viernes, 2 de agosto de 2019

CAPITULO 19 (QUINTA HISTORIA)




Una hora más tarde, Paula llegó al lugar. La casa la sorprendió. Era un encantador chalé de dos plantas, con contraventanas azules y maceteros llenos de flores en las ventanas. El césped estaba recién cortado y el cachorro correteaba de un lado a otro.


Pero lo que más la sorprendió fue el propio Pedro. Se quedó asombrada al verlo medio desnudo. Tenía un cuerpo precioso y ella, después de todo, era humana.


Pero lo que más la sorprendió fue lo que estaba haciendo.


Estaba inclinado sobre su hijo, en una tarima de madera a medio hacer. Tenía agarrada la mano de Kevin y Jazmin estaba a su lado, admirando el trabajo. Alex estaba sobre una tabla, manteniendo el equilibrio igual que si estuviera en la cuerda floja.


—¡Hola, Paula! Mira lo que hago —le dijo este cruzando de un lado a otro de la tabla.


—Muy bien —dijo Paula.


—Estoy en la pista central, y sin red.


—Mamá, estamos haciendo una tarima —dijo Kevin y, mordiéndose el labio, clavó otra punta—. ¿Ves?


—Sí, muy bien —dijo Paula, que tuvo que agacharse para acariciar al cariñoso cachorro, que le daba la bienvenida.


—Y luego voy yo —dijo Jazmin, mirando a Pedro—. ¿A que sí?


—Claro que sí.


—Bueno, capitán, adelante con ese clavo.


Kevin, con una mueca de esfuerzo, logró que la punta traspasara la tabla.


—He puesto yo toda la tabla, mamá —dijo Kevin, mirando a su madre con orgullo—. Cada uno hacemos una tabla.


—Vaya, parece que estáis haciendo un buen trabajo —dijo Paula, mirando a Pedro—. Y es difícil.


—Solo hace falta mano firme y buen ojo. Bueno, muchachos, ¿dónde está la próxima tabla?


—¡Vamos! —dijeron Alex y Kevin al unísono.


Paula observó el proceso. Pedro colocó la nueva tabla en su sitio, ayudándose con un taco de madera. Cuando quedó satisfecho con la posición, Jazmin se puso delante de él.


Pedro agarró las manos de la niña y la ayudó con el martillo.


—Mantén el ojo en el blanco —dijo Pedro, mientras con pequeños golpes introducía el clavo—. Tengo sed. ¿Vosotros no, compañeros?


—Me muero de sed —dijo Alex poniéndose las manos en el cuello y poniendo ronca la voz.


Pedro clavó la siguiente punta.


—Hay limonada en la nevera. Si alguien quiere traerla…


Cuatro pares de ojos se volvieron hacia ella y Paula tuvo que ir por la limonada.


Ya que no iba a trabajar de carpintera, tendría que hacerlo de ayudante.


—De acuerdo —dijo y cruzó la parte terminada de la tarima para ir a la cocina.


Pedro no dijo nada, se limitó a esperar.


Segundos después, desde el interior de la casa les llegó un aullido de lobo, seguido de un grito sordo. Pedro sonrió, y oyó la bienvenida del loro: «Eh, cariño, ¿quieres una copa? Adelante, nena». Cuando el loro se puso a entonar No hay nada como una mujer, los niños estallaron en carcajadas.


Unos minutos después, Paula salió llevando una bandeja de bebidas. La dejó en la tarima y miró a Pedro.


—Bogart, canciones y poesía. Menudo pajarraco —dijo.


—Le gustan las mujeres bonitas —dijo Pedro, bebiendo medio vaso de limonada de un trago—. No lo culpo.


—Tía Coco dice que Pedro necesita una mujer —dijo Alex, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. No sé por qué.


—Para dormir con él —dijo Jazmin. Pedro y Paula se quedaron de piedra—. Los mayores se sienten muy solos de noche y tienen que dormir con alguien. Igual que papá y mamá. Yo tengo mi osito —dijo—, así no estoy sola.


—Hora de descansar —dijo Pedro, conteniendo la risa a duras penas—. Chicos, ¿por qué no lleváis a Perro a dar un paseo?


La idea encontró general aprobación y los niños salieron corriendo.


—Cómo son los niños —dijo Pedro—. Los mayores se sienten solos…


—Estoy segura de que Jenny puede prestarte su osito —dijo Paula apartándose, como si quisiera estudiar la casa—. Es muy bonita, Pedro. Es acogedora.


—Te esperabas un desastre de casa, ¿no? Una especie de cabaña.


Paula sonrió.


—Algo así. Tengo que darte las gracias por pasar el día con Kevin.


—Los tres van juntos a todas partes.


—Sí, es verdad.


—Me gusta su compañía —dijo Pedro, sentándose en la tarima y cruzando las piernas—. El niño tiene los mismos ojos que tú.


Paula dejó de sonreír.


—No, los de Kevin son marrones —dijo—, como los de su padre.


—No me refiero al color, sino a la mirada. ¿Cuánto le has contado?


—Pues… —dijo Paula, y adoptó una actitud defensiva—. No he venido a hablar de mi vida contigo.


—¿Y a qué has venido?


—¿Por los niños y a revisar los libros contigo?


—¿Los has traído? —dijo Pedro con una sonrisa.


—Sí. He examinado el primer trimestre. Vuestros gastos fueron superiores a los ingresos, aunque conseguisteis efectivo con las reparaciones. Pero hay una factura impagada pendiente desde febrero —dijo Paula, y sacó de su cartera, que había dejado junto a la tarima al llegar, unas hojas llenas de cifras, impresas en ordenador —. Un tal señor Jacques LaRue, mil doscientos dólares.


—LaRue ha tenido un año terrible —dijo Pedro, sirviéndose más limonada—. Hernan y yo estuvimos de acuerdo en darle más tiempo.


—El negocio es vuestro, claro. Lo normal es poner intereses a partir de los treinta días de la fecha de pago.


—Lo normal en esta isla es mantener un trato amistoso.


—Como queráis —dijo Paula, ajustándose las gafas—. Ahora, como puedes ver, he ordenado los gastos en apartados distintos…


—¿Ese perfume es nuevo?


Paula lo miró.


—¿Qué?


—Llevas otro perfume, tiene un poco de jazmín.


—Coco me lo ha regalado.


—Me gusta —dijo Pedro, y se inclinó hacia delante—. Mucho.


—Bueno —dijo Paula, aclarándose la garganta—. Y aquí están los ingresos. He contabilizado los ingresos de las entradas mensualmente. Me he dado cuenta de que los clientes del hotel tienen descuento.


—Nos pareció justo y un buen negocio además.


—Sí, es muy buen negocio. El ochenta por ciento de los clientes del hotel hacen el paseo y… ¿Tienes que sentarte tan cerca?


—Sí. ¿Cenamos juntos?


—No.


—¿Tienes miedo de estar a solas conmigo?


—Sí. Ahora, como puedes ver, en marzo vuestros ingresos empezaron a subir…


—Tráete al chico.


—¿Qué?


—Que venga Kevin. Os llevaré a un restaurante que conozco, a comer ostras — dijo Pedro—. No puedo decir que alcancen el refinamiento de la comida de Coco, pero el sitio es muy pintoresco.


—Ya veremos.


—Ajá. Ya veo, eres una madre autoritaria.


Paula suspiró y se encogió de hombros.


—De acuerdo. A Kevin le encantaría.


—Bien —dijo Pedro, y se dispuso a clavar otra punta—. Esta noche, entonces.


—¿Esta noche?


—¿Por qué esperar? Llama a Susana y dile que le llevamos a los niños.


—Bueno, por qué no —dijo Paula.


Pedro le daba la espalda y lo único que ella podía hacer era fijarse en la tensión de sus músculos mientras clavaba la punta. Ignoró sus temores y recordó que su hijo actuaría de carabina.


—Nunca he comido ostras —dijo.


—Pues ha llegado el momento.




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