lunes, 5 de agosto de 2019
CAPITULO 28 (QUINTA HISTORIA)
Su silueta se recortaba en el jardín, iluminado por la luz de la luna.
—Estás complicando las cosas, Pedro.
—Simplificándolas —corrigió Pedro—. No hay nada más sencillo que un paseo a la luz de la luna.
—Pero tú no esperas que todo se quede en esto.
—No. Pero seguimos yendo a tu ritmo, Pau —dijo Pedro, y se llevó la mano de Paula a los labios; Luego empezaron a ascender por la colina—. Necesito estar contigo. Es un fastidio, pero no puedo evitarlo, así que me he dicho, ¿por qué no, en vez de luchar contra ello, dejarse llevar?
—No soy una mujer sencilla —dijo Paula. Ojalá pudiera serlo, aunque solo fuera por aquella noche—. Tengo recuerdos, y rencores e inseguridades. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaban ahí hasta que te he conocido, pero no quiero que vuelvan a hacerme daño.
—Nadie va a hacerte daño —dijo Pedro, y le puso un brazo sobre los hombros—. Mira qué grande está la luna. ¿Ves Venus y la pequeña estrella que lo guía? Y Orión, ¿lo ves? —dijo tomando la mano de Paula y trazando las estrellas como había trazado la travesía sobre la carta marina.
—Sí.
Paula observó sus manos unidas, trazando caminos en las estrellas mientras la brisa ascendía desde el mar y movía las flores que crecían en las rocas.
Romántico, misterioso, había dicho Coco. Y lo era, y Paula se dio cuenta de que era mucho más sensible a aquellas cualidades de lo que ella había sospechado.
Sentía su cálido y fuerte cuerpo contra ella. Su sangre latía a toda velocidad.
Se sentía viva. El viento, el mar y el hombre que tenía a su lado, la hacían sentirse muy viva.
Y tal vez hubiera algo más: los fantasmas de los Calhoun. Las colinas parecían invitar a los espíritus a caminar llenando el aire de un amor que duraría para siempre.
—Escucha —dijo Pedro con un murmullo—. Cierra los ojos y escucha, y podrás oír cómo respiran las estrellas.
Paula obedeció y escuchó el susurro del aire, y el de su propio corazón.
—¿Por qué me haces sentir así?
—No tengo respuesta. No todo se resuelve con la lógica —dijo Pedro, y como necesitaba ver el rostro de Paula, hizo que girase la cabeza—. ¿Qué tal el dolor de cabeza?
—Ya no me duele, casi.
—No, no abras los ojos —dijo Pedro y, suavemente, la besó en los ojos, y luego en
todo el rostro—. Bésame tú.
¿Cómo podía no hacerlo, pensó Paula, cuando la boca de Pedro era tan tentadora?
Se rindió y se dejó llevar por su corazón. Solo aquella noche, se dijo.
Aquel ligero cambio casi deshizo a Pedro. Paula temblaba entre sus brazos, suplicante, y sus besos, vacilantes, lo excitaban. Le costó toda su fuerza de voluntad no tirar de ella y estrecharla entre sus brazos.
Sabía que ella no se resistiría. Quizá, desde el principio, sabía que el embrujo de aquellas colinas se apoderaría de ellos, los seduciría… y le recordaría que debía cuidar de ella.
—Te deseo, Paula —dijo, y la besó en el cuello—. Te deseo tanto que me duele.
—Lo sé. Ojalá… —dijo Paula, apoyando la cabeza en el hombro de Pedro—. No estoy jugando, Pedro.
—Lo sé —dijo Pedro, acariciándole el pelo a Paula—. Sería más fácil si así fuera, porque yo conozco todas las reglas. Y cómo romperlas —dijo Pedro suspirando, y la besó—. Esos ojos tuyos lo hacen muy difícil para ti —dijo, y retrocedió—. Creo que será mejor que te acompañe a casa.
—Pedro —dijo Paula, apoyando una mano sobre el pecho de Pedro—. Eres el primer hombre que me ha hecho… con el que he querido estar desde que nació Kevin.
Algo brilló en los ojos de Pedro, algo salvaje y peligroso.
—¿Y crees que saber eso me lo pone más fácil? —dijo—. Paula, me estás matando —añadió a punto de estallar.
—No sé qué hacer —dijo Paula con la respiración entrecortada—. Nunca he pasado por esta situación.
—Sigue así —dijo Pedro—, y vamos a acabar en la cama esta misma noche.
Paula se estremeció, pero se sintió culpable.
—Solo quiero ser sincera.
—Pues intenta mentir, para que me sea más fácil.
—Sé mentir, pero no me parece honesto no decirte lo que siento.
Volvieron caminando hacia Las Torres y oyeron los gritos antes de llegar al jardín.
—Coco —dijo Paula.
—Y El Holandés —dijo Pedro, y apretando la mano de Paula, aceleró el paso.
—Eso es insultante y asqueroso —exclamaba Coco, tenía los brazos en jarras y miraba a El Holandés con orgullo.
El Holandés tenía los brazos cruzados. Unos brazos enormes sobre un cuerpo enorme.
—Vi lo que vi y he dicho lo que he dicho.
—Yo no estaba pegada a Teo como una… como una…
—Como una lapa —dijo El Holandés con desprecio—. Como una lapa a la quilla de un yate.
—Estábamos bailando.
—¡Ja! Eso es lo que tú dices. Yo lo llamaría de otra forma. Donde yo vengo lo llaman…
—¡Holandés! —exclamó Pedro.
—Tenías que hacer una escena —dijo Coco, mortificada, alisándose la falda del vestido.
—Eres tú la que estaba haciendo una escena, con ese tipejo delgaducho. Pero claro, como es rico, has tonteado lo que has querido.
—¿Tonteado? —dijo Coco, enfurecida—. Yo no he tonteado en mi vida. Señor, es usted despreciable.
—Yo le enseñaré lo que es ser despreciable, señora.
—¡Callad de una vez! —dijo Pedro, interponiéndose entre ellos—. Holandés, ¿qué demonios te pasa? ¿Estás borracho?
—Un par de copas de ron nunca me han hecho ningún daño —dijo El Holandés, mirando a Pedro con enfado—. La culpa la tiene ella. No te metas en esto, muchacho, todavía tengo un par de cosas que decir.
—No, ya has terminado —dijo Pedro.
—No os metáis en esto —dijo Coco. Estaba sofocada, pero su actitud era digna como la de una reina—. Prefiero arreglar esto a solas con él.
Paula le agarró el brazo con suavidad.
—Coco, ¿no crees que deberías entrar?
—No —dijo Coco con tranquilidad—. Ahora, querida, marchaos. El señor Van Home y yo preferimos hablar de esto a solas.
—Pero…
—Pedro —dijo Coco—, llévate a Paula.
—Sí, señora.
Pedro condujo a Paula a las puertas de la terraza.
—¿Estás seguro de que podemos dejarlos solos?
—¿Quieres meterte en medio de eso?
Paula volvió a mirar al lugar donde sucedía la escena.
—No, me parece que no —dijo.
—Bueno, señor Van Home —dijo Coco cuando se aseguró de que volvían a estar solos—. ¿Tiene algo más que decir?
—Muchas cosas —dijo El Holandés, preparándose para la batalla—. Dile a ese ricachón que no vuelva a tocarte.
—¿Y si no quiero?
El Holandés aulló como un lobo desafiando a su pareja, pensó Coco.
—Le romperé los brazos.
Oh, Dios mío, se dijo Coco, oh, Dios mío.
—¿De verdad?
—Ponme a prueba —dijo El Holandés sacudiendo a Coco, que se dejó estrechar entre sus brazos.
Aquella vez, Coco estaba preparada para el beso y dejó que sucediera. Cuando se separaron, los dos estaban sin aliento y asombrados.
Algunas veces, se dijo Coco, era la mujer la que tenía que dar el primer paso. De modo que se humedeció los labios y tragó saliva.
—Mi habitación está en la segunda planta.
—Sé muy bien dónde está —dijo El Holandés con media sonrisa—. La mía está más cerca —dijo, y estrechó a Coco entre sus brazos. Igual que un pirata a su prisionera, pensó Coco con placer.
—Eres una mujer preciosa, Coco.
Coco se llevó la mano al corazón.
—¡Oh, Niels!
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario