardaba.
—El deseo no basta —dijo y empujó a Pedro, poniéndose en pie—, nunca me bastará. Ya he deseado antes.
Estaba temblando y con los ojos llenos de lágrimas.
—Pero yo no soy Dumont —dijo Pedro—, y tú ya no eres una chiquilla de diecisiete años.
—Sé quién soy, pero no sé quién eres tú.
—Eso es una evasiva. Nos sentimos atraídos desde el primer momento.
Paula retrocedió, porque sabía que era cierto, y le daba miedo.
—Estás hablando de química.
—Tal vez esté hablando de destino —dijo Pedro con tranquilidad, y se levantó—.
Necesitas tiempo para pensar, y yo también. Te acompaño a casa.
Paula lo detuvo con un ademán.
—Puedo ir yo sola —dijo y salió corriendo.
Pedro masculló una maldición. Volvió a sentarse y encendió otro cigarro. No tenía sentido volver a casa, no podría dormirse.
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