domingo, 7 de julio de 2019

CAPITULO 72 (TERCERA HISTORIA)




—Tú sabes dónde están —Hawkins le tiró de la cabeza hacia atrás y Paula estuvo a punto de gritar.


—Si supiera dónde están, las tendría.


—Ese es un truco publicitario —la hizo girar y posó la punta del cuchillo en su mejilla—. Lo sé todo. Habéis estado mintiendo para conseguir que vuestro apellido saliera en los periódicos. He invertido mucho tiempo y mucho dinero en todo esto y pienso recuperarlo esta noche.


Paula estaba demasiado asustada para moverse. Bastaría el más ligero temblor para que aquel cuchillo atravesara su piel. Reconocía la furia de sus ojos de la misma forma que lo había reconocido a él. Era el hombre al que Pedro había llamado Hawkins.


—El mapa —empezó a decir, y entonces oyó que Pedro la llamaba. Antes de que hubiera podido respirar, el cuchillo estaba otra vez en su garganta.


—Un solo grito y te mataré, y después lo mataré a él.


De todas formas iba a matarlos a los dos, pensó histérica. Lo veía en sus ojos.


—El mapa —dijo en un susurro—, es un engaño —jadeó al sentir la presión de la hoja del cuchillo en la piel—. Se lo demostraré. Puedo enseñarle dónde están las esmeraldas.


Tenía que alejarlo de allí, tenía que alejarlo de Pedro. Este estaba llamándola otra vez y la frustración que se reflejaba en su voz hizo que volvieran a llenársele los ojos de lágrimas.


—Hay que bajar por allí —señaló en un impulso y dejó que Hawkins la arrastrara por el camino, hasta que dejó de oír la voz de Pedro. Al final del jardín, el camino se dirigía hacia las rocas. Desde allí, se oía con fuerza el sonido del mar—. Por allí.


Se tambaleó cuando Hawkins la empujó por aquel terreno irregular. A un lado, el camino se inclinaba hacia la loma. Bajo ellos, se veían los dentados perfiles de las rocas y el mar embravecido.


Cuando la alcanzó el primer haz de luz de la linterna, Paula se sobresaltó y miró desesperadamente por encima del hombro. Se había levantado el viento, pero ella ni siquiera lo había notado. Las nubes continuaban ocultando la luna y amortiguando por tanto la luz.


¿Estarían suficientemente lejos?, se preguntó. ¿Habría renunciado ya Pedro a buscarla y habría vuelto al interior de la casa, donde estaría a salvo?


—Si lo que pretendes es empujarme…


—No, están allí —tropezó con un montón de piedras y continuó bajando por una zona de pronunciada inclinación—. Allí abajo, en una caja escondida debajo de las rocas.


Se iría alejando lentamente, se dijo a sí misma, mientras todo su instinto de supervivencia le gritaba que echara a correr. Mientras él estaba entretenido buscando las esmeraldas, podría dar media vuelta y salir corriendo.


Pero Hawkins le agarró la falda, desgarrándola.


—Un movimiento equivocado y eres mujer muerta —Paula vio el resplandor de sus ojos mientras se inclinaba—. Y si no encuentro la caja, también te mataré.


Entonces alzó la cabeza, como un lobo en alerta. En medio de la oscuridad, se oyó un juramento de Pedro mientras se abalanzaba sobre él.


Paula gritó al ver el resplandor de la hoja del cuchillo. Hawkins y Pedro cayeron a su lado y rodaron sobre las rocas. Todavía seguía gritando cuando saltó sobre la espalda de Hawkins e intentó agarrarle la mano con la que sujetaba el cuchillo. El arma se clavó en el suelo, a solo unos centímetros del rostro de Pedro antes de que Hawkins se deshiciera de Paula con una sacudida.


—¡Maldita sea, corre! —le gritó Pedro, agarrando a Hawkins por la muñeca con ambas manos. Un segundo después, gemía al sentir el puño de Hawkins rozando su sien.


Estaban forcejeando otra vez, el ímpetu los hizo bajar rodando la colina. Paula corrió, pero hacia ellos. Al hacerlo, resbaló y envió sobre ellos una lluvia de piedras. Jadeando para tomar aire, agarró una piedra. Su siguiente grito rasgó el aire mientras veía la pierna de Pedro oscilando en el espacio, al borde del acantilado.


Lo único que Pedro podía ver era el rostro que se contorsionaba sobre el suyo.


Lo único que podía oír era a Paula gritando su nombre. Después vio las estrellas cuando Hawkins le empujó la cabeza contra las rocas. Por un instante, quedó suspendido en el borde de aquel precipicio, colgando entre el cielo y el mar. Con las manos, se aferraba al sudoroso antebrazo de Hawkins. Cuando el cuchillo bajó, olió la sangre y oyó el gruñido triunfal de Hawkins.


Pero había algo más en el ambiente. Algo apasionado y suplicante…, tan intangible como el viento, pero tan fuerte como las rocas. Lo golpeó como un puño. Era el convencimiento de que no solo estaba luchando por su vida, sino también por la vida que Paula y él iban a construir juntos.


No podía perderla. Con cada átomo de fuerza que le quedaba, golpeó con el puño el rostro que sonreía ante él. Comenzó a salir sangre de la nariz de Hawkins y en cuestión de segundos estaban luchando cuerpo a cuerpo otra vez, con el cuchillo entre ellos.


Paula agarraba la piedra con las dos manos para hacerla caer cuando los hombres que estaban a sus pies cambiaran de posición. 


Sollozando, retrocedió.


Oyó gritos y ladridos tras ella. Agarró con fuerza la única arma que tenía y rezó para tener oportunidad de utilizarla.


De pronto, los forcejeos cesaron y los dos hombres se quedaron inmóviles.


Con un gemido, Pedro empujó a Hawkins a un lado y consiguió ponerse de rodillas. Su rostro era una máscara de dolor y sangre, una sangre que también salpicaba su ropa. Sacudió débilmente la cabeza, intentando pensar, y miró hacia Paula. Esta permanecía como un ángel vengador, con el pelo al viento y agarrando una piedra con las dos manos.


—Ha caído sobre su propio cuchillo —dijo Pedro con voz distante—. Creo que está muerto —aturdido, dejó caer la mano hacia el hombre que acababa de morir. Después alzó la cabeza otra vez—. ¿Estás herida?


—Oh, Pedro. Oh, Dios mío —la piedra resbaló de sus manos mientras caía de rodillas delante de él.


—Estoy bien —Pedro le palmeó el hombro y le acarició el pelo—. Estoy bien —repitió, aunque se sentía tan terriblemente débil que pensaba que iba a desmayarse.


El perro fue el primero en llegar y, tras él, llegaron los demás como una tromba, en camisón, pijama, o con los vaqueros puestos a toda velocidad.


—Paula —Amelia tocaba desesperada el cuerpo de su hermana en busca de heridas—. ¿Estás bien? ¿Estás herida?


—No —pero los dientes comenzaron a castañetearle a pesar del calor de la noche—. No, él… Pedro —bajó la mirada y vio a Teo agachado a su lado, examinando la herida que tenía en el brazo—. Estás sangrando.


—No mucho…


—Es poco profunda —dijo Teo entre dientes—. Pero supongo que tiene que doler de una forma infernal.


—Todavía no —murmuró Pedro.


Teo alzó la cabeza y vio a Samuel caminando hacia el hombre que yacía en el suelo. Samuel sacudió la cabeza con los labios apretados.


—Está muerto —dijo brevemente.


—Era Hawkins —Pedro consiguió ponerse de pie—. Había atrapado a Paula.


—Hablaremos de eso más tarde —dijo Coco con una sequedad impropia de ella y agarró a Pedro del brazo—. Ambos están en estado de shock. Llevémoslos a casa. —Vamos, pequeña —Samuel levantó a Paula en brazos.


—Yo no estoy herida —desde la cuna de sus brazos, estiró la cabeza para mirar a Pedro—. Está sangrando. Necesita ayuda.


—Nosotros nos encargaremos de todo —le prometió Samuel mientras cruzaban el jardín—. No te preocupes, cariño, el profesor es más fuerte de lo que tú crees.


Frente a ellos, se alzaban Las Torres, con todas las ventanas encendidas.


Retumbó un trueno sobre su altura y se oyó su eco en el silencio de la noche. De pronto, apareció una figura alta en la terraza del segundo piso, con un bastón en la mano y un revolver de cromo en la otra.


—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Carolina—. ¿Cómo se supone que puede disfrutar una persona de una noche decente de sueño con todo este alboroto?


Coco miró hacia arriba con extremo cansancio.


—Oh, cállate y vuelve a la cama.


Por alguna extraña razón, Paula apoyó la cabeza en el hombro de Samuel y comenzó a reír a carcajadas.



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