miércoles, 26 de junio de 2019

CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)




El mismo viento que había despejado el cielo de nubes alzó la falda del vestido de Paula e hizo volar su pelo. Despreocupada, Paula continuó caminando, tomando la mano de Pedro con suavidad. Cruzaron el jardín y se alejaron de los
ruidos de los trabajadores de la obra.


—No suelo caminar mucho —le explicó—, puesto que es eso lo que hago la mayor parte de los días, pero me gusta pasear por los acantilados. Están llenos de recuerdos.


Pedro volvió a pensar en todos los hombres a los que Paula habría amado.


—¿Recuerdos tuyos?


—No, de Bianca, creo. Y si continúas sin querer creer en esas cosas, por lo menos el paisaje merece la pena.


Pedro bajó la mirada hacia la pendiente que descendía hasta el mar. Le parecía un paisaje amable, sencillo, incluso amistoso.


—¿Ya no estás enfadada conmigo?


—¿Enfadada? —Paula arqueó deliberadamente una ceja. No tenía intención de facilitarle las cosas—. ¿Enfadada por qué?


—Por lo de la otra noche. Sé que te hice enfadar.


—Ah, por eso.


Como no añadió nada más, Pedro volvió a intentarlo.


—He estado pensando en ello.


—¿De verdad? —elevó sus ojos cargados de misteriosos secretos hasta él.


—Sí. Y creo que no manejé demasiado bien la situación.


—¿Quieres que te dé otra oportunidad?


Pedro se quedó tan petrificado que hizo reír a Paula.


—Relájate, Pedro —le dio un amistoso beso en la mejilla—. Simplemente, piensa en ello. Mira, el arándano silvestre ya está floreciendo —se inclinó para acariciar una de aquellas diminutas campanillas rosadas que crecían entre las rocas. A Pedro le llamó la atención que la acariciara y no la arrancara—. Esta es una época maravillosa para ver flores silvestres —se enderezó y se echó el pelo hacia atrás—. ¿Has visto esas?


—¿Esos hierbajos?


—Oh, y yo que pensaba que eras un poeta —sacudió la cabeza y volvió a tomarle la mano—. Lección número uno —comenzó a decir.


Mientras caminaban, iba señalando pequeños grupos de flores que crecían entre las grietas o conseguían prosperar sobre el delgado manto de las rocas. Le enseñó a reconocer los arándanos silvestres que podían arrancarse y ser comidos de inmediato. Observaron también el vuelo de las mariposas y las acrobacias de los zánganos sobre la hierba. Con Paula, las cosas más vulgares parecían exóticas.


Paula arrancó una hoja muy delgada y la machacó entre los dedos para extraer su acre fragancia, un olor que a Pedro le recordó al de su piel.


Se asomó con ella a un precipicio que caía directamente sobre el agua.


Abajo, en la distancia, la espuma golpeaba las rocas, batiéndolas en una guerra eterna. Paula lo ayudó a asomarse para ver los nidos de los pájaros, inteligentemente construidos a partir de los diminutos salientes de las rocas, a las que se aferraban con una sorprendente tenacidad.


Aquello era lo que Paula hacía diariamente, tanto para los grupos de turistas como para ella misma. Pero descubría un nuevo placer al compartirlo con él, al mostrarle algo tan sencillo y especial al mismo tiempo como las rosas salvajes que crecían hasta alcanzar la altura de un humano. El aire era como un vino refrescado por el viento, así que Paula se sentó en una roca para beberlo con cada una de sus respiraciones.


—Este lugar es increíble —Pedro no podía sentarse; había demasiadas cosas que ver, demasiadas cosas que sentir.


—Lo sé.



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