jueves, 6 de junio de 2019

CAPITULO 16 (SEGUNDA HISTORIA)




Aquella mañana, sin embargo, poco pudo reconstruir Paula de aquel sueño.


Para cuando llegó al Bay Watch, se dio cuenta de que había estado casi cinco horas trabajando en el almacén. Cuando semanas atrás empezó la búsqueda del collar, se había prometido a sí misma que no se desanimaría, por muy poco que encontrara.


Hasta ese momento solo habían encontrado el recibo original de las esmeraldas, y una agenda donde Bianca las había mencionado. Suficiente para demostrar que el collar había existido, y para mantener viva la esperanza de recuperarlo. 


A menudo Paula se había puesto a reflexionar sobre el significado que habría tenido aquel collar para su bisabuela, y en los motivos que habría tenido para esconderlo. Si acaso lo había escondido realmente, porque otro antiguo rumor decía que Felipe lo había arrojado al mar. 


Después de todas las anécdotas que había oído acerca de la avaricia de Felipe Chaves, le resultaba difícil creer que pudiera haber renunciado tan gratuitamente a un cuarto de millón en joyas.


Además, no quería creer en ese rumor, admitió Paula mientras se ponía la placa con su nombre en la solapa de la chaqueta. En el fondo de su carácter tenía una fuerte vena romántica, y era ese aspecto de su personalidad el que se aferraba a la suposición de que Bianca había escondido las esmeraldas, a la espera de que pudiera necesitarlas otra vez.


Dada su mentalidad práctica, le avergonzaba un tanto concebir aquella esperanza. La propia Bianca le resultaba tan misteriosa e inaccesible como el collar de esmeraldas. Su inveterado pragmatismo la imposibilitaba comprender a una mujer que lo había arriesgado todo, y finalmente se había matado, por amor.


Un sentimiento tan intenso y desesperado le resultaba inverosímil, a no ser que lo viera reflejado en las páginas de una novela.


—¿Paula?


Como estaba ocupada con las reservas realizadas en agosto, alzó una mano murmurando:
—Un momento —y terminó de hacer los cálculos—. ¿Qué pasa, Karen? ¡Oh, vaya! —se quitó las gafas de lectura y observó admirada el enorme ramo de rosas que cargaba en los brazos—. ¿Es que has ganado un concurso de belleza?


—No son mías —Karen aspiró su fragancia, deleitada—. Ojalá lo fueran. Las han traído para ti.


—¿Para mí?


—Sí, si es que aún te sigues llamando Paula Chaves —Karen le entregó la tarjeta de la floristería—. Son tres docenas de rosas.


—¿Tres docenas?


—Las he contado —sonriendo, las dejó sobre el mostrador—. Bueno, tres docenas y una suelta añadió, señalando la rosa solitaria que las acompañaba.


«Pedro» , pensó de inmediato Paula, sintiendo que el corazón le daba un vuelco de ternura. ¿Cómo habría podido adivinar su secreta debilidad por las rosas rojas?


—¿No vas a leer la tarjeta? —le preguntó Karen.


—Ya sé quién me las manda… —empezó a decir, inconsciente del brillo de emoción que había asomado a sus ojos—. Ha sido tan amable al… —pero se interrumpió de pronto al leer el nombre que figuraba en la tarjeta—¡oh!


No era Pedro, se dijo con una punzada de decepción que no pudo menos que sorprenderla.


—¿Y bien? ¿Es que quieres que me ponga de rodillas?


Todavía desconcertada, Paula le entregó la tarjeta.


—«En agradecimiento. Guillermo Livingston» —leyó Karen—. Oye, ¿qué has hecho para merecer semejante gratitud?


—Conseguirle una máquina de fax.


—Le conseguiste una máquina de fax —repitió Karen, devolviéndole la tarjeta—. El domingo pasado preparé un pollo fantástico, con todo tipo de guarnición, y lo único que conseguí fue una botella de vino barato.


—Supongo que tendré que darle las gracias —pronunció, frunciendo el ceño.


—Sí, es lo propio —Karen tomó una de las rosas y se la acercó a la nariz—. A no ser que quieras delegar esa tarea…


—Gracias, me las arreglaré yo sola —sonrió. 


Segundos después levantaba el auricular y marcaba la extensión de la suite Island.


—Livingston.


—Señor Livingston, soy Paula Chaves.


—Ah, la eficiente señorita Chaves. ¿Qué puedo hacer por usted?


—Quería darle las gracias por las flores. Son preciosas. Ha sido un detalle muy bonito.


—Oh, solo ha sido una modesta manera de demostrarle mi agradecimiento por la ayuda que me ha prestado. Y por la rapidez de su trabajo.


—Mi trabajo consiste precisamente en eso. Por favor, avíseme si puedo volver a serle útil durante su estancia aquí.


—De hecho, hay algo en lo que bien podría usted ayudarme.


—Por supuesto —Paula tomó papel y bolígrafo y se dispuso a tomar nota.


—Me gustaría que cenara conmigo.


—¿Perdón?


—Me gustaría invitarla a cenar. Comer solo es bastante aburrido.


—Lo siento, señor Livingston, pero va en contra de las normas del hotel relacionarse con los clientes. No obstante, ha sido usted muy amable al proponérmelo.


—La amabilidad no tiene nada que ver en esto. ¿Puedo preguntarle si se podrían… flexibilizar un tanto las normas del hotel?


Eso no podía ser, pensó Paula. No con un jefe tan rígido como Stenerson.


—Me encantaría complacerlo —repuso con mucho tacto—. Desafortunadamente, al ser usted cliente del Bay Watch…


—Sí, sí. Por favor, discúlpeme. Ahora mismo estoy con usted.


Paula parpadeó asombrada y colgó el auricular. Diez minutos después, Stenerson entraba en su despacho.


—Señorita Chaves, al señor Livingston le gustaría cenar con usted — pronunció con su habitual tono relamido—. Es usted libre de aceptar. Naturalmente, espero que se conduzca de una manera apropiada que no deje en desdoro la reputación de este hotel.


—Pero…


—De todas formas, no se acostumbre demasiado.


—Yo…


Pero Stenerson ya se había retirado. Paula seguía sin salir de su asombro cuando volvió a sonar el teléfono.


—Paula Chaves


—¿A las ocho le parece bien?


Suspirando profundamente, se recostó en su asiento. Estaba a punto de negarse cuando se sorprendió acariciando el capullo de rosa que le había regalado Pedro. Rápidamente retiró la mano.


—Lo lamento, pero hoy trabajo hasta las diez.


—Mañana entonces. ¿Dónde podré recogerla?


—Mañana estará bien —aceptó Paula en un impulso—. Le daré mi dirección.


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