miércoles, 29 de mayo de 2019

CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)






Pedro regresó a su habitación. Allí tenía el maletín, lleno de trabajo que había querido terminar durante su ausencia de la oficina. Se sentó ante la mesa y abrió una carpeta.


Diez minutos más tarde, miraba por la ventana sin haber leído la primera palabra del informe.


Movió la cabeza, recogió la pluma y se ordenó concentrarse. Consiguió leer la primera palabra, incluso el primer párrafo. Tres veces. 


Disgustado, dejó la pluma y se levantó para caminar.


«Es ridículo» , pensó. Había trabajado en suites de hoteles de todo el mundo.


¿Por qué iba a ser distinta esa habitación? Tenía paredes y ventanas, un techo… por decirlo de alguna manera. La mesa era más que apropiada. Y si lo quería, incluso podía encender un fuego para añadir algo de alegría. Y calor. 


Dios sabía que no le iría mal un poco de calor después de los gélidos treinta minutos que había pasado en el almacén. No había motivo para que no pudiera sentarse y ocuparse de algunos negocios durante una o dos horas.


Salvo que no dejaba de recordar lo hermosa que había estado Paula al aparecer en su habitación con la bata de franela gris y descalza. Aún podía ver el brillo que había emanado de sus ojos y de su sonrisa. Frunció el ceño y se frotó el pecho. 


No estaba acostumbrado a ese dolor. Sí a los dolores de cabeza. Jamás del corazón.


Pero lo acosaba el recuerdo del modo en que se había introducido en sus brazos. Y su sabor… se preguntó por qué casi podía sentirlo todavía en los labios.


«Es la culpabilidad, nada más» , se aseguró. La había herido como sabía que nunca heriría a otra mujer. Sin importar lo indiferente que hubiera estado antes, era una culpa con la que iba a tener que vivir durante mucho tiempo.


Tal vez debería subir para hablar otra vez con ella. Se detuvo justo cuando tenía la mano en el picaporte. Eso solo empeoraría las cosas, si era posible. El hecho de que él deseara aliviar un poco de culpa no era excusa para volver a ponerla en una situación incómoda.


No cabía duda de que Paula sobrellevaba todo mejor que él. Era fuerte, resistente. Orgullosa. Suave. Notó que su mente empezaba a divagar. Cálida. Increíblemente hermosa.


Maldijo y otra vez se puso a andar. Lo mejor que podía hacer era concentrarse en la casa y no en sus ocupantes. Quizá los pocos días que llevaba allí le hubieran causado una conmoción personal, pero le habían dado la oportunidad de formular planes. Desde dentro. Le habían brindado un sabor de la atmósfera y la historia. Si podía serenarse unos momentos, lograría plasmar esos pensamientos en papel.


Pero fue inútil. En cuanto sus dedos aferraron la pluma, la mente se le quedó en blanco. Se dijo que se sentía encerrado. Necesitaba un poco de aire. Recogió su cazadora e hizo algo para lo que no se había concedido tiempo en los últimos
meses.


Dio un paseo.


Siguiendo su instinto, se dirigió hacia los riscos.


Bajó por el césped irregular y rodeó una tambaleante pared de piedra. En dirección al mar. El aire estaba fresco. Daba la impresión de que la primavera había decidido emprender la retirada. El cielo mostraba una tonalidad gris tormentosa, aunque había algunos fragmentos aislados de color azul. Unas valerosas flores silvestres se agitaban al viento.


Caminó con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. La depresión no era una sensación familiar, y estaba decidido a eliminarla con un buen ejercicio. Al mirar atrás, pudo ver las cumbres de las torres a su espalda. Giró otra vez hacia el mar, imitando sin saberlo la postura de un hombre que tres décadas antes había pintado allí.


«Grandioso» , fue la única palabra que se le ocurrió. Las rocas descendían casi en picado, rosadas y grises allí donde el viento las sacudía, negras donde el agua las golpeaba. El agua oscura estaba coronada por unas crestas blancas. Había bruma y el aire contenía la amenaza fresca de la lluvia.


Tendría que haber sido una visión sombría. Pero sencillamente era espectacular.


Deseó que Paula estuviera a su lado, antes de que pasara el tiempo o el viento cambiara. «Sonreiría» , pensó. Si hubiera estado allí, la belleza del paisaje no lo haría sentir tan solo. Tan condenadamente solo.


El hormigueo que experimentó en la nuca lo impulsó a darse la vuelta, y a punto estuvo de alargar los brazos. Había estado convencido de que la vería caminar hacia él. No vio nada más que la pendiente pedregosa. Sin embargo, permanecía la sensación de otra presencia, muy real.


«Eres un hombre sensato» , se aseguró. Sabía que se encontraba solo. Pero era como si alguien estuviera a su lado, a la espera, observando. Por un momento, tuvo la certeza de que percibía una leve fragancia a madreselva.


«Es la imaginación» , decidió, aunque su mano no se mostró muy firme cuando la levantó para apartarse el pelo de los ojos.


Entonces captó un llanto. Se quedó quieto al escuchar el sonido triste y sereno de un sollozo justo por debajo del ruido del viento. Subía y bajaba, como el mismo mar. Algo le atenazó el estómago cuando se afanó por escuchar… aunque el sentido común le decía que no había nada que oír.


Se preguntó si sufriría una crisis nerviosa. «Pero el sonido es real, maldita sea. No una alucinación» . Despacio, con todos los sentidos en alerta, bajó por entre un grupo de rocas.


—¿Quién anda ahí? —gritó mientras el sonido se convertía en un suspiro que desaparecía en el viento. Lo persiguió y aceleró el descenso, impulsado por una urgencia que le martilleaba la sangre. Una lluvia de piedras sueltas se desprendió al espacio, devolviéndolo de golpe a la realidad.


Se preguntó qué diablos estaba haciendo. 


¿Bajar por un risco en pos de un fantasma? Alzó las manos y vio que a pesar del viento las palmas le sudaban. Lo único que podía oír en ese momento era el latido frenético de su propio corazón.


Después de obligarse a quedarse quieto y respirar hondo para calmarse, miró alrededor.


Acababa de reemprender el regreso cuando oyó otra vez el sonido. Llanto.


«No» , se dijo. Un gemido. Sonaba claro y casi bajo sus pies. Se puso en cuclillas y buscó detrás de un saliente rocoso. Se encontró con una visión desoladora. El pequeño cachorro negro apenas era algo más que una bola de huesos cubierta de pelo. Lo invadió el alivio y rio en voz alta. Después de todo, no se había vuelto loco. Mientras él lo estudiaba, el cachorrito aterrado trató de retroceder, pero no
tenía adonde ir. Tembloroso, sus pequeños y asustados ojos se clavaron en Pedro.


—Has vivido tiempos duros, ¿eh? —con cautela, alargó la mano, listo para retirarla si el cachorro le lanzaba un mordisco. Pero el animalito se encogió y gimió—. No pasa nada, amigo. Relájate. No te haré daño —lo acarició con suavidad entre las orejas. Sin dejar de temblar, el cachorro le lamió la mano—. Supongo que te sientes bastante solo —suspiró mientras lo calmaba—. Yo también. ¿Por qué no volvemos a la casa? —lo alzó y lo metió bajo la cazadora para la ascensión.


Cuando había recorrido la mitad del trayecto, se detuvo. Había como mínimo unos cincuenta metros entre el sitio desde el que había contemplado el mar y el punto donde había encontrado al cachorro. Se le humedecieron otra vez las palmas de las manos al comprender que habría sido imposible oír los gemidos del cachorro desde el risco de arriba. La distancia y el viento habrían absorbido los gimoteos. Sin embargo, había oído algo. Y ello lo había impulsado a bajar para encontrar al animal perdido.


—¿Qué diablos ha sido? —murmuró, pegando al perro a su pecho mientras ponía rumbo a la casa.


Al cruzar el césped empezó a sentirse tonto. 


¿Qué se suponía que iba a contarle a sus anfitrionas? « ¿Mirad lo que me ha seguido? ¿Qué os parece…? ¿Sabéis una cosa? Decidí arriesgar mi vida al bajar por el risco. Mirad lo que he encontrado» . Ninguno de los dos comienzos parecía adecuado. Lo sensato sería
meterse en el coche y llevar al perro a la ciudad. 


Sin duda allí encontraría a un veterinario o un refugio para animales. Pero descubrió que no podía entregar esa bola temblorosa de piel a unos desconocidos. El pequeñajo confiaba en él e incluso y a se había acurrucado bajo su corazón. Mientras reflexionaba sobre el mejor curso de acción, Paula salió de la casa.


Pedro cambió de postura e intentó parecer natural.


—Hola.


—Hola —ella se detuvo para abrocharse la cazadora vaquera—. Nos hemos quedado sin leche. ¿Necesitas algo de la ciudad?


«Una lata de comida para perros» , pensó, y carraspeó.


—No, gracias. Yo, eh… —el cachorro se retorció contra su camisa—. ¿Habéis encontrado algo?


—Un montón de cosas, pero nada que nos indicara dónde buscar el collar — su infelicidad se transformó en curiosidad al observar las ondas que se formaban debajo de la cazadora de Pedro—. ¿Va todo bien?


—Sí. Desde luego —carraspeó y cruzó los brazos—. He ido a dar un paseo.


—Perfecto —«qué incómodo» , pensó ella. Él era incapaz de mirarla a los ojos—. Si tienes hambre, la tía Coco está preparando un almuerzo ligero.


—Oh… gracias.


Iba a pasar al lado de él cuando un ladrido agudo la hizo frenar en seco.


—¿Qué?


—Nada —ahogó una risita involuntaria cuando el cachorro se movió contra sus costillas.


—¿Estás bien?


—Sí, sí, lo estoy —le sonrió con timidez cuando el perro asomó el hocico por encima de la cremallera de la cazadora.


—¿Qué tienes ahí? —Paula olvidó el juramento de mantener la distancia y se acercó para bajar la cremallera—. ¡Oh! Pedro, es un cachorro.


—Lo encontré entre las rocas —comenzó con celeridad—. No estaba muy seguro de lo que tenía…


—Oh, pobrecito —se llevó al cachorro a su pecho—. ¿Estás perdido? —frotó la mejilla contra el pelaje del animal—. Vamos, vamos, y a ha pasado todo —el perrito meneó el rabo con tanta velocidad que a punto estuvo de escurrirse.


—Es precioso, ¿verdad? —sonriendo, Pedro se acercó para acariciarlo—. Parece que lleva solo un tiempo.


—Es un cachorrito —lo acunó—. ¿Dónde has dicho que lo encontraste?


—Entre las rocas. Daba un paseo —«y pensaba en ti» . Antes de poder detenerse, alargó la mano para tocarle el pelo—. No fui capaz de dejarlo allí.


—Claro que no —alzó la vista y vio que prácticamente estaba en los brazos de él. La miraba fijamente y le acariciaba el pelo.


—Paula…


El cachorro volvió a ladrar y la despertó.


—Lo llevaré dentro. Debe tener frío y hambre.


—De acuerdo —el único sitio que quedaba libre para meter las manos era los bolsillos—. ¿Por qué no voy yo a la ciudad a comprar la leche?


—Vale —sonrió con expresión tensa al retroceder hacia los escalones. Dio la vuelta y, murmurándole al cachorrito, entró en la casa.




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