jueves, 27 de junio de 2019

CAPITULO 40 (TERCERA HISTORIA)



Todo empezó con ese cachorro perdido. Un perrito empapado, sin casa e 
indefenso. No sé cómo pudo llegar solo hasta los acantilados. A lo mejor lo había abandonado alguien, o quizá el cachorro se había separado de su madre y se había perdido. El caso es que lo encontramos, Christian y yo, en una de nuestras maravillosas tardes. El perrito estaba escondido detrás de unas rocas, muerto de hambre y gimiendo, era como una bolita de hueso y piel.


Con una dosis increíble de paciencia, palabras dulces y trocitos de queso y pan, Christian consiguió atraerlo hacia él. Me conmovió ver la dulzura y el amor de lo que es capaz este hombre al que adoro. Conmigo siempre es tierno, pero a veces he sido testigo de una intensa impaciencia en él cuando se enfrenta a sus cuadros. Y también he sentido una pasión casi cercana a la violencia, luchando por ser liberada cuando me abraza.


Pero con el cachorrito, ese pequeño huérfano, le ha salido instintivamente la bondad. Quizá porque la ha sentido, el perrito no ha dudado en lamerle la mano y después ha permitido que lo acariciara incluso después de haber engullido la magra comida que le hemos ofrecido.


—Es un luchador —comentó Christian riendo mientras deslizaba sus manos de artista por su sucio pelo—. Aunque un poco pequeño, ¿verdad?


—Necesita un buen baño —contesté yo, pero no pude menos que reír cuando el perrito marcó mi vestido con sus patitas—. Y una buena comida —encantada con la atención que le prestaba, el perrito comenzó a lamerme la cara, temblando de alegría.


Por supuesto, me dejó prendada. Era una cosita tan cariñosa, tan confiada y le hacían falta tantas cosas. Estuvimos jugando con él, tan ilusionados como si fuéramos niños y después tuvimos una pequeña discusión sobre cuál iba a ser su nombre.


Al final decidimos llamarlo Fred. A él pareció gustarle. Cuando se lo dijimos, se puso a ladrar y a saltar como un loco. Jamás olvidaré la dulzura y la sencillez de aquel momento. Mi amor y yo sentados en la hierba con aquel cachorrito perdido, fingiendo que podríamos cuidarlo juntos.


Al final, fui yo la que me traje a Fred. Elias había estado pidiendo una mascota y pensé que ya tenía edad suficiente para apreciarla y al mismo tiempo hacerse responsable de ella. Cuando le llevé el cachorrito a la niñera, se produjo un auténtico clamor. Los niños abrían los ojos como platos, estaban emocionados, se turnaban para sostenerlo en brazos, para acariciarlo. Estoy segura de que el pequeño Fred se sintió como un rey.


Fue bañado y alimentado con gran ceremonia. Y también acariciado, acurrucado y mimado hasta que se quedó dormido, agotado por la emoción.


Regresó entonces Felipe. La emoción del encuentro con Fred me había hecho olvidarme de los planes que teníamos para la noche. Mi marido tenía motivos para enfadarse porque todavía no estaba lista para salir a cenar. Los niños, incapaces de contener su alegría, estaban tan nerviosos que aumentaron su impaciencia. El pequeño Elias, orgulloso, llevó a Fred al salón.


—¿Qué demonios es eso? —quiso saber Felipe.


—Un cachorro —Elias le tendió a su padre el inquieto perrito—. Se llama Fred.


Al advertir la expresión de mi marido, le quité el cachorro a mi hijo y comencé a explicar lo que había pasado. Supongo que pretendía apelar al lado más amable de Felipe, al amor, o al menos al orgullo, que sentía por Elias. Pero se mantuvo inflexible.


—No pienso tener un chucho en mi casa. ¿Acaso crees que he trabajado durante toda mi vida, que he luchado para poder poseer todo esto para que venga ahora un saco de pulgas a aliviarse en mis alfombras o morder mis cortinas?


—Se portará bien —con labios tembloroso, Carolina se aferró a mi falda—. Por favor, papá. Lo guardaremos en nuestro cuarto y lo cuidaremos.


—No haréis nada de eso, jovencita —Felipe ignoró las lágrimas de Carolina y miró a Elias, que también tenía los ojos llenos de lágrimas. Durante un instante, se suavizó su expresión. Al fin y al cabo, Elias era su primer hijo varón, su heredero, la garantía de su inmortalidad—. Un chucho no es la mascota apropiada para ti, muchacho. El hijo de cualquier pescador puede tener un perro como ese. Si es un perro lo que quieres, buscaremos uno en cuanto regresemos a Nueva York. Un perro estupendo, de raza.


—Yo quiero a Fred —con sus dulces ojos al borde de las lágrimas, Elias alzó la mirada hacia su padre. Hasta el pequeño Sergio lloraba ya, aunque dudo que comprendiera lo que estaba ocurriendo.


—No hay nada más que discutir —a punto ya de perder la paciencia, Felipe se levantó hacia el bar y se sirvió un whisky—. Es completamente absurdo. Bianca, haz que cualquiera de los sirvientes se ocupe del perro.


Sé que me puse tan pálida como los niños. 


Hasta Fred aullaba, presionando su rostro contra mi pecho.


—Felipe, no puedes ser tan cruel.


Vi sorpresa en su mirada, sin duda. Jamás se le había ocurrido pensar que yo pudiera hablarle de esa forma delante de los niños.


—Bianca, haz lo que te he ordenado.


—Mamá dijo que podíamos quedárnoslo —comenzó a decir Carolina, alzando colérica su voz infantil—. Mamá lo prometió. No podrás sacarlo de casa. Mamá no te dejará.


—Soy yo el que dirige esta casa. Y si no quieres ganarte una bofetada controla tu tono de voz.


Me descubrí a mí misma aferrándome a los hombros de Carolina, tanto para contenerla como para protegerla. Jamás dejaré que le ponga una mano encima a uno de mis hijos. La furia me cegaba, me hacía temblar mientras me inclinaba sobre ella y posaba a Fred en sus brazos.


—Sube con la niñera —le dije quedamente—. Y llévate a tus hermanos.


—No matará a Fred —¿hay algo más conmovedor que la rabia de un niño?—. Lo odio, y no dejaré que mate a Fred.


—Chss. A Fred no le pasará nada, te lo prometo. Estará bien. Y ahora sube con la niñera.


—Has hecho un pobre trabajo con tus hijos, Bianca —empezó a decir Felipe cuando los niños salieron—. Esa niña ya tiene edad suficiente para saber cuál es su lugar.


—¿Su lugar? —sentía rugir en mi cabeza la furia que nacía en mi corazón—. ¿Cuál es su lugar, Felipe? ¿Quedarse tranquilamente sentada en una esquina, con las manos cruzadas, sin expresar lo que quiere ni lo que piensa hasta que le encuentres un buen marido? Son nuestros hijos, tus hijos, Felipe, ¿cómo puedes hacerles tanto daño?


Jamás en todo mi matrimonio había utilizado ese tono con él. Nunca se me había ocurrido hacer algo así. Por un instante, tuve la convicción de que me iba a pegar. Lo vi en sus ojos. Pero pareció contenerse, aunque sus dedos estaban blancos como el mármol mientras sujetaba el vaso.


—¿Me lo estás preguntando en serio, Bianca? —la furia había robado el color a su rostro y oscurecido sus ojos—. ¿Olvidas de quién es esta casa, quién te proporciona la comida que comes o la ropa que llevas?


—No —en ese momento sentí con una nueva tristeza que era eso a lo que se reducía nuestro matrimonio—. No, no lo olvido. No puedo olvidarlo. Pero preferiría vestir harapos o pasar hambre antes que dejar que hicieras daño a mis hijos. Y no pienso permitir que los destroces quitándoles ese cachorro.


—¿Permitir? —ya no estaba pálido, su rostro se había teñido de color carmesí —. Ahora eres tú la que olvidas cuál es tu lugar, Bianca. Con una madre como tú, no es sorprendente que los niños me desafíen tan abiertamente.


—Ellos quieren tu amor, tu atención —a pesar de todos mis esfuerzos por contenerme, a esas alturas ya le estaba gritando—. Igual que los quería yo. Pero tú solo quieres a tu dinero, tu posición. 


Qué amargamente discutimos entonces. Ni siquiera puedo repetir todo lo que me llamó. 


Lanzó el vaso contra la pared, haciendo añicos el cristal y su propio control. Había una furia salvaje en sus ojos cuando me agarró por el cuello. Temí por mi vida, estaba aterrorizada por mis hijos. Me tiró a un lado y yo me dejé caer en una silla. Felipe me miraba fijamente, con la respiración agitada.


Muy lentamente, haciendo un gran esfuerzo, consiguió recobrar la compostura. Ya no era tan intenso el rubor de sus mejillas.


—Ahora me doy cuenta de que he sido demasiado generoso contigo —dijo—. Pero a partir de ahora, todo cambiará. ¿Crees que vas a continuar haciendo las cosas tal como te apetezca? Cancelaré los planes que teníamos para esta noche. Tengo un asunto que atender en Boston. Mientras esté aquí, me entrevistaré con varias institutrices. Ya es hora de que los niños aprendan a respetar y a apreciar su posición social. Entre tú y la niñera los habéis mimado demasiado —sacó su reloj de bolsillo y miró la hora—. Esta noche me iré y estaré fuera dos días. Cuando vuelva, espero que hayas recordado cuáles son tus deberes. Si ese chucho está todavía en la casa, tú y los niños 
seréis castigados. ¿He sido claro, Bianca?


—Sí —contesté con la voz estrangulada—. Muy claro.


—Excelente. Hasta dentro de dos días entonces.


Salió del salón. Yo no me moví de allí durante al menos una hora. Oí llegar el carruaje que venía por él. Le oí dar órdenes a los sirvientes. Para entonces, yo ya sabía lo que tenía que hacer




1 comentario:

  1. Ayyyyyyyyyyyy x favor, qué tipo tan despiadado ese Felipe. Excelentes los 3 caps.

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