miércoles, 19 de junio de 2019

CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)




Pedro estaba soñando. Parte de su mente reconocía que era un sueño, pero sentía cómo se le encogían los músculos del estómago y cómo se le aceleraba el pulso.


Estaba solo, en medio de un mar oscuro y enfurecido, luchando para mover las piernas y los brazos a través de las olas. Las olas lo arrastraban, lo hundían hasta un mundo negro, sin aire. Los pulmones se le tensaban y sentía en la cabeza los latidos de su corazón.


La desorientación era completa… un mar negro debajo y un cielo no menos oscuro sobre él. 


Sentía un terrible palpitar en la sien y tenía los brazos y las piernas desesperadamente entumecidos. Se hundía de forma irremediable hasta el fondo del mar. Pero había alguien allí; veía una melena flotando alrededor de una mujer, ciñéndose sobre sus adorables senos, rodeando su torso. Tenía una mirada dulce, unos ojos verdes y misteriosos. Ella dijo su nombre, había alegría en su voz…, y una invitación a la risa. Lentamente y con la gracia de una bailarina, le tendió los brazos y lo abrazó. Pedro saboreó la sal y el sexo en sus labios cuando aquella sirena los acercó a los suyos.


Pedro se despertó con un gemido y un serio arrepentimiento. Sentía un dolor crudo y palpitante en el hombro y un dolor afilado en la cabeza. Los pensamientos parecían escapar de su mente. Concentrándose, consiguió encontrar un camino por encima del dolor y enfocar la mirada en un techo altísimo en el que las filigranas de las molduras se entrelazaban con las grietas. Se tensó ligeramente, siendo acusadamente consciente de que le dolía cada uno de los músculos de su cuerpo.


La habitación era enorme… O quizá se lo parecía porque apenas estaba amueblada. Pero qué mobiliario. Había un armario grandísimo, con las puertas intrincadamente talladas. La única silla que había en la habitación era, indudablemente, estilo Luis XV y la polvorienta mesilla de noche era una creación Hepplewhite. El colchón sobre el que descansaba estaba ligeramente combado, pero los pies y el cabecero de la cama eran de estilo georgiano.


Haciendo un considerable esfuerzo para incorporarse sobre el hombro, vio a Paula asomada a la terraza. La brisa agitaba sus larguísimas hebras de pelo. Pedro tragó saliva. Por lo menos ya sabía que no era una sirena. Tenía piernas. Dios, claro que tenía piernas… y le llegaban casi hasta los ojos. Llevaba unos pantalones cortos de flores, una camiseta azul claro y una sonrisa radiante en el rostro.


—Así que estás despierto —Paula se acercó a él y, con el gesto competente de una madre, posó la mano en su frente. Pedro sintió que se le secaba la boca—. No tienes fiebre. Estás de suerte.


—Sí.


Paula sonrió abiertamente.


—¿Estás hambriento?


Definitivamente, Pedro tenía un agujero en el estómago.


—Sí.


Se preguntaba si alguna vez sería capaz de pronunciar algo más que monosílabos delante de ella, y al mismo tiempo, se regañaba a sí mismo por habérsela imaginado desnuda cuando ella había arriesgado la vida para salvarlo.


—Te llamas Paula.


—Exacto —Paula se volvió y se inclinó sobre la bandeja—. No estaba segura de que recordaras nada de lo que ocurrió anoche.


El dolor lo envolvía de tal manera que tuvo que apretar los dientes para luchar contra él y contenerlo seriamente para poder decir sin que se le quebrara la voz:
—Recuerdo a cinco mujeres muy hermosas. Pensaba que estaba en el cielo.


Paula soltó una carcajada, dejó la bandeja a los pies de la cama y se acercó a él para ahuecarle la almohada.


—Eran mis tres hermanas y mi tía. Toma, ¿puedes incorporarte un poco?


Cuando Paula deslizó la mano por su espalda para ayudarlo, Pedro se dio cuenta de que estaba desnudo. Completamente.


—Ah…


—No te preocupes. No miraré —rio otra vez, haciéndole sonrojarse—. Tu ropa estaba destrozada… Creo que la camisa es ya una causa perdida. Relájate —le dijo, mientras colocaba la bandeja en su regazo—. Mi cuñado y mi futuro cuñado fueron los que te metieron en la cama.


—Oh —al parecer, había vuelto a los monosílabos.


—Prueba el té —le sugirió Paula—. Probablemente tragaste un galón de agua salada, así que debes tener la garganta en carne viva —advirtió la intensa concentración de sus ojos y el inmenso dolor que reflejaban—. ¿Te duele la cabeza?


—Muchísimo.


—Ahora mismo vuelvo —lo dejó, dejando tras ella una estela de exótica fragancia.


Pedro utilizó el tiempo que se quedó a solas para reunir las pocas fuerzas que tenía. Odiaba sentirse débil… una obsesión que conservaba desde la infancia, durante la que había sido un niño enclenque y asmático. Su padre había renunciado disgustado a convertir a su único y decepcionante hijo en una estrella del fútbol. Aunque sabía que era absurdo, cualquier enfermedad le hacía evocar Pedro los recuerdos más tristes de su infancia.


Y como Pedro siempre había considerado su mente más fuerte que su cuerpo, la utilizó en aquel momento para bloquear el dolor.


Minutos después, entró Paula en la habitación con un bote de aspirinas y otro de agua de Virginia.


—Tómate un par de aspirinas. Cuando termines de desayunar, puedo llevarte al hospital.


—¿Al hospital?


—Podrías querer que te viera un médico.


—No —se tragó las aspirinas—. Creo que no.


—Como quieras —se sentó en la cama para estudiarlo, meciendo perezosamente la pierna.


Jamás en su vida había sido Pedro tan consciente de la sexualidad de una mujer. De la textura de su piel, de la sutilidad de su tono, de las formas de su cuerpo, de sus ojos, de su boca. Aquel asalto a los sentidos lo dejaba incómodo y desconcertado. Había estado a punto de ahogarse, se recordó a sí mismo. Y en lo único que era capaz de pensar era en poner las manos sobre la mujer que lo había salvado. 


Que le había salvado la vida, se recordó.


—Todavía no te he dado las gracias.


—Pero imaginaba que lo harías en cuanto pudieras. Prueba esos huevos antes de que se enfríen. Necesitas alimentarte.


Pedro levantó el tenedor, obediente.


—¿Puedes contarme lo que pasó?


—Solo desde el momento en el que aparecí yo —relajada, se colocó el pelo tras el hombro y se sentó más cómodamente en la cama—. Me fui en coche hasta la playa, en un impulso —dijo, encogiéndose lentamente de hombros—. Había estado viendo cómo se acercaba la tormenta desde la torre.


—¿Desde la torre?


—Sí, aquí en la casa —le explicó—. Y de pronto, sentí la necesidad de bajar a verla hasta el mar. Entonces te vi —con un gesto despreocupado, le apartó un mechón de pelo de la frente—. Tenías problemas, así que decidí intervenir. Y no
sé muy bien cómo, pero entre los dos conseguimos llegar a la orilla.


—Lo recuerdo. Me besaste.


Paula curvó los labios en una sonrisa.


—Decidí que nos lo merecíamos —le acarició delicadamente la mano y la alzó después hasta la herida que se extendía por su hombro—. Te estrellaste contra las rocas. ¿Qué estabas haciendo allí?


—Yo… —cerró los ojos, intentando aclarar su confuso cerebro. El esfuerzo perló de sudor su frente—. No estoy seguro.


—De acuerdo. ¿Por qué no empezamos entonces por tu nombre?


—¿Mi nombre? —abrió los ojos y la miró sin comprender—. ¿No lo sabes?


—Todavía no hemos tenido oportunidad de presentarnos formalmente —le dijo, y le tendió la mano.


—Alfonso —aceptó la mano que le tendía, aliviado al ver que al menos eso lo tenía claro—. Pedro Alfonso.


—Bebe un poco más de té, Pedro. El gingseng te vendrá muy bien —tomó el agua de Virginia y comenzó a frotarle delicadamente la herida—. ¿A qué te dedicas?


—Soy, ah, profesor de historia en Cornell —Paula advirtió el dolor de su hombro e intentó ayudarlo a relajarse.


—Háblame de ti, Pedro Alfonso —quería que se olvidara del dolor, quería verlo relajarse y dormir otra vez—. ¿De dónde eres?


—Crecí en Indiana —Paula deslizó los dedos hasta su cuello, intentando destensar sus músculos.


—¿Creciste en una granja?


—No —suspiró al sentir que cedía la tensión, haciendo sonreír a Paula—. Mis padres tenían un supermercado. Yo solía ayudarlos al salir del colegio y durante los veranos.


—¿Y te gustaba?


Sus ojos parecían cada vez más pesados.


—Estaba bien. Tenía mucho tiempo para estudiar. Siempre tenía la cabeza metida en algún libro y mi padre se enfadaba. No lo comprendía. Hice dos cursos en uno y me fui a Cornell.


—Con una beca —asumió Paula.


—Ajá. Allí me doctoré —las palabras fluían lenta y pesadamente—. ¿Sabes lo mucho que ha conseguido el ser humano entre mil ochocientos setenta y mil novecientos setenta?


—Ha sido realmente sorprendente.


—Absolutamente —estaba y a a punto de dormirse, persuadido por la voz queda de Paula y la delicadeza de sus manos—. Me gustaría haber vivido en mil novecientos diez.


—A lo mejor lo hiciste —sonrió, divertida y encantada con él—. Duérmete un rato, Pedro.




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