jueves, 8 de agosto de 2019
CAPITULO 38 (QUINTA HISTORIA)
Un pequeño comité los esperaba. Hernan y, para sorpresa de Paula, su hermano, Samuel.
—He dejado a los niños en Las Torres —le dijo Hernan—. Con tu perro, Pedro.
—Gracias.
Paula acababa de salir del coche cuando Samuel la agarró por los hombros y la miró a los ojos.
—¿Estás bien? ¿Por qué demonios no me has llamado? ¿Te ha puesto las manos encima?
—Estoy bien, Samuel, estoy bien —dijo Paula, e, instintivamente, le acarició la mejilla y lo besó—. No te llamé porque ya tenía dos caballeros de blanca armadura para defenderme. Y puede que él me haya puesto las manos encima, pero yo le he devuelto puñetazos. Creo que le rompí el labio.
Samuel dijo algo muy desagradable sobre Dumont y abrazó a su hermana.
—Tendría que haberlo matado hace años, cuando me lo contaste todo.
—No digas eso —dijo Paula, abrazando a su hermano—. Ya ha terminado todo y quiero que lo olvidemos y que Kevin no sepa nada de ello. Ahora, vámonos, te llevo a casa.
—Tengo cosas que hacer —dijo Samuel mirando a Pedro fríamente, por encima del hombro de Paula—. Ve tú. Yo voy luego.
—De acuerdo —dijo Paula, y lo besó otra vez—. Hernan, gracias por cuidar de Kevin.
—No te preocupes.
Pedro se despidió de Paula con un largo beso. Hernan miró a Samuel, que fruncía el ceño, y tuvo que contener la risa.
—Hasta luego, nena.
Paula se sonrojó, aclarándose la garganta.
—Sí, bueno… Adiós.
Pedro se metió las manos en los bolsillos y esperó a que Paula se hubiera marchado para dirigirse a Samuel.
—Supongo que quieres hablar conmigo.
—Claro que quiero hablar contigo.
—Pues tendrá que ser en el barco, tengo un tour pendiente.
—¿Queréis un árbitro? —dijo Hernan, y se ganó dos miradas fulminantes—. Qué pena, no quería perdérmelo.
Consumiéndose, Samuel siguió a Pedro por el muelle y subió tras él al barco.
Esperó a que diera las órdenes para zarpar y, cuando estaban en la cabina del timón,
Pedro miró a Samuel.
—Si van a ser más de quince minutos, estás invitado a un paseo en barco.
—Tengo tiempo de sobra —dijo Samuel, acercándose a Pedro y separando las piernas como un pistolero—. ¿Qué diablos estás haciendo con mi hermana?
—Creo que ya lo habrás adivinado —dijo Pedro fríamente.
Samuel apretó los dientes.
—Si crees que me voy a quedar parado mientras tú ligas con ella, te equivocas. Cuando se fue con Dumont yo no estaba presente, pero ahora estoy aquí.
—Yo no soy Dumont —dijo Pedro, haciendo esfuerzos por contenerse—. Si quieres descargar en mí lo que él le hizo, está bien, yo tengo ganas de matar a alguien desde que vi a ese bastardo encima de ella. Así que, si quieres tomarla conmigo, adelante.
Aunque la invitación tentaba a Samuel, despertando un elemental instinto masculino, Samuel retrocedió.
—¿Qué quieres decir con eso de que estaba encima de ella?
—Lo que acabo de decir —dijo Pedro—, que la tenía en el suelo, y estaba sentado encima de ella. Me dieron ganas de matarlo, pero no creo que a ella le hubiera gustado.
Samuel respiró profundamente, tranquilizándose.
—Y lo tiraste al agua.
—Bueno, antes de eso, le di algunos golpes. Pensé que tal vez no supiera nadar.
Más tranquilo, Samuel asintió.
—Hernan tuvo unas palabras con él cuando salió del agua. Ya se habían enfrentado en otras ocasiones. No creo que vuelva, por si vuelve a encontrarse con alguno de nosotros —dijo. Sabía que debía alegrarse, pero lo lamentaba, porque también él quería ponerle las manos encima—. Te agradezco que la cuidaras, pero eso no impide que no me guste que… Es muy vulnerable y lo ha pasado muy mal. No quiero que ningún hombre se aproveche de ello.
—Le di té y ropa seca —dijo Pedro entre dientes—. Y ahí habría quedado la cosa si ella hubiera querido, pero quiso quedarse conmigo.
—No quiero que vuelva a sufrir. Puede que cuando la mires veas a una mujer atractiva, pero es mi hermana.
—Estoy enamorado de tu hermana —dijo Pedro, y giró la cabeza al oír la puerta de la cabina.
—Listos, capitán.
—Pues vámonos —dijo apretando los dientes e inició la maniobra para zarpar.
—¿Quieres que tenga que vérmelas contigo? —dijo Samuel.
—¿Estás sordo o qué? Estoy enamorado de ella, maldita sea.
—Bueno, entonces… —dijo Samuel y, desconcertado, se sentó en un pequeño banco de la cabina.
Quería aclarar sus pensamientos. Después de todo, Paula apenas lo conocía, aunque no tenía por qué importar, él se había enamorado de Amelia en cuanto la vio.
Si él pudiera elegir un hombre para su hermana, habría sido alguien parecido a Pedro Alfonso.
—¿Se lo has dicho? —le preguntó Samuel, con un tono considerablemente menos beligerante.
—Vete al infierno.
—No se lo has dicho —dijo Samuel—. ¿Y ella siente lo mismo por ti?
—Lo sentirá —dijo Pedro, apretando los dientes—. Necesita tiempo, eso es todo.
—¿Eso ha dicho?
—Eso es lo que yo digo —dijo Pedro, mesándose los cabellos—. Mira, Chaves, dame un puñetazo en las narices si quieres, ya he tenido bastante.
Samuel sonrió.
—Estás loco por ella, ¿eh?
Pedro se limitó a gruñir, sin apartar la vista del mar.
—¿Y qué pasa con Kevin? —dijo Samuel, estudiando el perfil de Pedro—. Hay hombres que no querrían hacerse cargo del hijo de otro.
—Kevin es el hijo de Paula —dijo Pedro con una mirada penetrante—. Y será mi hijo.
Samuel guardó silencio unos instantes antes de proseguir.
—Entonces, quieres el paquete completo.
—Exacto —dijo Pedro, encendiendo un cigarro—. ¿Algún problema?
—Al contrario —dijo Samuel sonriendo y aceptó el cigarro que le ofreció Pedro—. Pero no sé si para ti lo será. Mi hermana es muy testaruda. Pero viendo que casi eres un miembro de la familia, me encantará ayudar.
Pedro frunció los labios.
—Gracias, pero prefiero hacerlo solo.
—Como quieras —dijo Samuel, y se dispuso a disfrutar del paseo.
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