miércoles, 5 de junio de 2019

CAPITULO 12 (SEGUNDA HISTORIA)





Pedro se sentó en el vestíbulo con la única intención de observarla. Se sorprendió al ver que todavía seguía trabajando. Había pasado el día entero en Las Torres, y el maletín que tenía al lado estaba lleno de notas, medidas y bocetos. A esas horas, lo único que quería era tomarse una buena cerveza y comerse un sabroso filete.


Pero allí estaba Paula, informando a los clientes, impartiendo órdenes a sus subalternos, firmando papeles. Y, a pesar de ello, tan fresca y tan bella como aquella mañana. En cierto momento vio cómo se quitaba un pendiente mientras atendía una llamada de teléfono.


Era un verdadero placer contemplarla. 


Desbordaba una incansable actividad, sin esfuerzo aparente. Pero no. Porque, cuando se fijaba mejor, veía que tenía el ceño levemente fruncido. Tal vez de frustración, o de disgusto. O de simple testarudez.


Sintió el poderoso impulso de levantarse e ir hacia ella para borrar aquel sombrío ceño. Pero, en lugar de eso, llamó a un botones.


—¿Señor?


—¿Hay alguna floristería por aquí cerca?


—Sí, señor. Aquí al lado, bajando la calle.


Todavía observando a Paula, Pedro sacó su cartera y le entregó al chico un billete de veinte dólares.


—¿Querrías acercarte y comprarme una rosa roja? Un capullo de tallo largo, que todavía esté cerrado. Y quédate con el cambio.


—Sí, señor. Muchas gracias.


Mientras esperaba, Pedro pidió una cerveza y encendió un cigarro. Luego, con las piernas estiradas, se preparó para disfrutar de lo que seguiría a continuación.



****

Agarrando con fuerza el pendiente, Paula se llevó una mano al estómago.


Al menos cuando bajaba a la cocina a hablar con los trabajadores podía picar algo. Una mirada al reloj le confirmó que ese día no le quedaría tiempo para revisar los papeles de su familia, como solía hacer a diario, a la busca de alguna pista del collar de esmeraldas. Lo único bueno de aquella situación era que, cuando volviera a Las Torres, no tendría que aguantar la molesta presencia de Pedro.


—Disculpe.


Paula alzó la mirada y vio a un hombre elegante y atractivo, vestido con un traje de color hueso. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás, y tenía unos ojos azules de mirada cálida, sonriente. Su leve acento inglés añadía todavía un mayor encanto a su voz.


—Dígame, señor, ¿en qué puedo ayudarlo?


—Me gustaría hablar con el director.


—Lo siento, pero el señor Stenerson no está disponible en este momento. Si tiene algún problema, me encantaría poder ayudarlo.


—Oh, no es ningún problema, señorita… —bajó la mirada al nombre que aparecía en su placa—… Chaves. Voy a alojarme aquí durante unas semanas. Tengo reservada la suite Island.


—Ah, por supuesto, señor Livingston. Lo estábamos esperando —rápida y diligentemente, comprobó los datos en el ordenador—. ¿Ya se había alojado antes en el hotel?


—No —sonrió—. Lamentablemente.


—Espero que la suite sea de su gusto —mientras hablaba, le entregó un impreso de registro—. Si hay algo que podamos hacer para hacerle más agradable su estancia aquí, no dude en pedírnoslo.


—Estoy seguro de que mi estancia va a ser muy placentera —le lanzó una detenida mirada al tiempo que rellenaba el documento—. Pero, por desgracia, ha de ser también productiva. ¿Querría informarme acerca de la posibilidad de alquilar una máquina de fax durante mi estancia?


—En el hotel tenemos un servicio de fax a disposición de los clientes.


—Me temo que tengo trabajo pendiente, y voy a necesitar un aparato propio. No me resultaría práctico tener que bajar aquí cada vez que necesitara enviar o recibir algún documento. Naturalmente, estoy dispuesto a pagar lo que sea. Si no puedo alquilar uno, quizá pueda comprármelo.


—Veré lo que puedo hacer.


—Le estaría muy agradecido —le tendió su tarjeta de crédito—. Ah, usaré el salón de la suite como oficina. Preferiría que el servicio de limpieza no tocara mis papeles.


—Por supuesto.


—¿Pecaría de indiscreto si le preguntara si conoce bien la isla?


—He nacido en ella —sonriendo, Paula le devolvió la tarjeta y le entregó las llaves.


—Maravilloso. Entonces recurriré a usted si tengo alguna pregunta. Muchísimas gracias por todo, señorita Chaves —mientras le estrechaba la mano, volvió a mirar su nombre en la placa—. Paula.


—De nada —algo nerviosa, llamó a un botones—. Que disfrute de su estancia aquí, señor Livingston.


—Ya lo estoy haciendo.


Una vez que se hubo retirado, Karen, la joven compañera de Paula en el mostrador de recepción, soltó un profundo suspiro.


—¿Quién era ese?


—Guillermo Livingston.


—Un tipo magnífico. Si me hubiera mirado como te ha mirado a ti, me habría derretido por dentro.




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