miércoles, 10 de julio de 2019
CAPITULO 8 (CUARTA HISTORIA)
Paula pensó que iba a ser otro día caluroso.
Aunque apenas eran las siete, el aire y a estaba pegajoso. Necesitaban lluvia, pero la humedad flotaba en el aire y con obstinación se negaba a caer.
En el interior de su tienda, comprobó los capullos refrigerados y le dejó una nota a Carola para que le diera salida a los claveles poniéndolos en oferta.
A las siete y media comprobaba las plantas de invernadero, agradecida de que el inventario fuera reduciéndose. A las ocho tenía cargada la camioneta e iba de camino a Seal Harbor. Allí la esperaba un día completo de trabajo en una casa de reciente construcción. Los compradores eran de Boston, y querían que su casa veraniega tuviera un patio establecido, completo con arbustos, árboles y flores.
Sabía que sería un trabajo caluroso y sudoroso.
Pero también estaría tranquila. Los Anderson se encontraban en Boston esa semana, así que dispondría del patio para ella sola. Le encantaba trabajar con tierra y cosas vivas, cuidando de algo que ella misma había plantado.
«Igual que mis hijos» , pensó con una sonrisa.
Sus pequeños. Cada vez que los arropaba por la noche o los veía correr bajo el sol, sabía que nada de lo que le hubiera pasado con anterioridad, nada de lo que fuera a pasarle en el futuro, apagaría el resplandor de júbilo de saber que eran suyos.
El fracaso de su matrimonio había sacudido sus cimientos, y había ocasiones en que aun experimentaba dudas terribles sobre sí misma, como mujer. Pero no como madre. Sus hijos tenían lo mejor que ella podía darles. El vínculo sustentaba a ambas partes.
En los últimos dos años había empezado a creer que podría tener éxito en el negocio. Su habilidad con la jardinería había sido su salvación en los últimos meses de su fallido matrimonio. Desesperada, había vendido las joyas y pedido un préstamo para lanzarse a Jardines de la Isla.
Le había hecho bien poder utilizar su nombre de soltera. El primer año del negocio había sido duro, en especial porque no había dejado de invertir cada centavo en pagar facturas legales del juicio por la custodia de los niños.
Pensar que podría haberlos perdido todavía le helaba la sangre.
Bruno no los había querido, pero había deseado dificultarle las cosas. Una vez que todo terminó, Paula había perdido siete kilos, innumerables horas de sueño y quedado endeudada hasta el cuello. Pero tenía a sus hijos. Había ganado la fea batalla y el precio no significaba nada.
Poco a poco iba saliendo. Había recuperado algunos kilos, algunas horas de sueño y de forma meticulosa y lenta pagaba sus deudas. En los dos años transcurridos desde que abrió el negocio, se había ganado una reputación de mujer fiable, razonable e imaginativa. Dos de los hoteles de temporada habían probado sus servicios y parecía que querían negociar contratos a largo plazo.
Eso significaría comprar otra camioneta y contratar personal a jornada completa. Y quizá, solo quizá, poder realizar aquel viaje a Disney World.
Subió por la entrada de vehículos de la bonita casa de Cape Cod. Se recordó que era hora de ponerse a trabajar.
El terreno abarcaba aproximadamente medio acre con una ligera pendiente.
Había mantenido tres reuniones minuciosas con los dueños para determinar el plan a seguir. La señora Anderson quería muchos árboles con flores y arbustos, y el factor de intimidad a largo plazo que proporcionaban las plantas de hoja perennes. Deseaba disfrutar de un patio que requiriera pocos cuidados y estuviera lleno de color estival. No quería pasar los veranos cuidando de las plantas, en especial en la parte lateral, que tenía una inclinación más pronunciada.
Al mediodía, y a había marcada cada zona con estacas y cordeles. Había plantado las robustas azaleas. El sendero de piedra estaba flanqueado por dos rosales que y a habían empezado a endulzar el aire. Como la señora Anderson había manifestado su predilección por las lilas, colocó un trío de plantas compactas cerca de la ventana del dormitorio principal, donde la brisa de la próxima primavera introduciría los olores en el interior.
El patio empezaba a cobrar vida. La ayudó a soslayar los músculos doloridos de los brazos mientras regaba las plantas nuevas. Los pájaros cantaban y en alguna parte en la distancia cercana sonaba un cortacésped.
Algún día pasaría por allí y sabría que había sido parte de tanto color. Era importante, más de lo que podía reconocerle a nadie, que dejara una huella.
Necesitaba recordarse que no era la mujer débil e inútil que con indiferencia habían hecho a un lado.
Sudorosa, recogió la botella de agua y la pala y se dirigió a la parte delantera de la casa. Había plantado el primer almendro en flor y cavaba el agujero para el segundo cuando un coche aparcó detrás de su camioneta. Se apoyó en la pala y observó bajar a Pedro del vehículo.
Soltó el aire, molesta porque hubieran invadido su soledad, y volvió a ponerse a cavar.
—¿Has salido a dar un paseo? —preguntó cuando la sombra de él la cubrió.
—No, la chica en la tienda me dijo dónde encontrarte. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Jugar a la canasta —extrajo más tierra—. ¿Qué quieres?
—Deja esa pala antes de que te lastimes. No deberías estar excavando.
—Es mi trabajo… más o menos. Repito, ¿qué quieres?
La observó cavar otros diez segundos antes de arrebatarle la pala.
—Dame esa maldita cosa y siéntate.
La paciencia siempre había sido una de las características de Paula, aunque en ese momento le costó encontrarla. Se ajustó la visera de la gorra.
—Sigo un plan bien trazado, me faltan seis árboles, dos rosales y unos setenta metros cuadrados de terreno que plantar. Si tienes algo que decir, bien. Habla mientras trabajo.
Pedro puso la pala fuera de su alcance.
—¿Qué profundidad quieres? —ella enarcó una ceja—. Me refiero al agujero.
Lo miró de arriba a abajo.
—Diría que poco más de un metro ochenta bastaría para enterrarte en él —la sorprendió con una sonrisa.
—Y pensar que solías ser tan dulce —comenzó a excavar—. Simplemente dime cuándo parar.
Por lo general ella devolvía amabilidad con amabilidad. Pero iba a hacer una excepción.
—Puedes parar ahora mismo, no necesito ayuda. Y no quiero la compañía.
—No sabía que fueras terca —alzó la vista mientras sacaba tierra—. Supongo que me costó ir más allá de esa bonita cara —notó que esa cara bonita estaba acalorada y tenía sombras de fatiga bajo los ojos. Lo irritó demasiado—. Creía que vendías flores.
—Las vendo. Y también las planto.
—Hasta yo sé que esa cosa es un árbol.
—También los planto —rindiéndose, sacó un pañuelo y comenzó a secarse el cuello—. El agujero ha de ser más ancho, no más profundo.
Se movió un poco para complacerla. Consideró que quizá debía reevaluarla.
—¿Cómo es que no hay nadie que haga el trabajo duro por ti?
—Porque yo puedo hacerlo.
«Sí, hay terquedad en el tono, y un leve deje desagradable» . Le gustó más.
—A mí me da la impresión de que es un trabajo para dos personas.
—Lo es… pero la otra persona se fue ayer para ser una estrella de rock. Su grupo tenía una actuación en Brighton Beach. Mmm. Eso está bien —indicó, y se volvió para levantar por las raíces un árbol de un metro. Mientras Pedro la observaba ceñudo, lo alzó y con cuidado lo introdujo en el agujero.
—Supongo que ahora hay que rellenarlo.
—Tú tienes la pala —señaló. Mientras él trabajaba, Paula acercó una bolsa de turba que comenzó a mezclar con la tierra.
Mientras ella metía los dedos en la tierra, Pedro notó que sus uñas eran cortas y redondeadas. No llevaba ningún anillo de matrimonio. De hecho, no llevaba ninguna joya, aunque eran manos hechas para lucir cosas hermosas.
Paula trabajó con paciencia y la cabeza gacha, oculta bajo la gorra. Él pudo verle la nuca y se preguntó qué sentiría al apoyar los labios allí. En ese momento tendría la piel ardiente, además de húmeda. Entonces ella se incorporó y activó la manguera del jardín para limpiarse la tierra.
—¿Haces esto a diario?
—Intento estar uno o dos días en la tienda. Allí puedo tener a los chicos conmigo —apisonó la tierra. Cuando el árbol quedó seguro, con movimientos diestros extendió una capa gruesa de abono—. La primavera próxima esto se hallará cubierto de flores —se pasó el dorso de la mano por la frente. El pequeño body que llevaba exhibía una línea de sudor en las partes delantera y trasera que solo recalcaba su frágil complexión—. De verdad que sigo un plan, Pedro. Me quedan por plantar unos álamos y unos pinos blancos en la parte de atrás, de modo que si tienes que hablar conmigo, deberás acompañarme.
—¿Has hecho esto hoy ? —miró alrededor del patio.
—Sí. ¿Qué te parece?
—Creo que vas a sufrir una insolación.
Paula supuso que un cumplido sería demasiado pedir.
—Agradezco la evaluación médica —apoyó una mano en la pala, pero él no la soltó—. La necesito.
—Yo la llevaré.
—Bien —cargó las bolsas de turba y abono en una carretilla.
Él soltó un juramento, arrojó la pala encima de las bolsas y la hizo a un lado para levantar la carretilla y emprender la marcha.
—¿En que parte de atrás?
—Junto a las estacas que hay cerca de las vallas —lo siguió ceñuda.
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