sábado, 15 de junio de 2019
CAPITULO 42 (SEGUNDA HISTORIA)
Comenzó a introducir los papeles en la bolsa. Le estaba robando la historia de su familia, pensó furiosa.
—Estos papeles no te servirán de nada.
—Me extraña, porque en caso contrario tú no estarías perdiendo el tiempo con ellos —adoptó una postura casi relajada, mientras permanecía de pie, entre ella y la puerta—. Eres demasiado práctica. ¿Sabes? Conozco bastante bien a tu familia. Por eso decidí concentrarme en ti, la más eficaz y sencilla, sin dobleces, de las mujeres de la familia Chaves.
Paula decidió atacarlo a través de su ego, pensando que tal vez fuera ese su punto vulnerable.
—Espero que no llegaras a imaginarte que me iba a enamorar de ti —le lanzó una mirada cargada de frialdad—. Tú no eres mi tipo. Nunca lo has sido.
Aquel comentario produjo el efecto deseado. Al parecer, su vanidad era tan enorme como su ambición.
—Es una pena que la falta de tiempo me impida comprobar esa afirmación. Quizá, cuando vuelva, retomemos lo que dejamos pendiente.
—Incluso aunque logres escapar, jamás volverás a esta casa.
—Ya lo veremos —sonrió—. El haberme topado contigo esta noche ha complicado un poco mis planes, pero eso no me impedirá alcanzar mi objetivo final. El collar. Me muero de ganas de tenerlo. Algunas joyas tienen poderes, y tengo la sensación de que ese collar también. Es como un fuerte presentimiento.
Pero, de pronto, el ambiente de la habitación parecía haberse tornado frío, helado. La expresión de los ojos de Livingston cambió también.
—Corrientes de aire —murmuró, incómodo—. Este lugar está lleno de corrientes de aire.
Paula también lo sentía. Y lo reconoció, como buena Chaves que era.
—Es Bianca —pronunció, y a pesar de la pistola, y de sus escasas posibilidades de escapar, se sintió completamente a salvo—. No creo que ella quiera que te lleves sus papeles. Ni su collar.
—¿Fantasmas? —se echó a reír, pero no las tenía todas consigo. Aunque podía ver con sus propios ojos que nada había cambiado en la habitación, ya no estaba seguro de encontrarse completamente a solas con Paula—. Eso no es muy propio de ti.
—Entonces, ¿por qué estás tan asustado?
—No estoy asustado, simplemente tengo prisa. Ya basta —sintió el desesperado impulso de salir de aquella habitación, de aquella casa. Un sudor frío le corría por la frente—. Carga tú con el petate. Dado que esto nos ha llevado más tiempo del que había calculado, prescindiremos por el momento de las perlas de Coco. Vamos, sal a la terraza.
Paula se planteó por un instante arrojarle el saco y salir corriendo. Pero, si huía, Livingston se quedaría con los papeles. Con el saco al hombro, intentó abrir la puerta.
—Está atascada.
Tan nervioso estaba Livingston, que se adelantó para luchar con la vieja cerradura. Paula hizo acopio de todo su valor, y en el instante en que se abrió la puerta, le puso una zancadilla, lo empujó con todas sus fuerzas y después echó a correr.
Con la idea de alejarlo de su familia, se dirigió hacia el ala oeste. Mientras subía el primer tramo de escaleras de piedra, llamó a gritos a Pedro. El pesado saco daba botes a cada paso. Podía oír a Guillermo tras ella, acercándose cada vez más, y logró doblar una esquina al tiempo que la primera bala se empotraba en un muro.
No se detuvo para recuperar el resuello, aunque le ardían los pulmones.
Aquella noche de mayo era terriblemente calurosa después del repentino frío que había hecho en el almacén. El aire estaba sofocante, cargado de la amenaza de lluvia.
La sensación de seguridad, que antes había experimentado en el almacén, se había evaporado. Ya no contaba con ninguna ventaja, excepto su conocimiento de aquel complejo laberinto de escaleras y terrazas. A cada segundo estaba más nerviosa, luchando por abrirse paso en la oscuridad y con la creciente certeza de que jamás lograría escapar por sus propios medios…
Pero fue entonces cuando vio a Pedro al fondo del pasillo, dirigiéndose hacia ella en sentido opuesto. Su alivio duró solo un instante, hasta que oyó un nuevo tiro.
Pedro le gritó algo, antes de echar a correr como un toro furioso; sin armas, ciego de furia, cargaba contra un hombre armado. Sin vacilar, Paula se giró en redondo y arrojó el petate lleno de papeles contra Linvingston. Mientras Guillermo agarraba el saco y daba media vuelta para huir, ella alcanzó a escuchar voces procedentes de la casa: el llanto de Jazmin, los frenéticos ladridos de Fred.
Ansiando protegerlo tanto como buscando su protección, siguió corriendo hacia Pedro.
Pero cuando lo alcanzó, con los brazos extendidos, él la apartó bruscamente.
—Refúgiate en la casa. Voy por él.
—¡Tiene un arma! —le dijo, agarrándose desesperada a su brazo—. No vayas.
—He dicho que te refugies en la casa —y, liberándose, echó a correr.
Con el corazón en la garganta, Paula vio que saltaba por una ventana para descender trepando hasta la terraza inferior. Decidida a alcanzarlo, se disponía a bajar por las escaleras cuando se abrió una puerta y apareció Lila.
—¿Qué diablos está pasando?
—Llama a la policía —le ordenó, sin detenerse.
Pero entonces sonó otro disparo, procedente del exterior de la casa. Temiendo por la vida de Pedro, bajó a la carrera las escaleras, siguiendo el sonido de unos pasos apresurados y los ladridos de Fred. Salió a la calle. Todo estaba oscuro, sin una sola luz. En su apresuramiento tropezó una vez, lastimándose las manos con la gravilla del sendero. Oyó una maldición ahogada y el chirrido de unos neumáticos. Luego, por un instante, un aterrador instante, solo pudo oír el rugido del mar y del viento, por encima del atronador latido de su corazón.
Las piernas le temblaban mientras descendía por la cuesta, tan cegada por el miedo que ni siquiera vio a Pedro hasta que chocó contra su pecho.
—¡Oh, Dios mío! —le acunó el rostro entre las manos—. Creía que te había matado.
Pero Pedro estaba demasiado preocupado por la huida de Livingston para apreciar debidamente su preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien.
—Estás sangrando —exclamó, consternado—. Tienes sangre en las manos.
—Me caí —apoyó la cabeza sobre su hombro—. Estaba tan oscuro que no podía ver nada —luchando por contener las lágrimas, se aferró a él mientras Fred aullaba a sus pies. De repente, al tomar conciencia de lo sucedido, se apartó bruscamente—. ¿Es que estás loco, para haber corrido hacia él de esa manera? Te dije que estaba armado. Pudo haberte disparado.
—Y a ti —le espetó Pedro—. ¿No te dije que te refugiaras en la casa?
—Yo no acepto órdenes tuyas.
—Estáis los dos vivos —exclamó en aquel instante Lila, corriendo hacia ellos con una linterna en la mano—. Os he oído discutir desde el final del sendero —de repente descubrió un reguero de papeles en la carretera—. ¿Qué es todo esto?
—Oh, se le deben de haber caído —Paula se agachó para recogerlos.
—Debió de ser cuando Fred le mordió la pierna —comentó Pedro, ayudándola.
—¿Que Fred lo mordió? —preguntaron Paula y Lila al unísono.
—Y bastante, a juzgar por el escándalo que se ha armado. Pudimos haberlo capturado, pero tenía el coche aparcado en la carretera.
—Y también pudo haberte matado —le recordó de nuevo Paula.
—¿Quién era? —les preguntó Lila, ayudándolos a recoger los papeles.
—Livingston —respondió Pedro, y soltó una sarta de maldiciones—. Tu hermana te podrá contar todos los detalles.
—Sí, pero dentro —sugirió Lila—. La familia está muy nerviosa.
—¿Has llamado a la policía?
Lila había salido de casa descalza. Al oír ladrar al cachorro, sonrió.
—Sí, y yo diría que están en camino, porque Fred ya ha oído las sirenas.
Paula le entregó una brazada de documentos y siguió recogiendo más. En la puerta de casa apareció de pronto Susana, armada con un atizador.
—¿Todo el mundo se encuentra bien?
—Sí, perfectamente —respondió Paula, cansada—. ¿Y los niños?
—En el salón, con tía Coco. Oh, cariño, tus manos…
—Solo son unos arañazos.
—Voy a buscar un poco de antiséptico.
—Y un poco de brandy también, por favor —añadió Lila, antes de dejar los papeles sobre la mesa del vestíbulo.
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