jueves, 13 de junio de 2019
CAPITULO 39 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro entró en el almacén, provisto de una botella de champán, una cesta de mimbre y un sabio consejo de Lila: «Trastórnala. No le permitas que sea lógica y razonable contigo» .
Allí estaba Paula, inclinada sobre su escritorio, con las gafas de leer, en la punta de la nariz y la melena recogida. A su lado tenía unos archivadores nuevos cuidadosamente etiquetados, y docenas de cajas polvorientas y gruesos fajos de documentos frente a ella.
—Hey, Chaves, ¿te apetece descansar un poco?
—¿Qué? —alzó bruscamente la cabeza, y tardó un momento en enfocarlo con la mirada—. Oh, hola. No te había oído entrar.
—¿Dónde estabas?
—En 1929 —le mostró un libro de contabilidad—. Parece ser que mi ilustre bisabuelo hizo una fortuna con el contrabando de alcohol desde Canadá durante la Ley Seca.
—El bueno de Felipe…
—El mezquino de Felipe —lo corrigió—. Pero también un meticuloso hombre de negocios. Si guardó todos estos libros que recogían con todo detalle esas actividades ilegales, seguro que habría guardado también la factura de una hipotética venta de las esmeraldas.
—Yo creía que Bianca las había escondido.
—Eso es lo que dice la leyenda —se recostó en su asiento, frotándose los ojos doloridos de tanto forzar la vista—. Pero yo preferiría atenerme a los hechos. Llegué a pensar que quizá las guardó en algún escondite del que no le habló a nadie. Pero tampoco he podido encontrar ningún dato sobre eso.
—Quizá estés mirando en un lugar equivocado —dejó la botella y la cesta a un lado y se colocó a su espalda. Suavemente empezó a darle un masaje en los músculos del cuello—. Quizá deberías concentrarte en Bianca. Después de todo, se trataba de su collar.
—Tampoco tenemos mucha información sobre Bianca. Mi bisabuelo destruyó todos sus dibujos, sus cartas, todo lo concerniente a ella.
—Debió de haberse vuelto rematadamente loco.
—Sí. Y de dolor, me temo.
—No —Pedro se inclinó para besarle la cabeza—. Si hubiera sufrido realmente por ella, lo habría recordado todo.
—Quizá le dolía recordarla.
—Si la hubiera amado de verdad, habría querido recordarla. Habría sentido esa necesidad. Cuando amas a alguien, todo lo relativo al ser amado se convierte en algo precioso —sintió que se tensaba bajo sus dedos—. ¿Qué te pasa, Paula? Estás muy tensa.
—Llevo demasiado tiempo sentada, eso es todo.
—Entonces esta es la ocasión perfecta —se apartó para recoger el champán.
—¿Para qué?
Después de descorchar la botella, volvió a besarla.
—No sé tú, pero yo he trabajado lo mío hoy. Pensé que podríamos tomarnos un merecido descanso.
Paula se dijo que no necesitaba el champán para que se le nublara el cerebro. Para conseguir ese efecto ya se bastaba y sobraba Pedro. Pero era eso precisamente, se recordó mientras se levantaba, lo que se había propuesto evitar.
—Te lo agradezco, pero tengo que ayudar a la tía Coco con la cena.
—Ya la está ayudando Lila.
—¿Lila? —arqueó las cejas—. Tienes que estar de broma.
—No —abrió la cesta de mimbre y sacó dos copas de tallo largo—. Susana está ayudando a los niños a hacer los deberes, y tú y yo vamos a cenar solos.
—Pedro, no estoy vestida para salir…
—Me gusta tal como estás —sirvió las copas—. Y no vamos a ir a ninguna parte.
— Pero acabas de decir…
—Acabo de decir que vamos a cenar solos. Aquí mismo.
—¿Aquí? ¿En el almacén?
—Sí. He traído un poco de paté de tu tía, algo de pollo frío y espárragos, y fresas frescas de postre —chocó su copa contra la de ella—. Llevo todo el día pensando en ti.
Paula pensó que, cuando le decía aquellas cosas tan dulces, se derretía por dentro. De puro amor.
—Pedro, tenemos que hablar.
—Claro —pero se inclinó para rozarle los labios con lo suyos—. ¿Por qué antes no nos ponemos cómodos?
—¿Qué? —aturdida, vio con asombro que extendía una manta en el suelo.
—Vamos.
—Realmente creo que sería mejor que… —pero Pedro ya la estaba atrayendo hacia sí.
Le quitó la copa de la mano y la dejó en el suelo antes de besarla en los labios.
—Así está mejor —murmuró—. Mucho mejor.
—Los niños están en casa —protestó mientras él le deslizaba las manos bajo la camisa—. Si alguien entrara…
—He cerrado la puerta con llave —con exquisita delicadeza, comenzó a acariciarle los pezones con los pulgares—. Presta atención, Chaves, porque voy a enseñarte a relajarte.
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