jueves, 8 de agosto de 2019
CAPITULO 40 (QUINTA HISTORIA)
B. se está comportando extrañamente. Desde que hemos vuelto a la isla después del verano, está distraída, sueña despierta. Llega tarde al té, olvida citas. Intolerable. Molestos disturbios en México. He despedido al ayuda de cámara. Ha puesto mucho almidón en las camisas.
Increíble, pensó Paula, leyendo las notas de Felipe, que tenía una caligrafía sinuosa, casi indescifrable. Podía hablar de su esposa, de una guerra potencial o del ayuda de cámara con el mismo tono irritado. Qué vida tan miserable debió tener Bianca, qué terrible debió ser verse atrapada en su matrimonio, controlada por un déspota y sin poder manejar su propia vida.
Pero peor hubiera sido, se dijo Paula, que Bianca lo hubiera amado.
Como hacía a menudo en las horas tranquilas que precedían al sueño, Paula volvió a fijarse en las páginas finales del libro, repletas de números y lamentó no haber podido ir a la biblioteca todavía.
Aunque, tal vez, le sería más útil hablar con Amelia. Amelia sabría si Felipe tenía cuentas bancarias en el extranjero o depósitos en cajas de seguridad.
Se preguntó si allí estaría la clave de todo. Felipe tuvo casas en Maine y Nueva York, aquellos números podían corresponder a cajas de seguridad. Tal vez fueran combinaciones.
Le pareció una idea muy atractiva, una respuesta lógica a un intrincado rompecabezas.
Era algo que encajaba con la personalidad de un hombre tan obsesionado por el dinero como Felipe Calhoun.
¿No sería fantástico, se dijo, que encontraran algún depósito en una oxidada caja de seguridad? Llevaría ochenta años sin abrirse y la llave se habría perdido. ¿Y el contenido? ¿Rubíes o bonos negociables? ¿Una fotografía vieja o un mechón de cabello?
Cerró los ojos y se rio de sí misma.
—No te dejes llevar por la imaginación, Paula —murmuró—, puede llevarte demasiado lejos.
—¿Qué?
Paula se sobresaltó como un conejo, y se le cayeron las gafas.
—Maldita sea, Pedro.
Pedro sonreía, mientras cerraba las puertas de la terraza a sus espaldas.
—Yo creía que te alegrarías de verme.
—Y me alegro, pero no sé por qué tienes que entrar sin avisar.
—Acabo de trepar por los balcones del hotel, ¿cómo iba a entrar, con una banda de música? —dijo Pedro, y se acercó a la silla donde estaba sentada Paula, inclinándose para besarla como un hombre hambriento—. Me alegro de que hables sola.
—Yo no hablo sola.
—Acabas de hacerlo, por eso he decidido dejar de mirarte y entrar. Estás muy guapa sentada a tu mesa, con el pelo recogido, las gafas y esa bata.
Paula deseó que su bata se transformara en un seductor camisón de seda, pero no tenía ninguna prenda atractiva con la que adornarse.
—Pensé que ya no ibas a venir. Es muy tarde.
—Me imaginé que habría muchas preguntas sobre lo de ayer y que querrías acostar a Kevin. No sabe lo que ha pasado, ¿verdad?
—No —dijo Paula, conmovida porque Pedro le preguntara por Kevin—. Los niños no lo saben y todos los demás han estado maravillosos. Es como pensar que estás solo en plena batalla y, de repente, te encuentras rodeado por un círculo de escudos —dijo, y sonrió, inclinando la cabeza a un lado—. ¿Qué estás escondiendo?
Pedro escondía una mano detrás de la espalda, que sacó, mostrándole a Paula una peonía, gemela de aquella que ya le había dado.
—Una rosa sin espinas —le dijo.
Paula lo miró, y todo lo que pudo pensar por un instante fue que aquel hombre fascinante la deseaba. Pedro fue a poner la flor en el jarrón, para sustituir la otra flor ya marchita.
—No la tires —le dijo Paula, sintiéndose un poco tonta.
—¿Eres sentimental, Pau? —dijo Pedro, y dejó los dos capullos en el jarrón—. ¿Te sientas aquí a trabajar hasta tarde mirando la flor y pensando en mí?
—Podría ser —dijo Paula, observando la irresistible sonrisa de Pedro—. Sí, he pensado en ti. Aunque no siempre bien.
—Me basta con que pienses en mí —dijo Pedro, besándola en la palma de la mano —. Casi.
Tiró de ella, se sentó él en la silla, y luego la sentó en sus rodillas.
—Así está mucho mejor —dijo.
Paula apoyó la cabeza en su hombro.
—Todo el mundo se está preparando para la celebración del cuatro de julio —dijo perezosamente—. Coco y El Holandés discuten sobre recetas para salsa barbacoa y los niños están decepcionados porque no les dejamos tirar cohetes.
—Acabarán por hacer dos salsas y preguntarle a todo el mundo su opinión —dijo Pedro, pensando en lo agradable que era estar allí sentado, tranquilamente, al final de un largo día de trabajo—. Y a los niños les encantarán los fuegos que siempre organiza Teo.
Kevin no había hablado de otra cosa en toda la tarde, recordó Paula.
—He oído que va a ser un espectáculo.
—Ya verás. ¿Te gustan los fuegos artificiales?
—Casi tanto como a los chicos —dijo Paula riendo, y se estrechó contra Pedro—. No puedo creer que ya estemos en julio.
—Sí, parece mentira —dijo Pedro—. ¿Qué haces? ¿Estás con el libro de Felipe?
—Sí. No sabía que hubiera amasado una fortuna semejante o que tuviera tan poca consideración por la gente. Mira aquí —dijo Paula señalando la página con un dedo —. Escribe de Bianca como si fuera una posesión. Comprobaba las cuentas todos los días, hasta el último céntimo. Hay una anotación en la que le sustrae treinta y tres céntimos del sueldo a la cocinera por discrepancias con la compra de alimentos.
—Hay mucha gente que en lo primero que piensa es en el dinero —dijo Pedro, hojeando el libro—. Yo no puedo estar seguro de que no estés sentada encima de mí por mi cuenta bancaria, que conoces hasta el último detalle.
—No tienes un dólar.
—Alguno tengo.
—Muy pocos, pero es normal en los primeros años de un negocio, y cuando hay que añadir el gasto de equipamiento, la hipoteca de la casa, los seguros y las licencias mercantiles…
—Dios, me encanta cuando hablas así —dijo Pedro cerrando el libro y jugueteando con la oreja de Paula—. Háblame de balances y de cobros trimestrales. Los cobros trimestrales me vuelven loco.
—Entonces, te alegrará saber que Hernan y tú no le dais la importancia que tienen a los impuestos trimestrales.
—¿Qué quieres decir?
—Le debéis al gobierno otros doscientos treinta dólares, que habrá que añadir al próximo pago o que, sabiamente, puedo enviar en una enmienda de devolución.
—¿Y por qué tenemos que pagarles por adelantado? —dijo Pedro.
Paula le dijo un beso en la frente.
—Porque, si no lo haces, la oficina de Hacienda te va a hacer la vida imposible.
—He cambiado de opinión. No me gusta que me hables como una contable — dijo Pedro y metió una mano bajo la bata de Paula—. Vamos a la cama, voy a decirte lo que me gusta más de ti.
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Ayyyyyyyyy me encanta esta historia.
ResponderEliminarMe encanta esta familia! Cómo se protegen a sr contienen! Son fan de la tía Carolina jajaja
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