lunes, 3 de junio de 2019
CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)
Ciertamente aquella antigua historia había gozado de una gran repercusión, reflexionó Paula mientras su tía se deshacía en elogios ante las prendas de lencería que le había comprado a su hermana. A principios de la segunda década del siglo XX, cuando la mansión de Bar Harbor se encontraba en su apogeo, Felipe Chaves había construido Las Torres a modo de opulenta residencia veraniega.
Allí, en los acantilados de la bahía del Francés, era donde había veraneado con su esposa Bianca y sus tres hijos, y organizado incontables fiestas para los miembros de la alta sociedad a la que pertenecían.
Y allí también había conocido Bianca a un joven artista. Se enamoraron. Al parecer, Bianca se había sentido desgarrada entre sus sentimientos y sus deberes conyugales. Su matrimonio, arreglado por sus padres, había sido un fracaso.
Finalmente, siguiendo los dictados de su corazón y decidida a abandonar a su marido, Bianca había preparado un valioso equipaje que incluía las esmeraldas que Felipe le había regalado con ocasión del nacimiento de su primer y de su segundo hijo. El escondrijo del famoso collar era un misterio y a que, según le leyenda, la propia Bianca se había arrojado al vacío desde lo alto de la torre, presa de la culpa y la desesperación.
Ahora, ochenta años después, el interés por aquel collar se había reavivado.
Mientras los últimos miembros de la dinastía Chaves buscaban alguna pista entre montañas de papeles antiguos, los periodistas y los cazadores de fortuna se habían convertido en una molestia cotidiana. Y Paula se lo había tomado muy mal.
La leyenda, y los protagonistas de la leyenda, pertenecían a su familia. Cuanto antes fuera localizado aquel collar, mejor para todos. Una vez que se resolviera el misterio, el interés no tardaría en evaporarse también.
—¿Cuándo regresa Teo? —le preguntó a su tía.
—Pronto —suspirando, Coco se alisó la camisa roja de seda—. Tan pronto como hay a terminado de arreglar sus cosas en Boston, se pondrá en camino. No soporta estar lejos de Catalina. Apenas habrá tiempo de empezar con las reformas del ala oeste antes de que se vayan de luna de miel —se le llenaron nuevamente los ojos de lágrimas.
—No empieces otra vez, tía Coco. Piensa en el fabuloso trabajo de catering que vas a desempeñar en el banquete de bodas. Te vendrá muy bien. Esta vez, el año que viene sí que podrás empezar tu nueva carrera como cocinera en El Refugio de Las Torres, el hotel más acogedor e íntimo de la cadena St. James.
—¿Te imaginas? —Coco se llevó una mano al pecho, emocionada.
De repente llamaron a la puerta. Fred, sobresaltado, comenzó a aullar.
—Quédate aquí y sigue imaginándotelo, tía Coco. Ya abro yo.
Bajó apresurada las escaleras, seguida de Fred.
Cuando el perrillo volvió a tropezar, Paula lo alzó en brazos, riendo, y abrió la puerta.
—¡Usted!
El tono de su voz asustó al pobre Fred. Pero no al hombre que había aparecido en el umbral, sonriente.
—El mundo es un pañuelo.
—Me ha seguido.
—Oh, no. Aunque no me habría disgustado hacerlo. Me llamo Alfonso. Pedro Alfonso.
—No me importa cómo se llame usted, porque y a puede dar media vuelta y seguir su camino —se dispuso a cerrarle la puerta en las narices, pero él se lo impidió extendiendo una mano.
—No creo que sea una buena idea. He venido desde muy lejos para ver esta casa.
— ¿Ah, sí? —Paula entrecerró los párpados—. Bueno, pues déjeme decirle algo: esta casa es privada. No me importa lo que haya leído en los periódicos o las desesperadas ganas que tenga de buscar las esmeraldas. Esta no es la isla del tesoro, y estoy harta de conocer a personas como usted, que se creen con derecho a llamar a esta puerta y ponerse a picar de noche en el jardín de esta casa.
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