sábado, 3 de agosto de 2019
CAPITULO 22 (QUINTA HISTORIA)
—No sé por qué hay que armar tanto jaleo —masculló El Holandés, preparando una crema para su pastel especial sorpresa.
—Teo St. James II es miembro de la familia.
Coco estaba muy agitada desde que aquella mañana se pusiera la crema de pepinos, lo que le hizo retrasar todo su horario.
—Y presidente de los hoteles St. James —dijo comprobando la temperatura del guisado de cordero—. Y es la primera vez que viene a Las Torres. Es importante que todo salga bien.
—Sí, un rico bastardo a ver a los esclavos que le están haciendo más rico.
—¡Señor Van Home! —exclamó Coco, que después de seis meses, sabía que no debía sorprenderse por lo que dijera aquel hombre, pero…—. Conozco al señor St. James desde… bueno, hace muchos años. Puede asegurarle que es un hombre de negocios con mucho éxito y un gran trabajador, no un explotador.
El Holandés dio un bufido y miró a Coco. La verdad era que se había puesto muy guapa.
Llevaba un vestido de seda gris brillante y delicado, que dejaba al descubierto gran parte de sus piernas, que no estaban nada mal. Tenía las mejillas sonrosadas, pero no era por el calor de la cocina.
—¿Qué pasa? ¿Es su novio?
El rosa de las mejillas se convirtió en rojo vivo.
—Por supuesto que no. Una mujer de mi… experiencia no tiene novios —dijo Coco, y se miró de reojo en la puerta de vidrio de uno de los hornos—. Admiradores, quizá.
¡Admiradores! ¡Ja!
—Me han dicho que ha estado casado cuatro veces y les paga a sus ex mujeres bastante dinero para equilibrar la deuda nacional. ¿Quiere ser la quinta?
Coco se llevó la mano al corazón, no sabía qué decir.
—Es usted… imposible, y grosero.
—Eh, que a mí no me importa que quiera pescar un pez gordo.
Coco profirió una exclamación. Aunque tenía temperamento, era, después de todo, una mujer educada, pero no pudo evitar abalanzarse sobre aquel hombre con la intención de clavarle las uñas.
—¡No pienso tolerar sus insultos!
—¿No? ¿Y qué va a hacer al respecto?
Coco se puso de puntillas, hasta que quedaron nariz con nariz.
—Lo despediré.
—Me rompe el corazón. Adelante, preciosa, deme la patada y a ver cómo se las arregla con la cena de esta noche.
—Le aseguro que saldremos adelante —dijo Coco, el corazón le palpitaba con tanta fuerza que pensaba que iba a saltarle del pecho.
—Y un cuerno —dijo El Holandés. Odiaba el perfume de Coco, porque se le hacía la boca agua—. Cuando llegué aquí, lo único que sabían era hervir el agua.
Coco no podía respirar.
—Esta cocina no lo necesita, señor Van Home. Y yo tampoco.
—Usted sí me necesita y mucho.
¿Cómo había llegado a ponerle las manos sobre los hombros? ¿Por qué sentía sus senos apretándose contra su pecho? Al infierno con todo, había que darle su merecido de una vez por todas.
Coco puso los ojos como platos cuando El Holandés la besó, de forma arrebatadora. Todo su mundo, tan seguro, tembló bajo sus pies. Por eso, por supuesto, solo por eso, le echó los brazos al cuello.
Le daría una bofetada, sin dudarlo.
Pero luego.
Malditas mujeres, pensó El Holandés. Malditas fueran todas las mujeres. Sobre todo las altas, llenas de curvas y con labios que sabían a… a guindas. Siempre había tenido debilidad por las guindas.
La apartó de sí, pero siguió agarrando sus hombros.
—Vamos a dejar algo claro…
—Cómo se atreve a… —dijo Coco al mismo tiempo.
Los dos se separaron como niños culpables cuando la puerta de la cocina se abrió.
Paula se quedó de piedra, boquiabierta, en el umbral. No podía haber visto lo que había visto.
Coco estaba comprobando el guisado y El Holandés haciendo una crema. No podían estar… abrazados. Pero a los dos se les habían subido los colores.
—Perdón —dijo—. Siento…
—Oh, Paula, querida —dijo Coco, aturdida y retocándose el peinado. Estaba temblando, de vergüenza, se dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Solo quería comprobar los gastos de la cocina contigo —dijo Paula, que no dejaba de mirar a El Holandés y a Coco. La tensión era tan fuerte que el aire se podía cortar con un cuchillo—. Pero si estás ocupada, podemos hacerlo después.
—Tonterías —dijo Coco, limpiándose el sudor de las manos en el delantal—. Solo un poco frenéticos preparando la llegada de Teo.
—¿Teo? Oh, me había olvidado. Llega el padre de Teo —dijo Paula, y comenzó a retroceder—. Entonces no es necesario que…
—No, no —«Oh, Dios», pensó Coco, «no me dejes»—. Es la ocasión perfecta. Aquí todo está bajo control. Vamos a tu despacho si quieres —dijo tomando a Paula del brazo—. El señor Van Home puede ocuparse de todo.
Salieron al pasillo. Coco se agarraba a Paula como a un salvavidas en medio de una tormenta.
—Detalles, detalles —decía—. Cuanto más te ocupas de ellos, más aparecen.
—Coco, ¿estás bien?
—Oh, por supuesto —dijo Coco, pero sostuvo una mano sobre su corazón—. Solo he tenido un pequeño contratiempo con el señor Van Home, pero no pasa nada. ¿Cómo van tus cuentas, querida? Espero que encuentres tiempo para ocuparte del libro de Felipe.
—Pues ya he…
—No queremos que trabajes demasiado —dijo Coco. Le daba vueltas la cabeza, de modo que no escuchaba una palabra de lo que le decía Paula—. Queremos que te encuentres a gusto en esta casa, que disfrutes, que descanses. Después de lo agitado que fue el año pasado, todos queremos tranquilizarnos y descansar. No creo que podamos soportar más crisis…
—¿Que no tengo reserva? ¡Es un escándalo!
Coco se detuvo en seco, y el rosa de sus mejillas se transformó en blanco al escuchar aquella voz airada.
—Dios mío, no, no puede ser.
—¿Coco? —dijo Paula apretando el brazo de su amiga. Estaba temblando, y se preguntó si podría sostenerla si se desmayaba.
—Jovencito —dijo la misma voz, cada vez más alto—. ¿Sabe quién soy yo?
—La tía Carolina —susurró Coco, suspiró profundamente y se encaminó, armada de valor, al vestíbulo.
—¡Tía Carolina! —dijo con un tono completamente distinto—. ¡Qué sorpresa!
—No me digas que te alegras de verme —dijo Carolina, aceptando el beso de su sobrina. Era una anciana alta, delgada y formidable. Llevaba un vestido de seda de color crudo y un collar de perlas tan blancas como sus cabellos—. Ya veo que habéis llenado esto de extraños. Habría sido mejor quemarlo. Dile a este insolente que suba mis maletas.
—Claro —dijo Coco, llamando a un botones—. En el ala de la familia, segunda planta, primera habitación a la derecha.
—Y no le dé ningún golpe a las maletas, joven —dijo Carolina, dando unos golpes en el suelo con su bastón dorado—. ¿Quién es esta? —preguntó, refiriéndose a Paula.
—¿Se acuerda de Paula, tía Carolina, la hermana de Samuel? La conoció en la boda de Amelia.
—Sí, sí —dijo la tía Carolina sin dejar de mirar a Paula—. Tienes un hijo, ¿no?
En realidad, sabía todo lo que hacía falta saber respecto a Kevin.
—Sí. Me alegro de verla, señora Calhoun.
—Pues debes de ser la única —dijo la tía Carolina, e ignorando a las dos, se acercó al retrato de Bianca y estudió las esmeraldas que brillaban en la urna. Suspiró, pero tan calladamente que nadie la oyó.
—Necesito un coñac, Cordelia, antes de ver qué habéis hecho con este sitio.
—Claro. Ahora mismo vamos al ala de la familia. Paula, por favor, únete a nosotras.
Era imposible negarse. Coco se lo suplicaba con la mirada.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario