—Ha sido agradable —dijo Paula al salir del coche—. Hacía tiempo que no salía a cenar.
—Cenaste con Finney.
Lo miró sin comprender, luego rio.
—Oh, Finney, claro —la brisa jugó con su cabello al sonreír—. Tienes una memoria estupenda.
—Algunas cosas parecen no borrarse —por desgracia, los celos que sentía no formaban parte de ningún recuerdo—. ¿Nunca te lleva a comer fuera?
—¿Finney ? No, voy a su casa.
Frustrado, se metió las manos en los bolsillos.
—Debería llevarte.
Ella contuvo una carcajada ante la imagen del viejo Albert Finney escoltándola a un restaurante.
—Se lo mencionaré —se volvió para subir los escalones.
—Paula, no entres todavía —le tomó las manos.
Ante las ventanas, cuatro pares de ojos se entrecerraron.
—Es tarde, Pedro.
—No sé si volveré a verte antes de marcharme.
Paula requirió de todas sus fuerzas para mantener firme la vista.
—Entonces nos despediremos ahora.
—Necesito volver a verte.
—El taller abre a las ocho y media. Estaré allí.
—Maldita sea, Paula.… sabes a qué me refiero —ya había apoyado las manos en los hombros de ella.
—No, no lo sé.
—Ven a Boston —soltó, sorprendiéndose mientras ella aguardaba con calma.
—¿Por qué?
Dio un paso atrás con el fin de ganar un momento para recuperar el control.
—Podría mostrarte la ciudad —se preguntó qué grado de idiotez podría alcanzar—. Dijiste que no habías estado nunca allí. Podríamos… pasar un tiempo juntos.
Ella tembló bajo la capa, pero habló con voz suave y calmada.
—¿Me estás pidiendo que te acompañe a Boston para tener una aventura contigo?
—No. Sí. Oh, Dios. Espera —se volvió para alejarse unos pasos y respirar.
Dentro de la casa, Lila sonrió.
—Vaya, al parecer está enamorado de ella, aunque es demasiado estúpido para saberlo.
—¡Sss! —Coco agitó una mano—. Casi puedo oír lo que dicen —tenía el oído pegado a la base de un vaso de agua que había apoyado en la ventana.
Al pie de los escalones, Pedro volvió a intentarlo.
—Cuando estoy contigo, nada de lo que empiezo termina como era mi intención —giró. Ella seguía allí de pie con la casa de fondo, y el vestido centelleaba como fuego líquido en la oscuridad—. Sé que no tengo derecho a
pedírtelo, y no era mi intención hacerlo. Pretendía despedirme de forma civilizada y dejarte marchar.
—¿Y ahora?
—Ahora quiero hacer el amor contigo más de lo que quiero seguir respirando.
—Hacer el amor —repitió ella con voz firme—. Pero no me amas.
—No sé nada del amor. Me importas tú —regresó para posar una mano en la cara de Paula—. Quizá eso podría ser suficiente.
Ella lo estudió, dándose cuenta de que él no tenía ni idea de que rompía un corazón ya destrozado.
—Podría bastar, para un día, una semana o un mes. Pero tenías razón acerca de mí, Pedro. Espero más. Y merezco más —sin dejar de mirarlo, apoyó las manos en los hombros de él—. Una vez me ofrecí a ti. Eso no volverá a suceder. Y esto tampoco.
Pegó la boca a la de él, transmitiendo en ese beso todas sus emociones en carne viva. Lo abrazó al tiempo que su cuerpo proyectaba seducción. Con un suspiro, separó los labios, invitándolo a tomar.
Asombrado, necesitado, le echó la cabeza atrás y la saqueó. Inseguro, deslizó las manos bajo la capa para buscar con urgencia el calor de la piel de ella.
Lo invadieron tantas sensaciones… Él solo quería llenarse con el sabor de Paula. Pero había más. Paula no le permitió tomar solo el beso, sino que incluyó toda la emoción que lo acompañaba. Pedro sintió que lo ahogaba, pero fue una marejada tan fuerte y embriagadora que no pudo oponer resistencia.
«¡Ámame! ¿Porqué no puedes amarme?» . Su mente pareció gritarlo incluso al verse arrastrada en la marea de sus propios anhelos. Todo lo que quería estaba allí, en el interior del círculo de sus brazos. Todo menos el corazón de Pedro.
—Paula —no podía recuperar el aire. Le besó el cuello—. No consigo acercarme lo suficiente.
Lo abrazó un momento más, luego, lenta y dolorosamente, lo apartó de su lado.
— Sí podrías. Y eso es lo que más duele —dio media vuelta y subió los escalones a la carrera.
—Paula.
Paula se detuvo ante la puerta. Con la cabeza erguida, se volvió. Él ya iba tras ella cuando vio que las lágrimas brillaban en sus ojos. Nada más podría haberlo detenido.
—Adiós, Pedro. Le rezo a Dios para que esto te mantenga despierto por la noche.
Mientras oía el eco del portazo, supo que así sería.
****
No puede continuar. Ya no puedo fingir que soy infiel a mi marido solo entre las tapas de este diario. Mi vida, tan tranquila y ordenada durante veinticuatro años, este verano se ha convertido en una mentira. Una mentira que he de expiar.
Al acercarse el otoño y hacer planes para regresar a Nueva York, agradezco a Dios que pronto dejaré a mi espalda Mount Desert Island.
Qué cerca, qué peligrosamente cerca he estado estos últimos días de romper mis votos matrimoniales.
Y sin embargo, siento dolor.
Dentro de una semana nos habremos ido.
Puede que jamás vuelva a ver a Christian. Así es como debería ser. Como debe ser. Pero en mi corazón sé que daría mi alma por una noche, incluso una hora, en sus brazos. Me obsesiona
imaginar cómo podría ser. Con él al fin existiría pasión y amor, incluso risa. Con él no sería simplemente un deber, frío y silencioso y breve.
Rezo para que se me perdone el adulterio que he cometido en mi corazón.
Mi conciencia me ha impulsado a mantenerme alejada de los riscos. Y lo he intentado. Me ha exigido que sea más paciente, cariñosa y comprensiva con Felipe. Lo he hecho. Sin importar lo que él me ha pedido, lo he hecho. A petición de él he ofrecido un té para las damas.
Hemos ido al teatro, a innumerables cenas.
He escuchado hablar de negocios, moda y la posibilidad de guerra hasta que la cabeza me palpitaba. Mi sonrisa jamás vacila, ya que Felipe prefiere que parezca satisfecha en todo momento. Como a él lo complace, las noches que salimos me pongo las esmeraldas.
Ahora son mi castigo, un recordatorio de que un pecado no siempre radica en el acto, sino también en el corazón.
Me encuentro en la torre mientras escribo. Los riscos están abajo, esos riscos donde Christian pinta. Allí adonde voy cuando me escabullo de la casa como si fuera una doncella lujuriosa. Me avergüenza. Me sustenta. Incluso ahora miro abajo y lo veo. Está de cara al mar, y me espera.
Nunca nos hemos tocado, ni una vez, aunque ambos lo anhelamos. He descubierto cuánta pasión puede haber en los silencios, en las miradas prolongadas y atribuladas.
Hoy no iré con él, me quedare aquí sentada a mirarlo. Cuando sienta que tengo la fuerza, iré a su lado para despedirme y desearle lo mejor.
Mientras viva el largo invierno que me espera, me preguntaré si el próximo verano estará aquí.
Uyyyyyyyyy, cómo sufre Pau. Muy buenos los 3 caps.
ResponderEliminarPor Dios que ciego es este hombre!!! Y que triste la historia de Bianca....
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