sábado, 3 de agosto de 2019
CAPITULO 21 (QUINTA HISTORIA)
Para sorpresa de Paula, así fue. No era una sorpresa que Kevin dejara el plato limpio, estaba creciendo y necesitaba comer, pero Pedro comió plato y medio sin pestañear.
—¿Siempre has comido así? —le preguntó Paula una vez en el coche.
—No. Aunque siempre he querido. Cuando era niño nunca me sentía lleno — probablemente porque no había bastante comida—. En el mar, aprendes a comer cualquier cosa, y en grandes cantidades.
—Tendrías que pesar cien kilos.
—Alguna gente quema lo que come —dijo Pedro, mirando a Paula a los ojos—. Como tú. Toda esa energía nerviosa consume tus calorías.
—No estoy tan delgada.
—No, pero es lo que yo pensaba hasta que te abracé. Eres muy suave cuando te aprietas contra un hombre.
Paula le indicó que se callara y miró hacia el asiento trasero.
—Se ha dormido en cuanto hemos arrancado —dijo Pedro. Efectivamente, Kevin estaba echado en el asiento, con la cabeza apoyada en los brazos y durmiendo —. Aunque no sé qué daño puede hacerle saber que un hombre se interesa por su madre.
—Es un niño —dijo Paula—. No quiero que piense que soy…
—¿Humana?
—No es asunto tuyo. Es mi hijo.
—Sí, y lo has educado muy bien —dijo Pedro.
Paula lo miró con cautela.
—Gracias.
—No me las des. Es un hecho. Es difícil educar a un niño, y más si estás sola. Tú lo has hecho muy bien.
Era imposible enfadarse con él, sobre todo recordando lo que Coco le había contado de él.
—Perdiste a tu madre cuando eras pequeño… Me lo ha dicho Coco.
—Veo que Coco ha dicho muchas cosas.
—No pretendía hacer nada malo, ya sabes cómo es, se preocupa mucho por la gente y quiere verlos…
—¿Alineados de dos en dos? Sí, la conozco. Te ha traído aquí para mí.
—¿Que ha…? ¡Eso es ridículo!
—Sí, casi tiene unas fechas previstas.
—Es una suerte que estés avisado —dijo Paula con indignación.
—Pues sí. Lleva meses cantando tus alabanzas. Y la verdad es que casi superas tu propia publicidad.
Paula lo miró y le hizo un gesto de que se callara. Su sonrisa, y la situación, transformaron su indignación en alegría.
—Gracias —dijo, estirando las piernas, decidida a relajarse—. Odiaría decepcionarte. Me han dicho que eres misterioso, romántico y encantador. Casi superas tu propia publicidad —dijo Paula.
—Nena… —replicó Pedro, tomando su mano y besándola—, puedo ser mucho mejor.
—Seguro que puedes —dijo Paula apartando la mano, queriendo evitar el estremecimiento que el beso le causó—. Si no me cayera tan bien, estaría molesta, pero es tan amable.
—Tiene un gran corazón. Cuando era pequeño, pensaba que me gustaría que fuera mi madre.
Antes de poder resistirlo, Paula le acarició una mano.
—Tiene que haber sido muy duro perder a tu madre siendo niño.
—No importa, fue hace mucho tiempo —dijo Pedro, e hizo una pausa—. Me acuerdo de cuando veía a Coco en el pueblo, o en Las Torres, era una mujer espléndida, parecía una reina, y nunca se sabía de qué color iba a tener el pelo a la semana siguiente.
—Hoy lo tiene castaño —dijo Paula.
—La primera mujer de la que me enamoré. Vino a casa un par de veces, a leerle la cartilla a mi padre porque bebía mucho. Supongo que pensaba que si estuviera sobrio no me pegaría —dijo Pedro, y miró a Paula a los ojos—. Supongo que también te lo ha dicho.
—Sí —dijo Paula, y apartó la mirada—. Lo siento, Pedro. Odio que la gente hable de mí, por muy buenas intenciones que tenga. Me parece algo demasiado íntimo.
—Yo no soy tan sensible. Todo el mundo sabe cómo era mi padre —dijo Pedro, que recordaba muy bien las miradas de compasión, los comentarios—. Entonces me molestaba, pero ya no.
—¿Las visitas de Coco… sirvieron de algo?
Pedro guardó silencio unos instantes, con la vista fija en la carretera.
—Mi padre le tenía miedo, así que, cuando se iba, me pegaba más fuerte que nunca.
—Dios mío.
—Pero no quiero que lo sepa.
—No —dijo Paula, tragando saliva—, no le diré nada. Por eso te fuiste, ¿verdad? Para escapar de él.
—Era una de las razones —dijo Pedro y miró a Paula—. Si hubiera sabido que te conmovería tanto que me dieran una torta de vez en cuando, te lo habría dicho antes.
—No es para reírse —dijo Paula con rabia—. No hay excusa para tratar así a un niño.
—Eh, que ya lo he superado.
Paula se lo quedó mirando.
—¿Has dejado de odiarlo?
—No —dijo Pedro—. Pero he dejado de darle importancia, y creo que es lo mejor.
Al cabo de un rato, llegaron a Las Torres. Pedro detuvo el coche.
—Si alguien te hace mucho daño, un daño permanente, la mejor venganza es que te importe lo menos posible.
Paula lo miró.
—Estás hablando del padre de Kevin, y no es lo mismo. Yo no era un niño indefenso.
—Depende de dónde traces la línea —dijo Pedro, y se bajó del coche—. Yo llevaré a Kevin.
—No tienes por qué —dijo Paula apresurándose a llevar a su hijo, pero Pedro lo sostenía ya en sus brazos.
Permanecieron allí de pie unos momentos, en las últimas luces del día, con el niño, que apoyaba la cabeza en el hombro de Pedro, entre ellos. Paula acarició a su hijo.
—Ha sido un día muy largo para él.
—Y para ti, Paula. Tienes ojeras. Como seguramente eso significa que anoche dormiste tan poco como yo, me alegro de verlas.
Era duro, pensó Paula, muy duro, mantenerse firme frente a la corriente que la empujaba hacia él.
—No estoy preparada, Pedro.
—Algunas veces se levanta un viento y nos lleva. No estás preparado, pero, si tienes suerte, acaba por dejarte en un sitio mucho mejor del que estabas.
—No me gusta depender de la suerte.
—No importa, a mí sí —dijo Pedro, y llevó al niño hacia la casa.
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