miércoles, 26 de junio de 2019

CAPITULO 33 (TERCERA HISTORIA)




Paula no iba a llorar. Se recordó a sí misma que era una experiencia agotadora y además casi siempre le causaba un terrible dolor de cabeza. No podía pensar en un solo hombre por el que mereciera la pena tomarse aquella molestia. Así que abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó una de las barritas de chocolate que tenía para las situaciones de emergencia.


Después de dejarse caer en la cama, dio un generoso mordisco a la barrita y fijó la mirada en el techo.


Sexy. Deseable. Hermosa. Maldito fuera, pensó mientras mordía nuevamente el chocolate. A pesar de su celebrada inteligencia, Pedro Alfonso era tan estúpido como cualquier otro hombre. Lo único que era capaz de ver era un bonito envoltorio que, en cuanto hubiera sido desenvuelto, dejaría de tener interés para él. No sería capaz de ver ninguna otra sustancia, de atender a ninguna de sus necesidades.


Oh, era más educado que la maoría. Un caballero hasta el final, pensó disgustada. No había hecho falta que se deshiciera de él. El cielo sabía que Pedro se había dado suficiente prisa para librarse de ella.


Le había dicho que había perdido la cabeza. Por lo menos era sincero, pensó, mientras se secaba con impaciencia una lágrima que había conseguido superar sus defensas.


Paula era consciente de la imagen que proy ectaba. Y rara vez le molestaba lo que la gente pudiera pensar. Se entendía bien consigo misma, se sentía cómoda con Paula Chaves. Y, desde luego, no se avergonzaba de disfrutar con los hombres. Aunque no disfrutara de ellos tanto como los demás pensaban, incluyendo, suponía, a su propia familia.


¿Desinhibida? Quizá, pero eso no era sinónimo de promiscuidad. ¿Flirteaba? Sí, era algo natural en ella, pero no lo hacía ni con malicia ni con intención de engaño.


Si un hombre coqueteaba con una mujer se le consideraba cariñoso. Si era una mujer la que coqueteaba, se la consideraba una seductora. Pues bien, por lo que a ella concernía, el juego entre los sexos tenía dos carriles y a ella le gustaba jugar. En cuanto al buen profesor…


Se acurrucó en la cama, en actitud defensiva. 


Oh, Dios, le había hecho daño.


Todas aquellas disculpas y explicaciones tartamudeadas.


Y parecía tan asustado.


«Una mujer como tú» . Aquella frase se repetía una y otra vez en su cabeza.


¿No era capaz de darse cuenta de que si había conseguido impactarla había sido por su cuidado y su ternura? ¿No era capaz de sentir lo profundamente que la afectaba? Lo único que ella quería era que la acariciara otra vez, que le dirigiera una de aquellas dulces y tímidas sonrisas y le dijera que la quería. Por quien era ella, por lo que era, por lo que sentía. Ella quería consuelo y confianza… y él le había dado excusas. Había alzado la mirada hacia él, sintiendo todavía el zarpazo del amor, temblando de miedo… y él había retrocedido como si le hubiera dado una bofetada.


Paula deseó haberlo hecho. Si aquello era amor, no tenía ninguna gana de compartirlo.


Porque la casa estaba en silencio, o quizá porque sus oídos y a se habían acostumbrado a los movimientos de Pedro, oyó que este subía los escalones y sintió que vacilaba al lado de su puerta. Dejó de respirar, aunque su corazón comenzó a latir rápidamente. ¿Entraría, empujaría la puerta y entraría para decirle lo que tan terriblemente deseaba oír? Prácticamente estaba viendo su mano sobre el picaporte. 


Después oyó sus pasos otra vez, mientras Pedro se dirigía a la terraza de su propio dormitorio.


La respiración de Paula se transformó en un susurro. En los principios de Pedro no encajaba entrar en un dormitorio sin haber sido invitado. 


En el jardín, sobre la hierba, Pedro había seguido sus instintos más que su inteligencia, admitió Paula. Y no había nadie que estuviera más a favor de los instintos que ella misma. 


Para él, había sido el momento, la luna… Era difícil culparlo y, desde luego, imposible esperar que sintiera lo que ella sentía. Que deseara lo que ella deseaba.


Pero, sinceramente, esperaba que no pegara ojo en toda la noche.


Resopló, tragó otro pedazo de chocolate y comenzó a pensar. Solo dos meses atrás, Catalina había ido a verla, ofendida y furiosa porque Teo la había besado y después le había pedido disculpas.


Apretando los labios, Paula dio media vuelta en la cama. Quizá fuera otro ejemplo de la clásica estupidez masculina. Era difícil culpar a alguien por algo con lo que había nacido. Si Teo se había disculpado porque realmente le importaba su hermana, entonces era posible que Pedro estuviera jugando las mismas cartas.


Era una teoría interesante y que además no le resultaría muy difícil demostrar. O descartar, pensó con un suspiro. En cualquier caso, lo mejor era averiguarlo cuanto antes. Y lo único que necesitaba para ello era un plan.


Paula decidió hacer lo que mejor se le daba y se durmió.


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