miércoles, 10 de julio de 2019

CAPITULO 7 (CUARTA HISTORIA)




No quería estarlo. Pedro se hallaba sentado en el porche trasero, con el perro a los pies, observando cómo el agua adquiría una tonalidad índigo en el crepúsculo.


Había música, la sinfonía de los insectos en la hierba, el viento entre las hojas, la melodía del agua contra la madera. Del otro lado de la bahía, Bar Island comenzaba a difuminarse y a fundirse con la penumbra. Cerca, en la radio sonaba un solitario saxo alto que no desentonaba con su estado de ánimo.


Eso era lo que quería. Tranquilidad, soledad, ausencia de responsabilidades.


«Me lo he ganado, ¿no?» , pensó mientras bebía un trago de cerveza. Había entregado diez años de su vida a los problemas, las tragedias y las miserias de los demás.


Se sentía quemado, reseco y cansado como mil demonios.


Ni siquiera sabía si había sido un buen policía. 


Le habían entregado menciones y medallas que confirmaban que lo había sido. Pero también tenía una cicatriz de treinta centímetros en la espalda que le recordaba que había faltado poco para ser un poli muerto.


En ese momento solo quería disfrutar de su retiro, reparar unos pocos motores, recoger algunos percebes y quizá navegar un poco. Siempre se le habían dado bien las cosas manuales y sabía que podía ganarse la vida de forma decente reparando barcos. Dirigir su propio negocio, a su propio ritmo y estilo.


Sin informes que redactar, sin pistas que seguir, sin callejones oscuros que investigar.


Sin colgados con cuchillos en la mano que saltaban de las sombras para rajarte y dejarte sangrando en el cemento.


Cerró los ojos y bebió otro trago de cerveza. 


Había tomado una decisión durante la larga y dolorosa estancia en el hospital. En su vida no habría más compromisos, ya no intentaría salvar el mundo. A partir de ese momento iba a
empezar a cuidar de sí mismo. Solo de él.


Había recogido el dinero heredado y había vuelto a casa, para hacer lo menos posible con el resto de su vida. Sol y mar en verano, fuego y el aullido del viento en invierno. No era mucho pedir.


Había empezado a asentarse, a sentirse bien. 


Hasta que apareció ella.


Como si no hubiera sido suficientemente malo mirarla y sentir… Dios, lo mismo que había sentido con veinte años. Acelerado y hambriento.


La hermosa e inalcanzable Paula Chaves, de los Chaves de Bar Harbor.


La princesa en la torre. Ella había vivido en su castillo en lo alto de los riscos. Y él en una cabaña a las afueras del pueblo. Su padre había sido pescador de mariscos, y Pedro a menudo había llevado la captura entera a la puerta de servicio de los Chaves… sin pasar nunca más allá de la cocina. Pero a veces había oído voces, risas o música. Y eso había despertado su curiosidad y anhelo.


Y en ese momento ella había ido a buscarlo. 


Pero Pedro ya no era un adolescente embobado. Era un realista. Paula estaba fuera de su liga, como siempre lo había estado. Y aunque hubiera sido diferente, no le interesaba una mujer que tenía escrito en la cara que era puro hogar.


Y en lo referente a las esmeraldas, no había nada que pudiera hacer para ayudarla. Nada que quisiera hacer.


Desde luego, había oído hablar de las joyas. 


Esa historia en particular había llegado hasta la prensa nacional. Pero lo que le resultaba fascinante era la idea de que su abuelo hubiera estado involucrado, que hubiera sido amado por una Chaves a la que también él hubiera amado.


Incluso con la coincidencia de los perros, no estaba del todo seguro de creerlo. Pedro no había conocido a su abuela, pero su abuelo había sido una figura intrépida y misteriosa que había viajado por el extranjero y regresado con historias fabulosas. Había sido el hombre capaz de realizar magia con un lienzo y un pincel.


De niño recordaba subir las escaleras hasta el estudio para ver trabajar al hombre alto con el pelo blanco como la nieve. Sin embargo, había parecido más un combate que un trabajo. Un duelo elegante y apasionado entre su abuelo y el lienzo.


El joven y el anciano habían dado largos paseos por la playa y las rocas. Por los riscos. Con un suspiro, se reclinó. Muy a menudo habían llegado justo hasta debajo de Las Torres. En una ocasión se habían sentado sobre las rocas y su abuelo le había contado una historia sobre el castillo en lo alto de los riscos y la princesa que había vivido allí.


Se preguntó si habría estado hablando sobre Las Torres y Bianca.


Inquieto, se levantó para entrar. Sadie alzó la vista, y al cerrarse la puerta mosquitera volvió a acomodar la cabeza sobre las patas delanteras.


La cabaña se adaptaba a él mucho más que el hogar en el que había crecido.


Este había sido un lugar sin alma, de linóleo gastado y paredes de frisos oscuros.


Lo había vendido a la muerte de su madre, tres años atrás. Hacía poco había empleado los beneficios para realizar algunas reparaciones y modernización de la cabaña, aunque prefería mantenerla casi tal como había estado en época de su abuelo.


Era una casa cuadrada, con paredes de escayola y suelos de madera. Había limpiado la chimenea de piedra original, y estaba ansioso porque llegara la primera noche fría en que pudiera probarla.


El dormitorio era diminuto, casi una idea tardía que sobresalía de la estructura principal. Había reforzado la escalera que conducía al estudio de su abuelo, al igual que la barandilla que bordeaba la terraza abierta. Subió en ese momento para contemplar el amplio espacio iluminado solo por la luz del crepúsculo.


De vez en cuando pensaba en poner claraboyas en el techo abuhardillado, pero en ningún momento pensó en volver a pulir el suelo. La vieja y oscura madera estaba salpicada con pintura que había chorreado de la paleta o el pincel.


Había vetas de carmesí y turquesa, gotas de verde esmeralda y amarillo canario.


Su abuelo había preferido lo vívido, lo apasionado, incluso lo violento en su obra.


Contra la pared se apilaban óleos, el legado de un hombre que en sus últimos años había empezado a encontrar éxito financiero y de crítica. Sabía que le reportarían una buena suma. Pero así como nunca había pensado en eliminar la pintura del suelo, tampoco se le había pasado por la cabeza desprenderse de esa parte de su herencia.


Se puso en cuclillas para inspeccionar los cuadros. Los conocía todos, los había estudiado en innumerables veces, preguntándose como podía descender de un hombre con semejante visión y talento. Giró el retrato, sabiendo bien que ese era el motivo por el que había subido.


La mujer era tan hermosa como un sueño… con el rostro ovalado de facciones finas, la piel de alabastro. El pelo rojo dorado estaba recogido para exhibir un cuello grácil. Los labios plenos y suaves estaban curvados en una sonrisa leve. Pero fueron los ojos los que lo atrajeron, como siempre. Eran verdes como un mar brumoso. Lo hipnotizaba la emoción que la habilidad de su abuelo había capturado allí.


Semejante tristeza serena y dolor interior. Casi resultaba demasiado dolorosos de contemplar, pues demorarse mucho en la visión era sentirlos. Ese mismo día había visto la misma expresión en los ojos de Paula.


Se preguntó si la mujer del cuadro sería Bianca. 


Tenían parecido en la forma de la cara, en la curva de la boca. El color del pelo no se asemejaba en nada y las similitudes eran leves. 


Salvo en los ojos. Cuando los miraba, pensaba en Paula.


Se levantó, pero no giró el cuadro para que quedara hacia la pared.


Permaneció allí de pie, contemplándolo largo rato, preguntándose si su abuelo había amado a la mujer que había pintado.



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