miércoles, 19 de junio de 2019
CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)
Haciendo equilibrios con la bandeja, abandonó a Samuel y salió al pasillo. El primer piso de Las Torres era un laberinto de habitaciones de techos altísimos y paredes agrietadas. En sus días de esplendor, había sido un lugar de interés turístico, una bien planificada residencia de verano construida por Felipe Chaves en mil novecientos cuatro. Había sido el símbolo de su estatus, con relucientes paneles de madera en las paredes, los pomos de las puertas de cristal e intrincados frescos.
En ese momento, el techo tenía innumerables goteras, las cañerías se atascaban y el yeso de las paredes no cesaba de desprenderse. Al igual que sus hermanas, Paula adoraba hasta la última moldura de aquella casa. Había sido su
hogar, su único hogar; un lugar que guardaba los recuerdos de los padres que habían perdido quince años atrás.
Al llegar a las escaleras, se detuvo. Amortiguado por la distancia, llegaba hasta ella un incesante martilleo. El ala oeste estaba siendo remozada, algo que estaba pidiendo a gritos. Entre Samuel y Teo, Las Torres recuperarían al menos parte de su antiguo esplendor. A Paula le encantaba la idea y, pese a ser una mujer que consideraba la siesta como uno de sus pasatiempos favoritos, disfrutaba al oír que otras manos trabajaban.
Pedro todavía estaba durmiendo cuando Paula entró en la habitación. Sabía que apenas se había movido en toda la noche porque ella había permanecido un buen rato tumbada a los pies de la cama, negándose a abandonarlo, y había dormido allí, a ratos, hasta el amanecer.
Sin hacer ruido, Paula dejó la bandeja sobre el escritorio y abrió las puertas de la terraza. Entró un aire cálido y fragante en la habitación. Incapaz de resistirse, salió a la terraza, deseando que aquella brisa la revitalizara. Los rayos del sol centelleaban sobre la hierba húmeda, hacían relucir los pétalos de las peonías, todavía inclinadas por el peso de la lluvia. Las clemátides, con sus enormes capullos azules, trepaban por el enrejado, compitiendo con las rosas.
Desde la balaustrada de la terraza, que apenas le llegaba a la cintura, podía ver el resplandor azul de la bahía y la más verdosa y menos serena superficie del Atlántico. Apenas podía creer que la noche anterior hubiera estado en aquellas mismas aguas, aferrándose a un desconocido para salvarle la vida. Pero los hombros, poco acostumbrados al ejercicio, le dolían lo suficiente como para hacerle revivir aquel momento… Y el terror regresó.
Prefería concentrarse en la mañana, en su generosa laxitud. Convertida en un
juguete diminuto por la distancia, una de las embarcaciones turísticas serpenteaba en el agua, repleta de turistas con cámaras y niños emocionados por la posibilidad de que apareciera una ballena.
Era junio y la gente comenzaba a llegar a Bar Harbor para navegar, para tomar el sol, para hacer compras. Agotarían la langosta, consumirían todo tipo de helados y camisetas y rastrearían hasta el último rincón en busca del recuerdo perfecto. Para ellos, Bar Harbor era un lugar de veraneo. Para Paula, era su hogar.
Observó una goleta de tres mástiles adentrándose en el océano y se permitió soñar un poco antes de regresar al interior de la casa.
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