miércoles, 19 de junio de 2019

CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)





Cuando volvió a despertarse, estaba solo. Pero tenía una docena de dolores palpitantes haciéndole compañía. Advirtió que Paula le había dejado las aspirinas y una botella de agua en la mesilla de noche y, agradecido, se tomó dos pastillas.


Cuando el pequeño coro de dolores lo agotó, se tumbó de nuevo, intentando recobrar el ritmo normal de la respiración. La luz del sol era intensa, y se extendía por la habitación a través de las puertas de la terraza, que también dejaban pasar la brisa fresca del mar. Había perdido el sentido del tiempo, y aunque le tentaba tumbarse y cerrar los ojos otra vez, necesitaba intentar recuperar el control.


Quizá Paula le había leído el pensamiento, pensó al ver sus pantalones junto a una camisa pulcramente doblada a los pies de la cama. Se levantó penosamente, como un anciano de huesos quebradizos y músculos doloridos. Su cuerpo cantaba una melodía de dolores mientras tomaba la ropa y se asomaba a una puerta lateral. Vio una vieja bañera con patas y una ducha de cromo que contempló con placer.


Las tuberías hicieron un ruido sordo cuando abrió la ducha, y también sus músculos parecieron lamentarse al sentir el agua rozando su piel. Pero diez minutos después, casi se sentía vivo.


No le resultó fácil secarse. Hasta la más simple de las tareas hacía quejarse a sus miembros. Sin estar muy seguro de lo que lo esperaba, quitó el vapor del espejo para estudiar su rostro.


Bajo la sutil sombra de la barba, su piel estaba pálida y demacrada. Por debajo del vendaje de la sien, asomaba una herida. Pedro y a sabía que había muchas otras heridas en el resto de su cuerpo. Y como resultado del agua salada, sus ojos eran una patriótica mezcla de rojo, blanco y azul. Aunque nunca se había considerado un hombre vanidoso, su aspecto nunca le había hecho sentirse orgulloso, volvió a mirarse en el espejo.


Haciendo muecas, gimiendo, y soltando toda clase de juramentos, consiguió vestirse.


La camisa le quedaba bastante bien. Mejor, de hecho, que muchas de las que él tenía. Ir de compras lo aterraba, los dependientes lo intimidaban con sus radiantes e impacientes sonrisas. La mayor parte de sus compras las hacía por catálogo y se quedaba siempre con lo que le enviaban.


Bajó la mirada hacia sus pies desnudos y admitió que tendría que ir, y pronto, a comprarse unos zapatos.


Moviéndose lentamente, salió a la terraza. El sol le escocía en los ojos, pero sentía la brisa, aquel aire húmedo, como una bendición del cielo. Y la vista… Por un momento, solo fue capaz de detenerse y mirar… apenas respiraba siquiera.


Agua, rocas y flores. Era como estar en la cima del mundo y al mirar hacia abajo descubrir una franja perfecta del planeta. Los colores eran vibrantes, zafiro, esmeralda, el rojo rubí de las rosas, el prístino blanco de las velas preñadas por el viento. No se oía nada, salvo el rumor del mar y, de vez en cuando, el distante y musical tañido de una boya. Podía apreciar la fragancia de las flores del verano y el olor penetrante del océano.


Aferrándose a la balaustrada de la terraza, comenzó a caminar. No sabía qué dirección tomar, así que caminó sin norte y no sin esfuerzo. En una ocasión, el mareo lo obligó a detenerse, cerró los ojos, respiró y consiguió superarlo.


Cuando llegó a un tramo de escaleras, decidió subirlas. Las piernas le temblaban y podía sentir que la fatiga lo acosaba. Pero el orgullo y la curiosidad lo ayudaron a continuar.


La casa estaba construida en granito. Una sobria y robusta piedra que no tenía nada que ver con la fantasía de la arquitectura. Pedro tenía la sensación de estar explorando la circunferencia de un castillo, algún obstinado baluarte de la historia que había decidido instalarse en aquellos acantilados y permanecer allí durante generaciones.


Entonces oyó el anacrónico zumbido de una herramienta mecánica y el juramento de un hombre. Caminó un poco más y reconoció los ruidos de una construcción en progreso, el golpe seco del martillo sobre la madera, la música procedente de un aparato de radio, el torbellino de una taladradora. Cuando se encontró el camino bloqueado por unos viejos maderos cubiertos por una lona, supo que había descubierto la fuente de aquellos ruidos.




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