domingo, 7 de julio de 2019

CAPITULO 70 (TERCERA HISTORIA)




Horas después, permanecía en su cuarto, maldiciéndose por haber perdido el orgullo y la paciencia tan completamente. Lo único que había conseguido había sido ponerse en una situación tan embarazosa para ella como para Pedro y un terrible dolor de cabeza.


Se había rebajado delante de Pedro, lo cual había sido una estupidez. Después lo había presionado, lo cual había sido una segunda estupidez. Y había echado a perder cualquier posibilidad de ir haciendo poco a poco que se enamorara de ella porque le había pedido cosas que él no estaba dispuesto a darle. Y, muy probablemente, había destrozado una amistad que había sido muy importante para ella.


No había ninguna posible disculpa. Por triste que se sintiera, no podía pedir perdón por haber dicho la verdad. Y tampoco podía decir que sentía haberse enamorado.


Inquieta, se asomó a la terraza. No había nubes que cubrieran la luna. El viento las hacía rodar por el cielo, de manera que la luz temblaba un momento y al siguiente se estabilizaba. El calor del día no había cesado; la noche era casi bochornosa. Sobre la negra alfombra de la hierba, danzaban las luciérnagas como chispas de un fuego recién extinguido.


Retumbó un trueno en la distancia, pero no se apreciaba la fragancia refrescante de la lluvia. La tormenta estaba sobre el mar y, aunque el viento caprichoso la empujara hasta tierra, pasarían horas hasta que consiguiera mitigar aquel brumoso calor. Paula, envuelta en el olor cálido y pesado de las flores, miró hacia el jardín. Estaba tan concentrada en sus pensamientos que no fue consciente de que lo que estaba viendo era la luz de una linterna hasta un minuto después de que sus ojos la hubieran percibido.


Otra vez no, pensó. Estaba tan deprimida que estuvo a punto de dejar que aquel buscador de tesoros aficionado disfrutara su ilusión. Pero Susana había trabajado mucho en aquel jardín para dejar que cualquier idiota con un mapa lo destrozara. Y, en cualquier caso, al menos echar a un intruso era algo constructivo.


Bajó lentamente los escalones hasta llegar al jardín en penumbra. Era muy sencillo seguir aquel haz de luz. Mientras caminaba hacia él, Paula se debatía entre usar la maldición de los Chaves o anunciar la próxima llegada de la
policía. Ambas eran formas bastante efectivas de deshacerse de intrusos. Y en cualquier otro momento, la perspectiva la habría divertido.


Cuando la luz pestañeó, se detuvo y frunció el ceño, intentando escuchar. Solo se oía el sonido de su propia respiración. No se movía una sola hoja. Ningún pájaro cantaba entre los arbustos. 


Se encogió de hombros y continuó caminando.


A lo mejor la habían oído y habían emprendido y a la retirada, pero quería asegurarse.


En la oscuridad, estuvo a punto de caerse sobre un montón de tierra. Toda posible diversión se desvaneció cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad y vio el destrozo que habían causado en el precioso lecho de dalias de Susana.


—Canallas —musitó, y pateó un montón de tierra—. ¿Qué demonios os creéis, estúpidos? —con un pequeño gemido, se inclinó para levantar uno de los capullos. Estaba cerrando los dedos sobre él cuando alguien le tapó la boca.


—No hagas ningún ruido —le susurró una voz al oído.


En cuanto reaccionó, Paula comenzó a retorcerse, pero se quedó petrificada al sentir la punta de un cuchillo en el cuello.


—Haz exactamente lo que te diga y no te haré daño. Intenta gritar, y te rebanaré la garganta, ¿entendido?


Paula asintió y dejó escapar un largo y cuidadoso suspiro cuando él apartó la mano de su boca. Habría sido una tontería preguntarle que qué quería. Conocía de antemano la respuesta. Pero aquella no era una excursión turística ni una broma divertida para la media noche.


—Está perdiendo el tiempo. Las esmeraldas no están aquí.


—No intentes jugar conmigo. Tengo el mapa.


Paula cerró los ojos y reprimió una histérica y peligrosa carcajada.




No hay comentarios:

Publicar un comentario