sábado, 10 de agosto de 2019
CAPITULO 45 (QUINTA HISTORIA)
El sol se había puesto cuando Pedro volvió a casa. Había engrasado un motor y reparado un casco, pero seguía de mal humor.
Recordó una cita, de Horacio, acerca de que la ira era una locura momentánea. Si no se encontraba el modo de dominar la locura momentánea, se acababa en una habitación acolchada. Una imagen muy poco agradable.
El único modo de salir de allí, tal como él lo veía, era enfrentarse a ella. Y a Paula. E iba a hacer ambas cosas en cuanto limpiara la casa.
—Tendrá que tratar conmigo, ¿no? —le dijo a Perro, mientras el animal saltaba del asiento trasero—. Hazte un favor, Perro, y aléjate de las chicas listas con más cerebro que sentido común.
Perro movió la cola y fue a regar las plantas.
Pedro cerró el coche de un portazo y se dirigió a la casa.
—¿Alfonso?
Se detuvo y miró hacia la puerta.
—Sí.
—¿Pedro Alfonso?
Vio al hombre aproximarse hacia él. Un gorila con pantalones vaqueros. Tenía cara de bruto, andaba con las piernas separadas y llevaba una gorra de béisbol calada hasta las cejas.
Pedro lo reconoció. Lo había visto antes. Era especialista en crear problemas allí donde estuviera.
—Exacto. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada —dijo el hombre sonriendo—. Soy yo el que puedo hacer algo por usted.
Lo agarraron por detrás, retorciéndole los brazos. Vio el primer golpe, pero no pudo hacer nada por esquivarlo y recibió un puñetazo en el estómago. Le dolió mucho y empezó a ver doble. El segundo puñetazo le dio en la mandíbula.
Gimió y se inclinó hacia delante.
—Igual que una niña. Y se suponía que era duro —dijo el que lo agarraba. Con un rápido movimiento, levantó la cabeza y le dio en la nariz. Luego, apoyándose en aquel hombre, levantó ambos pies y golpeó al gorila.
El hombre a su espalda se puso a maldecir, pero aflojó los brazos lo suficiente para que Pedro se soltara. Solo tuvo unos segundos para juzgar a sus oponentes.
Vio que los dos estaban tocados, uno se quejaba, sangrando por la nariz, y el otro trataba de recobrar el aliento. Pedro golpeó al que tenía detrás con el codo y tuvo el momentáneo placer de oír el choque del hueso contra el hueso.
Lo atacaron como perros.
Se había peleado durante toda su vida y sabía cómo no pensar en el dolor y seguir luchando. Saboreó su propia sangre y la cabeza le retumbó como la campana de una iglesia cuando le dieron un puñetazo en la mandíbula, luego le quemó el pecho al recibir otro en las costillas.
Pero seguía moviéndose, aunque lo estaban rodeando. Evitó un puñetazo en el cuello y lo devolvió a la mandíbula. Le dolieron los nudillos, pero era un dolor dulce.
Vio el movimiento por el rabillo del ojo y reaccionó. El golpe le dio en el hombro y le respondió con dos directos al cuello. El hombre acabó de rodillas en el suelo.
—Ahora solo estamos tú y yo —dijo Pedro limpiándose la sangre de la boca —. Venga, vamos.
Su oponente, pensó un instante, había perdido ventaja numérica y Pedro era como un lobo herido, que se defendía enseñando las mandíbulas. Había perdido a su socio, de modo que buscó una salida.
Pero vio algo que le llamó la atención.
Una de las tablas que todavía no estaban clavadas a la tarima. La agarró y sonrió, avanzando y esgrimiendo la tabla como si fuera un bate de béisbol. Pedro se agachó para evitar el golpe, pero la tabla lo golpeó en el hombro en el movimiento de vuelta.
Se abalanzó sobre su atacante y acabaron entrando en la casa de un empujón.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó Pájaro, agitando las alas—. ¡Todos a cubierta!
La mesita se rompió como si fuera de papel bajo el peso de los dos hombres.
Estaban enzarzados y trataban de golpearse.
Los muebles del salón iban cayendo uno a uno.
La mezcla de sudor, dolor y sangre, se vio enriquecida por algo más. Miedo.
Cuando Pedro lo reconoció, le subió la adrenalina, y usó aquella nueva arma con tan poca piedad como sus puños.
Agarró a su oponente por el cuello y apretó hasta estar a punto de ahogarlo.
—¿Quién te manda? —dijo Pedro, apretando los dientes y agarrando al hombre por el pelo, apretando su cuello contra el suelo.
—Nadie.
Pedro le dio la vuelta y le dobló el brazo.
—Te voy a romper el brazo, luego te romperé el otro y luego te romperé las piernas. ¿Quién te manda?
—Nadie —dijo, luego gritó cuando Pedro le apretó en los riñones con la rodilla—. ¡No sé cómo se llama! ¡Lo juro! —dijo, y volvió a gritar otra vez—. Un tío de Boston. Nos dio quinientos por darte una lección.
Pedro siguió sujetándolo.
—¿Cómo era?
—Alto, de pelo castaño, con un traje caro —balbució el hombre entre juramentos, incapaz de moverse sin que aumentara su dolor—. Me está rompiendo el brazo.
—Sigue hablando y no te romperé nada más.
—Cara bonita, como la de una estrella de cine. Dijo que teníamos que venir a darle una paliza, que nos pagaría el doble si acababa en el hospital.
—Me parece que te vas a quedar sin premio —dijo Pedro, le soltó el brazo y lo levantó apretándole el cuello—. Escucha lo que vas a hacer. Vas a volver a Boston y le vas a decir a tu amigo que sé quién es y dónde encontrarlo —dijo, y empujó al hombre contra la pared antes de sacarlo de su casa—. Dile que no se moleste en buscar protección, porque si decido que me apetece ir por él, no me verá llegar. ¿Te has enterado?
—Sí, sí.
—Ahora agarra a tu socio y empieza a correr.
El otro seguía en el suelo, con las manos en el cuello y haciendo muecas de dolor.
Con la mano en las costillas, Pedro los observó salir corriendo.
Entonces se quejó y, con gran dolor, volvió a entrar en su casa.
—Todavía no he empezado contigo —dijo Pájaro.
—Has sido de gran ayuda —masculló Pedro. Necesitaba hielo, un calmante y un trago de whisky.
Avanzó un paso, se detuvo, y maldijo cuando empezó a perder visión y le temblaron las piernas.
Perro apareció por una esquina y se acercó a los pies de Pedro.
—Solo un minuto —dijo Pedro, y la habitación giró ante sus ojos—. Oh, diablos —dijo, y se desmayó.
Perro le lamió la cara, luego se sentó y esperó.
Pero el olor de la sangre lo puso en alerta. Al cabo de unos momentos, salió corriendo.
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