sábado, 1 de junio de 2019
CAPITULO 35 (PRIMERA HISTORIA)
—Aquí tiene los documentos que solicitó, señor Alfonso.
Ajeno a la presencia de su secretaria, Pedro continuó de pie ante la ventana.
Era una costumbre que había adquirido desde que regresó al trabajo tres semanas atrás. A través del amplio cristal tintado podía observar el ajetreo de Boston. Torres de acero y cristal brillaban junto a elegantes casas de ladrillo en una mezcla arquitectónica. Con sudaderas y pantalones de distintos colores, los deportistas marchaban por el camino que seguía la corriente del río.
—¿Señor Alfonso?
—¿Sí? —giró la cabeza para mirar a su secretaria.
—Le he traído los documentos que solicitó.
—Gracias, Angela —por un viejo hábito, miró su reloj. Reflexionó que apenas había pensado en el tiempo pasado junto a Paula—. Son las cinco pasadas. Debería irse a casa, con su familia.
—¿Puedo hablar con usted un minuto?
—De acuerdo. ¿Quiere sentarse?
—No, señor. Espero que no considere mis palabras fuera de lugar, señor Alfonso, pero querría saber si se siente bien.
—¿No lo parezco? —el fantasma de una sonrisa apareció en sus labios.
—Oh, sí, desde luego. Un poco cansado, tal vez. Lo que pasa es que desde que regresó de Bar Harbor parece distraído, y distinto de algún modo.
—Se puede decir que estoy distraído. Soy distinto, y para responder a su pregunta original, no, no creo estar del todo bien.
—Señor Alfonso, si hay algo que yo pueda hacer…
Se sentó en el borde de su escritorio y la estudió. La había contratado por ser eficiente y rápida. Según recordaba, había estado a punto de descartarla porque tenía dos hijos pequeños. Le había preocupado que no pudiera ser capaz de equilibrar sus responsabilidades, pero había asumido lo que había considerado un riesgo.
Con excelentes resultados.
—Angela, ¿cuánto tiempo lleva casada?
—¿Casada? —desconcertada, parpadeó—. Diez años.
—¿Feliz?
—Sí, Joe y yo somos felices.
«Joe» , pensó él. Ni siquiera conocía el nombre del marido. No se había molestado en averiguarlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué, señor?
—¿Por qué es feliz?
—Su… Supongo que porque nos amamos.
Asintió, gesticulando para instarla a continuar.
—¿Y eso basta?
—Desde luego ayuda cuando se pasa por momentos complicados —sonrió un poco, pensando en su Pedro—. Hemos tenido algunos, pero uno de los dos siempre consigue ayudar a que el otro lo atraviese.
—Entonces, se consideran un equipo. ¿Tienen muchas cosas en común?
—No lo sé. A Joe le encanta el fútbol y yo lo odio. Adora el jazz, y yo no lo entiendo —hasta después no se le ocurriría que esa era la primera vez que se había sentido a gusto con Pedro desde que había empezado a trabajar para él—. A veces me dan ganas de ponerme tapones para los oídos durante todo el fin de semana. Siempre que se me pasa por la cabeza la idea de largarlo, pienso en cómo sería mi vida sin él. Y no me gusta lo que veo —se tomó la libertad de acercarse—. Señor Alfonso, si es por la boda de Marla Montblanc, bueno, me
gustaría decirle que es mejor para usted.
—¿Marla se ha casado?
Atónita de verdad, Angela movió la cabeza.
—Sí, señor. La semana pasada, con aquel jugador profesional de golf. Apareció en todos los periódicos.
—Debí pasarlo por alto —en los periódicos habían aparecido otras cosas que habían captado su atención.
—Sé que llevaba un tiempo viéndola.
«Viéndola» , repitió mentalmente. «Sí, esa frase fría y desapasionada describe a la perfección nuestra relación» .
—Sí, así es.
—¿No está molesto?
—¿Por lo de Marla? No —la realidad era que hacía semanas que no pensaba en ella. Desde que había entrado en aquel taller y visto unas botas viejas.
Angela comprendió que había otra mujer. Y si había tenido ese efecto en el jefe, disponía de todo su apoyo.
—Señor, si alguien… si alguna otra cosa —corrigió con cautela— ocupa su mente, tal vez esté analizando en demasía la situación.
El comentario lo sorprendió lo suficiente como para provocarle otra sonrisa.
—¿Analizo en demasía, Angela?
—Es usted muy meticuloso, señor Alfonso, y analiza bastante los detalles, lo cual es muy provechoso para los negocios. Los asuntos personales no siempre se pueden encarar con lógica.
—Yo mismo he llegado a esa conclusión —volvió a ponerse de pie—. Le agradezco el tiempo.
—Ha sido un placer, señor Alfonso —y era la verdad—. ¿Puedo hacer algo más por usted?
—No, gracias —se dirigió hacia la ventana—. Buenas tardes, Angela.
—Buenas tardes —sonreía cuando cerró la puerta a su espalda.
Pedro permaneció allí un buen rato. No, no había notado el anuncio de la boda de Marla. Los periódicos también habían cubierto la inminente venta de Las Torres. « El hito de Bar Harbor será el próximo hotel Alfonso» , recordó.
«Rumores de tesoros perdidos suavizan el trato» .
Pedro no sabía dónde se había producido la filtración, aunque no lo sorprendía.
Tal como había anticipado, sus abogados se opusieron a la cláusula en la que había insistido Lila. Los murmullos de esmeraldas habían llegado hasta los pasillos. Era natural que llegaran hasta la calle y la prensa.
Durante más de una semana abundaron en los diarios y tabloides las especulaciones sobre las esmeraldas Chaves. Se las había llamado invaluables, trágicas y legendarias… todos los adjetivos apropiados para garantizar titulares.
Se habían vuelto a tratar a fondo las hazañas empresariales de Felipe Chaves, junto con el suicidio de su mujer. Un reportero emprendedor incluso había logrado localizar a Carolina Chaves en un crucero por el Mar Jónico.
La expresiva réplica de la gran dama había aparecido en cursiva.
UN FRAUDE
Se preguntó si Paula había visto los periódicos. «Por supuesto» , concluyó.
Probablemente también había sido acosada por la prensa.
«¿Cómo lo estará llevando? ¿Se sentirá dolida y desdichada, obligada a responder preguntas cuando algún curioso reportero le meta una grabadora en las narices?» . Sonrió un poco. ¿Obligada? Imaginó que habría echado a media
docena de periodistas del taller si hubieran tenido el arrojo suficiente para intentarlo.
Cuánto la echaba de menos. Y eso no lo dejaba vivir. Despertaba todas las mañanas preguntándose qué estaría haciendo. Todas las noches se iba a la cama para no parar de dar vueltas mientras los pensamientos sobre ella le invadían el cerebro. Cuando dormía, ella figuraba en sus sueños. Era su sueño.
«Tres semanas», pensó. «Ya debería haberme adaptado» . Sin embargo, todos los días que él pasaba allí y ella en otra parte, empeoraba.
Sobre el escritorio estaban los contratos revisados para la compra de Las Torres. Hacía días que tendría que haberlos firmado. No obstante, no lograba convencerse de dar ese paso final. La última vez que los había mirado solo había sido capaz de centrarse en tres palabras.
Paula Patricia Chaves.
Las había leído una y otra vez, recordando la primera vez que ella le había dicho su nombre, arrojándoselo como si hubiera sido un arma.
Recordó que había tenido grasa en la cara. Y fuego en los ojos.
Luego rememoraba otras ocasiones, momentos únicos, palabras sueltas. El modo en que ella lo había observado con el ceño fruncido desde el brazo del sofá mientras Pedro tomaba el té con Coco. La expresión en la cara de Paula cuando
habían estado juntos en la terraza, contemplando el mar. Lo bien que la boca de
ella había encajado en la suya al besarla bajo un árbol de glicinas que aún no habían florecido.
Se preguntó si pensaría en él cuando caminara por aquella arboleda. Si lo hacía, temía que los pensamientos no fueran amables.
La última vez que lo había visto lo había maldecido. Le había clavado esos ojos verdes y había deseado que el beso, el último beso que habían compartido, lo mantuviera despierto por la noche.
Dudaba de que incluso ella pudiera saber cómo ese deseo se había hecho realidad.
Se frotó los ojos cansados y regresó a la mesa.
Como siempre, se hallaba en perfecto orden. Igual que sus negocios… y como había estado su vida.
Se vio obligado a reconocer que las cosas habían cambiado. Él había cambiado, aunque quizá no tanto. Una vez más alzó los contratos para estudiarlos.
Seguía siendo un hombre de negocios hábil y organizado, que sabía maniobrar en un trato para conseguir que se decantara a su favor.
Tomó la pluma y la hizo oscilar levemente sobre los papeles. Dejó que el germen de una idea que había enraizado en su mente hacía unos días se formara, reestructurara y readaptara.
Sabía que era poco usual. Quizá hasta un poco excéntrica, pero… pero estaba convencido de que si jugaba bien sus cartas, podría funcionar.
En sus labios fue formándose una leve sonrisa.
Era su trabajo conseguir que funcionara.
Suspiró.
Quizá terminara por ser el trato más importante de su vida.
Descolgó el auricular del teléfono y, empleando toda la influencia de los Alfonso, puso los primeros engranajes en marcha.
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