jueves, 30 de mayo de 2019

CAPITULO 29 (PRIMERA HISTORIA)





Pedro se hallaba sentado junto al fuego donde Fred roncaba sobre el cojín rojo en su nueva casita. Se dio cuenta de que iba a echar de menos al diablillo. Aunque tuviera tiempo o ganas para tener una mascota en Boston, no tenía corazón para llevarse a Fred lejos de los niños, o de las mujeres.


Aquella tarde había visto a Paula llegar del trabajo y tirarle la pelota al cachorro en el patio. Había sido muy agradable oírla reír, verla luchar con el perro y los hijos de Susana.


Extrañamente, le recordaba la imagen que había tenido… «sueño» , se corrigió. El sueño que había tenido cuando su mente se puso a vagar la noche en que celebraron la sesión espiritista. 


Estaban Paula y él sentados en un porche soleado, observando a unos niños jugar en el patio.


Era una tontería, desde luego, pero aquella tarde en que permaneció en la puerta viéndola tirarle la pelota a Fred, algo le había atenazado el corazón.


Recordó que había sido una sensación positiva, hasta que ella se dio la vuelta y lo vio. La risa murió en sus labios y sus ojos adoptaron una expresión fría.


Se irguió y estudió las llamas en el fuego. Era una locura, pero todo en él deseaba que Paula volviera a encenderse, una última vez, que le lanzara un puñetazo, que lo insultara. La peor clase de castigo era su corrección constante y sin pasión.


La llamada a la puerta hizo que Fred emitiera un ladrido apagado en su sueño.


Cuando Pedro encontró a Paula del otro lado del umbral, sintió un aguijonazo de placer y angustia. En esa ocasión no iba a ser capaz de rechazarla. No podría decirle, ni convencerse a sí mismo, de que no era posible. Tenía que… 


Entonces la miró a los ojos.


—¿Qué ha pasado? —alargó la mano para consolarla, pero ella se apartó con rigidez.


—Nos gustaría que bajaras, si no te importa.


—Paula… —pero ella había empezado a alejarse con paso vivo para establecer cada vez más distancia. Las encontró a todas reunidas alrededor de la mesa del comedor, con los rostros serenos. Era lo bastante inteligente como para comprender que se enfrentaba a una única voluntad combinada. Las Chaves habían cerrado filas—. ¿Señoras?


Pedro, siéntese, por favor —Coco indicó la silla que tenía a su lado—. Espero que no lo hayamos importunado.


—En absoluto —miró a Paula.… pero ella tenía la vista clavada en la pared por encima de su cabeza—. ¿Vamos a celebrar otra sesión espiritista?


—Esta vez no —Lila asintió en dirección a Amelia—. ¿Amelia?


—De acuerdo —respiró hondo y sintió alivio cuando la mano de Susana apretó la suya por debajo de la mesa—. Pedro, hemos tratado la oferta que nos has hecho por Las Torres, y hemos decidido aceptarla.


—¿Aceptarla? —la miró sin comprender.


—Sí —Amelia se llevó la mano libre al estómago—. Siempre y cuando, por supuesto, dicha oferta siga en pie.


—Sí, desde luego —miró la habitación y posó la vista en Paula—. ¿Estáis seguras de que queréis vender?


—¿No era eso lo que querías? —la voz de Paula sonó seca—. ¿No viniste por eso?


—Sí —pero había recibido mucho más que lo que habla esperado—. Mi empresa estará encantada de comprar la propiedad. Pero… Quiero estar seguro de que todas estáis de acuerdo. Que es lo que deseáis. Todas.


—Todas lo hemos aceptado —Paula volvió a clavar la vista en la pared.


—Los abogados arreglarán los detalles —comenzó otra vez Amelia—. Pero antes de que les remitamos la negociación, me gustaría repasar los términos.


—Por supuesto —Pedro repitió el precio de compra; oírlo hizo que los ojos de Paula ardieran con lágrimas contenidas—. No hay motivo para que no podamos ser flexibles con el tiempo —continuó—. Comprendo que os gustaría realizar un inventario antes de… trasladaros —se recordó que era lo que ellas querían. Era un negocio. No tendría que hacerlo sentir como si fuera un insecto—. Si hay algo que pueda hacer para ayudaros…


—Ya has hecho suficiente —interrumpió Paula con frialdad—. Podemos cuidar de nosotras.


—Me gustaría añadir una condición —Lila se adelantó—. Estás comprando la casa, y la propiedad. No su contenido.


—No. Es natural que los muebles, las pertenencias familiares y las posesiones
personales permanezcan con vosotras.


—Incluido el collar —inclinó la cabeza—. Ya se encuentre antes de que nos marchemos, o después, el collar Chaves es de los Chaves. Lo quiero por escrito, Pedro. Si en algún momento durante la restauración de la casa se recupera el collar, nos pertenece a nosotras.


—De acuerdo —la cláusula iba a volver locos a los abogados, pero ese era su problema—. Me ocuparé de que se incluya en el contrato.


—La torre de Bianca —habló despacio, temerosa de que se le quebrara la voz —. Tened cuidado con lo que hacéis con ella.


—¿Qué os parece si bebemos un poco de vino? 
—Coco se levantó agitando las manos—. Deberíamos beber vino.


—Perdonadme —Paula se puso de pie lentamente, controlando el impulso de salir corriendo—. Si hemos terminado, creo que subiré. Estoy cansada.


Pedro quiso ir tras ella, pero Susana lo detuvo.


—No creo que sea receptiva en este momento. Iré yo.


Paula se dirigió a la terraza para apoyarse sobre la pared y dejar que el viento frío le secara las lágrimas. «Debería venir una tormenta» , pensó. 


Deseó que hubiera una tormenta, algo tan furioso y apasionado como su propio corazón.


Golpeó la pared con un puño y maldijo el día en que conoció a Pedro. No quería llevarse su amor, pero sí su hogar. Claro estaba que, si hubiera aceptado lo primero, correspondiéndolo, jamás habría podido llevarse lo segundo.


—Paula—Susana apareció para pasarle un brazo por los hombros—. Hace frío. ¿Por qué no vamos dentro?


—No es justo.


—No —se acercó más a su hermana—. No lo es.


—Él ni siquiera sabe lo que la casa significa para nosotras —se secó las lágrimas furiosa—. No puede entenderlo. Ni querría hacerlo.


—Es posible. Es posible que nadie pueda entenderlo, salvo nosotras. Pero no es su culpa, Paula. No podemos culparlo porque no seamos capaces de aguantar aquí —apartó la vista de los jardines que amaba y la clavó en los riscos que siempre la atraían—. Ya me marché de aquí una vez, parece que fue hace siglos, pero solo fue hace siete años. Casi ocho —suspiró—. Pensé que dejar la isla para ir a mi nuevo hogar en Boston era el día más feliz de mi vida.


—No tienes por qué hablar de ello. Sé que te duele.


—No tanto como dolió en el pasado. Estaba enamorada, Paula.… era una novia con el futuro en la palma de sus manos. Y cuando me di la vuelta para ver cómo Las Torres desaparecían a mi espalda, lloré como un bebé. Pensé que esta
vez sería más fácil —cerró los ojos ante la amenaza de las lágrimas—. Ojalá lo fuera. ¿Qué tiene este lugar que nos atrae tanto? —se preguntó.


—Sé que podemos encontrar otra casa —Paula tomó la mano de su hermana —. Sé que estaremos bien, que incluso seremos felices. Pero duele. Y tienes razón, no es culpa de Pedro. Pero…


—Hay que culpar a alguien —Susana sonrió.


—Me hizo daño. Odio reconocerlo, pero me hizo daño. Quiero ser capaz de decir que me instó a enamorarme de él. Incluso que dejó que me enamorara de él. Pero fui yo solita.


—¿Y Pedro?


—No está interesado.


—Por la forma en que te mira, diría que te equivocas.


—Oh, está interesado —comentó Paula con tono sombrío—. Pero en ello no tiene nada que ver el amor. Con educación se negó a aprovecharse de mi… mi falta de experiencia, tal como la llamó.


—Oh —Susana volvió a mirar en dirección a los riscos. Sabía que el rechazo era el cuchillo más afilado—. No es de mucha ayuda, pero podría haber sido más difícil para ti si él no hubiera sido… sensato.


—Es sensato, muy bien —reconoció con los dientes apretados—. Y al ser un hombre sensato y civilizado, le gustaría que fuéramos amigos. Incluso va a llevarme a cenar mañana para asegurarse de que no me muero por él y así poder regresar a Boston libre de culpa.


—¿Qué vas a hacer?


—Oh, saldré a cenar. Puedo ser tan condenadamente civilizada como él — adelantó el mentón—. Y cuando termine, va a lamentar haber puesto los ojos en Paula Chaves —giró hacia su hermana—. ¿Tienes todavía el vestido rojo de lentejuelas con un escote de pecado?


—Puedes apostarlo —la sonrisa de Susana se hizo más amplia.


—Vamos a ver cómo me queda.




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