miércoles, 26 de junio de 2019
CAPITULO 36 (TERCERA HISTORIA)
Paula disfrutaba con el placer de Pedro tanto como con el sol que acariciaba su rostro y el viento que mecía su pelo. Había fascinación en los ojos de Pedro, oscurecidos hasta adquirir un hermoso color índigo mientras asomaba una débil sonrisa a sus labios. La herida de la sien estaba curándose, pero Paula pensó que siempre quedaría en ella una pequeña cicatriz que añadiría cierta gracia a aquel rostro inteligente.
Mientras un tordo comenzaba a trinar, Paula se abrazó a sus rodillas.
—Eres guapo, Pedro.
Distraído, Pedro la miró por encima del hombro. Paula permanecía cómodamente sentada sobre las rocas, tan relajada como si estuviera en un mullido sofá.
—¿Qué?
—He dicho que eres guapo. Muy guapo —se echó a reír al ver que se quedaba boquiabierto—. ¿Nadie te ha dicho nunca que eres muy atractivo?
¿A qué estaba jugando?, se preguntó Pedro. Y se encogió de hombros, sintiéndose terriblemente incómodo.
—No que yo recuerde.
—¿Ni una sola alumna recién graduada, ni la inteligente profesora de literatura inglesa? Qué descuido. Supongo que más de una de ellas te habrá echado el ojo… y algo más, pero seguro que estabas demasiado ocupado con tus libros para darte cuenta.
Pedro frunció el ceño.
—Tampoco he sido un monje…
—No —sonrió—, de eso y a me he dado cuenta.
Las palabras de Paula le recordaron vívidamente a Pedro lo que había ocurrido entre ellos dos noches atrás. La había acariciado, la había saboreado, y a duras penas había conseguido reprimirse para no terminar haciendo el amor con ella allí mismo, en la hierba. Y ella se había marchado corriendo, recordó, furiosa y ofendida. Sin embargo, en ese momento parecía estar provocándolo, desafiándolo a repetir su error.
—Nunca sé qué esperar de ti.
—Gracias.
—No era un cumplido.
—Mejor aún —sus ojos, medio cerrados, resplandecían contra la luz del sol. Cuando habló, su voz era prácticamente un susurro—. Pero a ti te gustan las cosas predecibles, ¿verdad, profesor? Siempre te gusta saber lo que va a suceder a continuación.
—Probablemente tanto como a ti te gusta irritarme.
Riendo, Paula le tendió la mano.
—Lo siento, Pedro. A veces me resulta irresistible. Vamos, siéntate, te prometo portarme bien.
Receloso, Pedro se sentó a su lado en la roca. La falda de Paula revoloteaba tentadoramente alrededor de sus piernas. Con un gesto que a Pedro le pareció casi maternal, Paula le palmeó el muslo.
—¿Quieres que seamos amigos? —le preguntó.
—¿Amigos?
—Claro —sus ojos bailaban divertidos—. Me gustas. Una mente tan seria, un carácter tan honesto… —Pedro se tensó, haciéndola reír—. Y cómo intentas disimular cuando te sientes avergonzado.
—Yo no intento disimular nada.
—Y ese tono autoritario cuando te enfadas. Ahora se supone que tienes que decirme lo que te gusta de mí.
—Estoy pensándolo.
—Debería haber añadido tu seco ingenio.
Pedro no pudo menos que sonreír.
—Eres la persona más dueña de sí misma que he conocido en mi vida —la miró—, eres amable, sin necesidad de armar demasiado alboroto, e inteligente, también sin alborotos. Supongo que no armas alborotos por nada.
—Es demasiado cansado —pero las palabras de Pedro estaban llegándole directamente al corazón—. ¿Entonces puedo decir sin correr ningún riesgo que somos amigos?
—Desde luego.
—Estupendo —le apretó cariñosamente la mano—. Porque creo que para nosotros es importante que seamos amigos antes de convertirnos en amantes.
Pedro estuvo a punto de caerse de la roca.
—¿Perdón?
—Ambos sabemos que queremos hacer el amor —cuando Pedro comenzó a tartamudear, Paula le sonrió con paciencia. Había pensado mucho en ello y estaba segura, bueno, al menos casi segura, de que sería lo mejor para los dos—.
Relájate, en este estado no es ningún delito.
—Paula, soy consciente de que he sido… eso, sé que he hecho algunas insinuaciones.
—Insinuaciones —desesperadamente enamorada, Paula posó la mano en su mejilla—. Oh, Pedro.
—No estoy orgulloso de mi comportamiento —dijo muy tenso, y Paula apartó la mano—. No quiero… —la lengua parecía habérsele hecho un nudo.
El dolor regresó, una combinación de rechazo y derrota que ella detestaba.
—¿No quieres acostarte conmigo?
Pedro sintió también un nudo en el estómago.
—Claro que quiero. Cualquier hombre…
—No estoy hablando de cualquier hombre —aquellas eran las peores palabras que Pedro podía haber elegido. Era él, solo él, el que le importaba. Ella necesitaba oírle decir, por lo menos, que la deseaba—. Maldita sea, estoy hablando de ti y de mí, aquí y ahora —la cólera la obligó a levantarse de la roca —. Quiero saber lo que sientes tú. Si quisiera saber lo que siente cualquier otro hombre, llamaría por teléfono o me acercaría al pueblo a preguntárselo a cualquiera.
Sin moverse de su asiento, Pedro consideró las palabras de Paula.
—Para ser alguien que casi todo lo hace lentamente, tienes un genio muy rápido.
—Conmigo no utilices ese tono de profesor.
Entonces fue a Pedro al que le tocó sonreír.
—Pensaba que te gustaba.
—He cambiado de opinión —confundida por su propia actitud, Paula se volvió hacia el mar. Era importante mantener la calma, se recordó a sí misma. Algo que siempre había conseguido hacer sin esfuerzo—. Sé lo que piensas de mí — comenzó a decir.
—No sé cómo puedes saberlo, cuando ni siquiera y o estoy seguro de mí mismo —tardó algunos segundos en recomponer sus pensamientos—. Paula, eres una mujer muy hermosa…
Paula se volvió para fulminarlo con la mirada.
—Si vuelves a decirme eso otra vez, te juro que te pegaré.
—¿Qué? —completamente desconcertado, extendió las manos y se levantó —. ¿Por qué? Dios mío, eres completamente frustrante.
—Eso está mucho mejor. No quiero oírte decir que mi pelo es del color del crepúsculo o que mis ojos son como la espuma del mar. Eso ya lo he oído y no me interesa nada en absoluto.
Pedro comenzó a pensar que ser un monje y vivir completamente alejado de los misterios femeninos tenía sus ventajas.
—¿Entonces qué quieres oír?
—No voy a decirte lo que quiero oír. Si lo hiciera, ¿entonces qué sentido tendría que me lo dijeras?
Incapaz y a de cualquier respuesta ingeniosa, Pedro se pasó las manos por el pelo.
—El problema es que yo no sé qué sentido tiene nada de esto. Estamos hablando de flores y de amistad y de pronto me preguntas que si quiero acostarme contigo. ¿Cómo se supone que debo reaccionar?
Paula lo miró con los ojos entrecerrados.
—Dímelo tú.
Pedro buscaba mentalmente la forma de conducir la conversación hacia un terreno seguro, pero no encontró ninguna.
—Mira, soy consciente de que estás acostumbrada a relacionarte con hombres.
Los ojos de Paula relampaguearon.
—¿A qué te refieres exactamente?
Si al final iba a hundirse, decidió Pedro, al menos podría intentar hacerlo con cierta elegancia.
—Cállate —le tomó las manos, la estrechó contra él y se apoderó de sus labios.
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