martes, 6 de agosto de 2019
CAPITULO 31 (QUINTA HISTORIA)
Era un placer conducir bajo el agua. La lenta pero persistente lluvia tenía a la mayoría de los turistas recluidos en el interior de sus alojamientos o disfrutando de actividades de interior. Algunos, sin embargo, paseaban por las calles, mirando escaparates. El mar, en la Bahía del Francés, era de color gris, y los mástiles de los barcos llenaban el puerto.
Se oía, de vez en cuando, el sonido de las sirenas de los barcos. Las nubes estaban muy bajas, y era como si la isla entera estuviera cubierta por una manta. Se sintió tentada de seguir conduciendo, de seguir la sinuosa carretera que llevaba al Parque Nacional de Acadia o la que bordeaba la costa.
¿Por qué no? Tal vez lo hiciera al final del día, una vez finalizado el trabajo, y tal vez invitara a Pedro a ir con ella.
Pero no vio su coche en el embarcadero. Era ridículo decirse que no le importaba verlo o no, pensó, porque le importaba mucho. Quería verlo, observar su mirada profunda, fija en ella, el modo en que ponía los labios al sonreír.
Tal vez hubiera aparcado al volver la esquina.
Salió del coche y se dirigió a la oficina, pero estaba vacía.
Se llevó una gran decepción. No se había dado cuenta de lo mucho que le importaba verlo hasta que no lo vio. Entonces, desde la parte de atrás, oyó el lejano zumbido de una radio. Había alguien en el taller, probablemente haciendo reparaciones, ya que el mar estaba demasiado encrespado para navegar.
No quería ir a ver quién era, se dijo con firmeza.
Había ido solo por motivos de negocios, de modo que dejó la hoja contable sobre la atestada mesa de la oficina.
Pero, a un nivel puramente práctico, tenía que hablar con Hernan, o con Pedro, del segundo trimestre y de los proyectos para el próximo año.
Miró a su alrededor. En aquel lugar había un desorden que no podía comprender.
¿Cómo se podía trabajar, cómo podía uno concentrarse en semejante lío?
Le dieron ganas de ponerse a ordenarlo todo, pero dio media vuelta y se acercó a los armarios archivadores. Buscaría lo que necesitaba y, por curiosidad, iría al taller.
Cuando oyó la puerta abierta, dio media vuelta, lista para sonreír, pero en la puerta había un extraño.
—¿En qué puedo ayudarlo?
El hombre entró y cerró la puerta a sus espaldas.
—Hola, Paula.
Por un instante, el tiempo se paró, luego retrocedió, en cámara lenta, cinco, seis, diez años atrás, a un tiempo en el que era joven e ingenua, y creía en el amor a primera vista.
—Bruno —susurró.
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