domingo, 11 de agosto de 2019

CAPITULO 47 (QUINTA HISTORIA)





Coco dio un chillido al verlo, llevándose las manos a la cara. Pedro se dirigió a la cocina de la familia, apoyado en Hernan.


—¡Oh, pobrecito mío! ¿Qué ha pasado? ¿Has tenido un accidente?


—Sí —dijo Pedro—. Coco, te doy todo lo que tengo, incluida mi alma inmortal, por una bolsa de hielo.


—¡Dios mío!


Apartó a Hernan y tomó el rostro de Pedro entre las manos. Además de moretones y arañazos tenía un corte debajo de un ojo. El otro ojo estaba inyectado de sangre e hinchado. Coco no tardó mucho en darse cuenta de que eran consecuencia de puñetazos.


—No te preocupes, cariño, nosotros te cuidaremos. Hernan, ve a mi habitación, hay un frasco de calmantes en el botiquín.


Pedro cerró los ojos, y oyó el trajín de Coco por la cocina. Un rato más tarde se sobresaltó al notar que le ponían una toalla mojada en el corte del ojo.


—Tranquilo, tranquilo, cariño —dijo Coco—. Sé que duele, pero tenemos que limpiarlo para que no se infecte. Voy a poner un poco de yodo, así que sé valiente.


Pedro sonrió, y al hacerlo le dolió el labio.


—Te quiero, Coco.


—Yo también te quiero, cariño.


—Vamos a fugarnos. Esta noche.


Coco le respondió besándolo en el frente con ternura.


—No deberías pelear, Pedro. No resuelve nada.


—Lo sé.


Paula, sin aliento por la carrera, irrumpió en aquel momento.


—Hernan ha dicho que… Oh, Dios mío.


Corrió al lado de Pedro, le tomó la mano y la apretó con fuerza.


—Estás muy mal. Hay que llevarte al hospital.


—Las he pasado peores.


—Hernan ha dicho que dos hombres te han atacado.


—¿Dos? —exclamó Coco—. ¿Te han atacado dos hombres? —dijo, y toda la dulzura desapareció de sus ojos, cuya mirada se endureció como el acero—. Qué cerdos. Alguien debería enseñarles lo que es una pelea justa.


A pesar de su labio, Pedro sonrió.


—Gracias, cariño, pero ya lo he hecho yo.


—Espero que les hayas dado una paliza —dijo Coco, y siguió curándolo—. Paula, querida, trae una bolsa de hielo.


Paula obedeció. Estaba rota en mil pedazos, por cómo tenía la cara y porque no la había mirado.


—Toma —dijo poniendo la bolsa de hielo debajo del ojo, mientras Coco le curaba los nudillos ensangrentados.


—Yo puedo sostenerla, gracias —dijo Pedro.


—Hay antiséptico en el armario de la izquierda, en el segundo estante —dijo Coco.


Paula, con ganas de sollozar, fue a buscarlo.


La puerta volvió a abrirse, para dejar entrar a una multitud. La incomodidad inicial de Pedro ante las visitas se convirtió en asombro al escuchar las expresiones de indignación de las Calhoun. Se trazaban y desechaban planes de venganza, mientras él sufría los pinchazos del yodo.


—¡Dejadle al chico un poco de aire! —ordenó Carolina, apartando a sus sobrinas y sobrinos como una reina entrando en su corte—. Te han dado una buena, ¿eh?


—Sí, señora.


—Dumont —murmuró Carolina, de modo que solo Pedro la oyó.


—Sí.


Carolina miró a Coco.


—Me parece que estás en buenas manos. Yo tengo que ir a llamar por teléfono — dijo sonriendo.


Tener contactos era muy útil, pensó, saliendo de la cocina apoyada en el bastón.


El propio Dumont se había puesto una soga al cuello, y aquel paso en falso significaba que su carrera había llegado a un desagradable fin.


Nadie se metía con la familia de Carolina Calhoun.


Pedro la vio irse, luego se tomó el calmante que Coco le ofrecía. Al tragar le dolió el cuello y el costado.


—Vamos a quitarte la camisa —dijo Coco, y atacó la camisa con unas tijeras de cocina. Se hizo el silencio cuando quedó expuesto el amoratado torso de Pedro.


—Oh, Dios, mi niño —dijo Coco con lágrimas en los ojos.


—No mimes al chico —dijo El Holandés, que entraba con dos botellas en la mano. En cuanto vio a Pedro apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolió, pero trató de mantener el tono tranquilo de su voz—. No es ningún niño. Toma un trago de esto, capitán.


—Acaba de tomar un calmante —dijo Coco.


—Tómate un trago.


Pedro hizo una mueca al sentir el whisky en la boca, pero era el menor de muchos otros dolores.


—Gracias.


—Mira cómo estás —dijo El Holandés—. Mira que dejarte pegar así, igual que un señorito de ciudad con esponjas en vez de puños.


—Eran dos —dijo Pedro.


—¿Y? —dijo el holandés, aplicando alcohol a los moretones—. ¿Estás en tan mala forma que ya no puedes con dos?


—Les he dado una buena —dijo Pedro, y probó a tocar un diente con la lengua, dolía, pero no lo había perdido.


—Más te vale —dijo El Holandés—. Ladrones, ¿no?


Pedro miró a Paula.


—No.


—Tienes las costillas amoratadas —dijo El Holandés sin prestar atención a la respuesta de Pedro, y presionó en las costillas—. Pero no están rotas. ¿Has perdido el conocimiento?


—Tal vez —dijo Pedro, admitiéndolo de mala gana—. Un minuto.


—¿Visión borrosa?


—No, doctor, ahora no.


—No te hagas el listo. ¿Cuántos? —dijo el holandés sosteniendo dos dedos ante sus ojos.


—Ochenta y siete —dijo Pedro y quiso beber otro trago de whisky.


Pero Coco le quitó la botella.


—No bebas nada más, te he dado un calmante.


—Las mujeres creen que lo saben todo —dijo El Holandés, pero miró a Coco con una sonrisa, porque sabía que tenía razón—. Ahora lo que te hace falta es una buena cama. ¿Quieres que te lleve?


—No —dijo Pedro, era una humillación sin la que podía pasarse, dijo besando la mano de Coco—. Gracias, cariño. Si supiera que tú ibas a ser mi enfermera, volvería a hacerlo —dijo y miró a Hernan—. ¿Me llevas a casa?


—Nada de eso —dijo Coco—. Te quedas aquí, donde podamos cuidarte. Puedes tener una conmoción, así que te quedas aquí para que podamos cuidarte y vigilarte.


—Cuentos —gruñó El Holandés, pero asintió. 


Estaba a su espalda y Pedro no podía verlo.


—Voy a preparar la cama en la habitación de invitados —dijo Amelia—. Catalina, ¿por qué no le preparas un baño caliente a nuestro héroe? Lila, trae hielo.


Pedro no tenía energía para oponerse a nada, así que se quedó sentado.


Lila le dio un beso en la boca.


—Vamos, chico duro.


Samuel ayudó a levantarlo.


—Dos, ¿eh? ¿Fuertes?


—Gorilas, más grandes que tú.


Subió las escaleras, ayudado por Samuel y Max, con la sensación de que estaba flotando.


—Voy a quitarte los pantalones —dijo Lila, cuando lo sentaron en la cama.


Pedro aún tuvo fuerzas para guiñarle un ojo.


—No sabía que te gustara.


Max, el marido de Lila, sonrió y se agachó para quitarle los zapatos. Él sabía lo que era ser curado y cuidado por las Calhoun, y se figuraba que cuando Pedro hubiera pasado lo peor, se daría cuenta de había aterrizado en el Paraíso.


—¿Quieres que te ayude a meterte en el baño? —dijo Max.


—Puedo solo, gracias.


—Llámame si tienes algún problema —dijo Samuel, manteniendo la puerta abierta, esperando a que todos salieran de la habitación—. Y, cuando estés mejor, quiero oír toda la historia.




No hay comentarios:

Publicar un comentario