viernes, 7 de junio de 2019
CAPITULO 18 (SEGUNDA HISTORIA)
Se dijo que no la estaba esperando, aunque llevaba más de veinte minutos caminando de un lado a otro del vestíbulo. No iba a quedarse allí como un idiota para ver cómo se marchaba al encuentro de otro hombre… después de haberlo mirado como lo había hecho hacía tan solo unos instantes. Tenía muchas cosas que hacer, que incluían disfrutar de la cena a la que Coco lo había invitado, o hablar de los viejos tiempos y elaborar nuevos planes con Teo. No iba a pasarse toda la velada lamentando el hecho de que cierta obstinada mujer hubiera preferido la compañía de otro hombre a la suya.
Después de todo, se recordó Pedro mientras seguía caminando por el vestíbulo, Paula era libre de irse con quien quisiera. Y lo mismo le pasaba a él.
No estaban ligados el uno al otro. No tenía sentido que le sentara tan mal que fuera a pasar un par de horas con otro tipo…
Al diablo. Claro que tenía sentido.
—¿Chaves? —subió en un par de zancadas las escaleras y fue llamando a todas las puertas del pasillo—. Maldita sea, Chaves, quiero hablar contigo —y a había llegado al final cuando vio a Paula abrir la puerta del fondo.
—¿Qué pasa?
Se la quedó mirando por un momento, recortada su silueta contra la luz de la habitación. Se había hecho un peinado muy sexy. Y también se había maquillado.
Llevaba un vestido de color azul pálido, ceñido a la cintura y con dos finos tirantes que destacaban contra la piel cremosa de sus hombros. Lucía unos pendientes y un collar a juego, de piedras azules. Ahora sí que no parecía profesional, pensó airado. No, ni profesional ni eficiente. Más bien tenía un aspecto exquisitamente delicioso.
Paula ya estaba golpeando el suelo con el pie, impaciente, cuando Pedro se le acercó.
«¿Afable?» , se preguntó para sus adentros, resistiendo el impulso de darle con la puerta en las narices. En aquel instante, nadie lo habría calificado de afable.
—¿Qué tipo de cita? —le espetó Pedro, aún más alterado cuando aspiró su perfume.
Paula inclinó lentamente la cabeza y bajó las manos que antes había tenido apoyadas en las caderas, con actitud desafiante. Pensó que cuando alguien se enfrentaba con un toro bravo, lo mejor no era blandir un trapo rojo, sino refugiarse detrás de la valla más próxima.
—Lo normal.
—¿Para una cita normal te has vestido así?
—¿Qué tiene de malo mi vestido?
Por toda respuesta, Pedro la agarró de un brazo.
—Cancélala.
—¿Que cancele el qué? —repitió, asombrada.
—La cita, maldita sea. Llámalo y dile que no puedes ir.
—Estás completamente loco —a esas alturas, ya se había olvidado de toros bravos y de trapos rojos—. Voy a donde me place y con quien me place. Si crees que voy a cancelar una cita con un hombre inteligente, atractivo y encantador, entonces estás muy, pero que muy equivocado. ¿Sabes una cosa? He quedado para cenar con tu antítesis: un verdadero caballero. Y, ahora, fuera de aquí.
—Me iré de aquí… —le prometió Pedro— …después de darte algo en lo que pensar.
Antes de que pudiera ser consciente de nada, la acorraló contra la pared a la vez que la besaba en la boca. Paula podía saborear la furia en sus labios, y contra eso sí que habría podido luchar hasta el último aliento. Pero también podía percibir una desesperada necesidad, y fue a eso a lo que se rindió. Una necesidad que era un reflejo perfecto de la suya propia.
A Pedro no le importaba que tuviera razón o no, que estuviera o no cometiendo una estupidez.
Quería maldecirla por haberlo obligado a comportarse como un airado adolescente, pero lo único que podía hacer era paladearla,
ahogarse en aquel delicioso sabor que parecía haberle impregnado el alma. Solo podía atraerla más y más hacia sí, hasta fundirse con su cuerpo. Sentía cada cambio que estaba experimentado. Primero, la furia que la mantenía tensa, rígida. Después la redención, la reacia entrega. Y, por último, la pasión que lo dejó sin aliento. Fue entonces cuando comprendió que no podía vivir sin ella.
Paula sentía su cuerpo vibrando y latiendo con una única y dolorosa necesidad. Una necesidad que siempre había echado en falta. Besaba y mordisqueaba sus labios, consciente de que en cualquier instante el delirio se apoderaría de ella. Deseando, ansiando aquel liberador torbellino que solo él podía encender en su interior.
En una larga y posesiva carencia, Pedro deslizó las manos desde sus hombros desnudos hasta sus muñecas, sintiendo su acelerado pulso bajo las palmas.
Cuando alzó la cabeza, vio que apoyaba lánguidamente la espalda en la pared, mirándolo a los ojos mientras se esforzaba por recuperar el aliento, mientras luchaba por sobreponerse a aquel torrente de sensaciones y comprender los sentimientos que se ocultaban detrás.
El pensamiento de otro hombre tocándola, o simplemente mirándola como él la estaba mirando en ese instante, viendo cómo sus ojos se nublaban de deseo, lo aterraba. Y porque prefería la furia al miedo, la agarró bruscamente de los hombros.
—Piensa en ello —le advirtió con una voz peligrosamente baja.
¿Qué le había hecho aquel hombre para suscitarle aquella terrible necesidad?, se preguntó Paula. Por fuerza tenía que saber, con solo mirarla, que no tenía más que hacerla entrar de nuevo en la habitación para conseguir de ella todo lo que se le antojara. Solo tenía que volver a acariciarla para obtener todo lo que tan desesperadamente ella misma ansiaba darle. Ni siquiera tenía que pedirle nada.
Ese descubrimiento le avergonzaba tanto que la obligó a reaccionar:
—Ya lo has conseguido —pronunció, humillada—. ¿Quieres oírme decir que puedes conseguir que te desee? Muy bien. Te deseo. Ya está.
El brillo de las lágrimas en sus ojos consiguió lo que la furia no había podido.
Profundamente consternado, alzó una mano para acariciarle el rostro.
—Paula…
Cerró los ojos con fuerza. Sabía que se derrumbaría si se mostraba tierno con ello.
—Ya tienes tu conquista. Ahora, te agradecería que me soltaras.
Dejó caer la mano a un lado antes de dar un paso atrás.
—No voy a decirte que lo siento —pronunció Pedro, pero por la manera que tenía de mirarla, parecía como si acabara de destrozar algo pequeño y frágil.
—Es igual. Yo lo siento por los dos.
—Paula —de repente, Lila apareció en lo alto de las escaleras, observándolos con curiosidad.
Acaba de llegar tu cita.
—Gracias —desesperada por escapar, entró en su habitación para recoger el bolso y la chaqueta. Luego, teniendo buen cuidado de no mirar a Pedro, bajó apresuradamente las escaleras.
Después de seguirla con la mirada, Lila se acercó a Pedro.
—Vaya. Me parece a mí que en estos momentos bien podrías necesitar el consejo de una buena amiga.
—Quizá lo que necesite sea bajar al vestíbulo y arrojar a ese tipo por una ventana.
—Podrías hacerlo —asintió Lila—, pero Pau siempre ha tenido una debilidad especial por los más débiles.
Maldiciendo entre dientes, Pedro decidió desahogar su frustración caminando de un lado a otro del pasillo.
—Bueno, ¿y quién es?
—No le había visto antes. Se llama Guillermo Livingston.
—¿Y?
—Es alto, guapo y moreno. Muy elegante, con acento británico, traje italiano, de clase selecta. Con el típico lustre de riqueza y buen gusto, pero sin resultar ostentoso.
—Parece que acabas de describir a un dandy.
—Solo lo parece —repuso, preocupada.
—¿Qué pasa?
—Malas vibraciones —respondió, abrazándose—. Y tiene un aura muy turbia.
—Oh, Lila, por favor…
—Tranquilízate, Pedro —le sonrió Lila—. Recuerda que estoy de tu lado. Y el señor Guillermo Livinsgston no tiene ni una sola oportunidad con mi hermana. No es su tipo —riendo, lo acompañó escaleras abajo—. Ella piensa que sí, pero no. Así que relájate y disfruta de la cena. No hay nada como la trucha que prepara la tía Coco para ponerte de buen humor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario