miércoles, 5 de junio de 2019
CAPITULO 10 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro pudo percibir su temblor, pero mientras la miraba a los ojos, no vio en ellos miedo. Una punzada de pánico quizá, pero no miedo. Aun así, esperó a que se resistiera, a que pronunciara una negativa. Eso era algo que tendría que respetar, por muy intensa que fuera su necesidad de saborearla.
Pero Paula no dijo nada, sino que simplemente se lo quedó mirando con aquellos enormes ojos llenos de sospecha. Suavemente Pedro le acarició los labios con los suyos.
—Quiero más —murmuró. E insistió.
Paula había cerrado los puños, pero no podía usarlos para empujarlo. El combate se estaba librando en su interior, una salvaje y cruel batalla que estaba trastornando completamente su sistema nervioso incluso mientras él bombardeaba de aquella forma sus sentidos.
Atrapada entre dos fuegos, dejó de pensar.
La boca de Pedro no se movía y a con languidez, ni sus manos con lentitud. Sus labios arrasaban los suyos mientras con una mano le presionaba la espalda desnuda y húmeda. Poco a poco Paula fue abriendo los dedos y, tras ascender por sus hombros, por su cuello, terminó enterrándolos en su pelo.
Aquella desesperación que estaba sintiendo era algo nuevo, aterrador, maravilloso. Algo que la impulsaba a apretarse contra su pecho con la misma urgencia con la que él la estaba abrazando.
Aquel repentino cambio lo desconcertó. Estaba acostumbrado a que se le nublaran los sentidos con una mujer, a aquel acelerado latido y ardor de la sangre. Pero aquello era distinto. En el preciso instante en que Paula pasó de una aturdida rendición a aquella febril urgencia, descubrió en sí mismo una necesidad tan intensa y aguzada que parecía perforarle el alma. A partir de entonces, solo la sintió a ella. La húmeda y sedosa textura de su piel. El dulce calor de sus labios.
Paula temía y a que el corazón fuera a salírsele del pecho. Era como si el calor de su cuerpo hubiera convertido el agua de su piel en vapor, y aquellos vapores se le hubieran subido al cerebro.
—Paula —pronunció Pedro, aspirando profundamente. Abrió los ojos y, al mirarla, volvió a sufrir aquella pavorosa punzada de deseo—. Sube a mi habitación.
—¿A tu habitación? —se llevó una mano temblorosa a los labios, y luego a una sien—. ¿Tu habitación?
Aquella voz ronca y aquella mirada aturdida estaban a punto de enloquecerlo, de hacerlo caer de hinojos ante ella. Todavía no le había suplicado nunca a ninguna mujer, pero con Paula sospechaba que eso era algo inevitable.
—Ven conmigo —con gesto posesivo, deslizó las manos por sus hombros. En algún momento la toalla había resbalado al suelo—. Necesitamos terminar esto en privado.
—¿Terminar esto?
Con un gruñido, volvió a besarla. Fue un último, largo, hambriento beso.
—Creo que vas a llegar tarde a trabajar.
Antes de que pudiera recuperarse, Paula se dio cuenta de que la estaba empujando suavemente hacia la puerta. «¿Su habitación?» , se preguntó, mareada. Oh, Dios, ¿qué había hecho? ¿Qué era lo que estaba a punto de hacer?
«No» , pensó, decidida.
—No voy a ir a ninguna parte —exclamó, apartándose bruscamente de él.
—Es un poco tarde para andar jugando —extendió una mano, tomándola de la nuca—. Te deseo. Y no puedes disimular que tú también me deseas a mí. No después de lo que acaba de ocurrir.
—Yo no estoy jugando —replicó con tono firme, preguntándose si podría escuchar el tumultuoso latido de su corazón—. Y no pienso empezar a hacerlo ahora —se recordó que era una mujer razonable. No de las que corrían a una habitación de hotel a hacer el amor con un hombre al que apenas conocían—. Quiero que me dejes en paz.
—Ni hablar. Yo siempre termino lo que empiezo.
—Pues considera esto como terminado. No tenía ningún sentido empezarlo.
—¿Por qué?
Paula se volvió para ponerse el albornoz.
—Conozco a los de tu tipo, Alfonso.
—¿Ah, sí?
—Vas viajando de ciudad en ciudad y dedicas tu tiempo libre a darte un revolcón con la primera mujer dispuesta a ello con la que te encuentras —se ató con fuerza el cinturón—. Pues bien, yo no estoy dispuesta.
—Te crees que ya me has etiquetado, ¿eh? —no la tocó, pero su expresión bastó para intimidarla. No se molestó en explicarle que con ella era diferente. Eso era algo que ni siquiera se había explicado a sí mismo—. Puedes tomarte esto como una advertencia, Chaves. No hemos terminado. Al final te tendré.
—¿Que me tendrás? —en un acceso de orgullo y furia, dio un paso hacia él —. Maldito arrogante…
—Resérvate esos halagos para más adelante —la interrumpió—. Porque habrá un después, Paula, solo para nosotros solos. Y te prometo que no será algo rápido —sonrió—. Cuando te haga el amor, me tomaré mi tiempo —deslizó un dedo por el cuello de su albornoz—. Y te volveré loca.
Ella le retiró bruscamente la mano.
—Eso ya lo has conseguido.
—Gracias. Bueno, ahora me voy a desayunar. Que tengas un buen día.
«Lo tendré» , pensó Paula mientras Pedro se alejaba tranquilamente, silbando. Lo tendría siempre y cuando no volviera a verlo.
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