domingo, 11 de agosto de 2019

CAPITULO 49 (QUINTA HISTORIA)





Pedro se despertó con un zumbido en la cabeza y pinchazos en el pómulo izquierdo. Con cada latido del corazón le dolían las costillas, era un martilleo persistente que seguramente duraría mucho. También notaba un dolor sordo en el hombro.


Se sentó, por probar. Rígido como un cadáver, pensó con disgusto, sacó los pies de la cama y se levantó. Fue a la ducha y se metió en ella con dificultad. Lo único que lo consolaba era saber que sus dos visitantes inesperados estarían sufriendo más que él.


Incluso el agua de la ducha le dolió, al dar sobre los moretones. Apretó los dientes, y esperó a que el dolor se convirtiera en meras molestias.


Llenó el lavabo de agua helada. Tomó aire y metió la cabeza, hasta que el frío le ocasionó un agradable aturdimiento.


Volvió al dormitorio. Había ropa limpia en una silla. Se vistió como pudo, sin dejar de maldecir. Estaba pensando en el café, una aspirina y un plato lleno cuando abrieron la puerta.


—No has debido levantarte —dijo Coco, entrando con una bandeja—. Ahora quítate esa camisa y vuelve a la cama.


—Cariño, llevo toda mi vida esperando oírte decir eso.


—Vaya, veo que estás mejor —dijo Coco riéndose y dejó la bandeja en la mesilla, luego se alisó el cabello.


Al verla, Pedro pensó que llevaba dos semanas sin cambiar el color de sus cabellos.


—Un poco.


—Pobrecito —dijo Coco, tocándole con cuidado los moratones de la cara. Aquella mañana su aspecto era peor todavía, pero no tuvo el valor de decirlo—. Por lo menos, siéntate y come.


—Me has leído el pensamiento —dijo Pedro, que estaba deseando sentarse—. Gracias.


—Es lo menos que podía hacer —dijo Coco, desplegando la servilleta. Pedro pensó que se la habría puesto en el cuello de no haberlo hecho él mismo—. Paula me ha contado lo que ha ocurrido. Que Bruno contrató a esos… a esos matones. Estoy pensando en ir a Boston y hablar con ese hombre.


La rabia de su mirada dejó en Pedro una cálida sensación. Coco era como una fiera diosa céltica.


—Nena, con él no tendrías ni para empezar —dijo Pedro, y tomó un bocado de huevos revueltos. Cerró los ojos al experimentar el sencillo placer de la comida caliente y sabrosa—. Vamos a olvidar el asunto, cariño.


—¿Olvidar el asunto? No puede ser. Tienes que llamar a la policía. Por supuesto, preferiría que fuerais todos a romperle las narices, pero, lo más correcto es llamar a la policía y que se ocupen de todo.


—Nada de policía —dijo Pedro—. Dumont va a sufrir mucho más sin saber lo que pienso hacer ni cuándo lo voy a hacer.


—Bueno, entonces… —dijo Coco, reflexionó y sonrió—. Sí, supongo que lo va a pasar mal.


—Sí. Y meter a la policía en esto no sería muy agradable ni para Paula ni para el niño.


—Tienes razón —dijo Coco, y se alisó los cabellos—. Me alegro de que te tengan a ti.


—Ojalá ella pensara lo mismo.


—Ya lo piensa. Pero tiene miedo. Paula ha tenido que pasar por mucho, y tú eres un hombre que confundirías a cualquier mujer.


—Eso crees, ¿eh?


—Lo sé. ¿Te duele mucho, cariño? Puedes tomarte otro calmante.


—Una aspirina es suficiente.


—Lo suponía —dijo Coco, y sacó una caja de aspirinas del bolsillo del delantal —. Tómatelas con el zumo.


—Sí, señora —obedeció Pedro, y siguió comiendo los huevos—. ¿Has visto a Paula?


—Estaba a punto de amanecer cuando la he podido convencer de que te dejara y se fuera a dormir.


Aquella información le hizo más bien que la comida.


—¿Sí?


—Te miraba de una forma… —dijo Coco, dándole una palmada en la mano—. Bueno, una mujer sabe de estas cosas. Sobre todo cuando está enamorada —dijo, y se sonrojó—. Supongo que ya sabrás que Niels y yo… Estos días han sido maravillosos. Mi matrimonio también fue maravilloso, y tengo recuerdos que conservaré toda mi vida, y en estos años he tenido algunas relaciones fantásticas, pero con Niels… —dijo Coco con una mirada soñadora—. Me hace sentir joven y vital, y casi delicada, y no solo en el sexo.


—Eh, eh, Coco —dijo Pedro, dejando la taza de café en la bandeja—, no me interesa ese tema.


Coco sonrió. Adoraba a aquel muchacho.


—Sé lo mucho que lo quieres.


—Pues… sí —dijo Pedro, que empezaba a sentirse atrapado en aquella silla—. Navegamos juntos durante mucho tiempo, y es…


—Cómo un padre para ti —dijo Coco—. Lo sé. Solo quería que supieras que lo quiero. Vamos a casarnos.


—¿Qué? —dijo Pedro, boquiabierto—. ¿Os vais a casar? ¿El Holandés y tú?


—Sí —dijo Coco, nerviosa, porque no podía decir si la expresión de Pedro era de sorpresa o de horror—. Espero que no te importe.


—¿Que no me importe? —dijo Pedro, a quien se le había quedado la mente en blanco. Pero al ver la mirada de ansiedad de Coco, se fue recuperando. Pedro empujó la mesilla y se levantó—. Imagínate, una mujer con clase como tú enamorándose de ese viejo rufián. ¿Seguro que no te ha puesto nada en la sopa?


Coco, aliviada, sonrió.


—Pues si es así, me gusta. ¿Tenemos tu bendición?


Pedro tomó sus manos y las miró.


—¿Sabes? Casi desde el momento que te conocí, me habría gustado que fueras mi madre.


—Oh, Pedro —dijo Coco, y los ojos se le llenaron de lágrimas.


—Supongo que ahora lo serás —dijo Pedro, y la besó en las dos mejillas, y luego en los labios—. Más vale que te trate bien o tendrá que vérselas conmigo.


—Soy muy feliz —dijo Coco, y se echó en brazos de Pedro sollozando—. Muy, muy feliz, Pedro. Ni siquiera lo vi en las cartas, ni en las hojas de té, simplemente ocurrió.


—Así son normalmente las mejores cosas.


—Quiero que seas feliz —dijo a Pedro, y este metió la mano en el bolsillo para ofrecerle a Coco un pañuelo de papel—. Quiero que creas en lo que tienes con Paula y que no lo dejes escapar. Te necesita, y Kevin también.


—Eso le he dicho yo —dijo Pedro con una pequeña sonrisa y le secó las lágrimas a Coco—. Pero supongo que no estaba preparada para escucharlo.


—Sigue diciéndoselo —dijo Coco con firmeza—. Sigue diciéndoselo hasta que se convenza —dijo, y si Paula necesitaba un pequeño empujoncito, ella estaba dispuesta a dárselo—. Bueno, tengo muchas cosas que hacer. Quiero que descanses, para que puedas ir a la merienda y los fuegos artificiales.


—Me encuentro bien.


—Sí, igual que si te hubiera atropellado un camión —dijo Coco y le arregló la cama, ahuecando las almohadas—. Puedes dormir otras dos horas o puedes sentarte en la terraza a tomar el sol. Hace un día maravilloso y podemos poner una hamaca. Cuando Paula se despierte, le diré que venga a darte un masaje.


—Eso suena muy bien. Voy a tomar el sol —dijo aproximándose a la terraza, pero oyó unos pasos apresurados en el vestíbulo.


Era Paula.


—No encuentro a Kevin —dijo—. Nadie lo ha visto en toda la mañana.




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