sábado, 15 de junio de 2019
CAPITULO 41 (SEGUNDA HISTORIA)
Lo único que le impidió a Paula cerrar de un portazo fue el hecho de que Susana ya había acostado a los niños.
Maldiciendo entre dientes, caminó apresurada por el pasillo. A esas alturas, ya no sabía si estaba más furiosa con Pedro por haber dado por sentado que se casaría con él, o consigo misma por haber querido aceptar su proposición.
El matrimonio no había entrado en sus planes, pero, maldita fuera, ella siempre había sido lo suficientemente rápida de reflejos como para aceptar lo inesperado y obrar en consecuencia.
Aunque eso no significaba que fuera a darle la satisfacción de aceptar sumisamente su voluntad…
Se detuvo ante la puerta de su dormitorio, con el corazón acelerado. Claro que quería casarse con Pedro. A pesar de todas sus sólidas y sensatas razones en contra, casarse con él era exactamente lo que deseaba. Con la mano en el picaporte, vaciló, pensando en volver a la habitación del almacén y ceder al impulso de lanzarse a sus brazos para responderle… ¡sí!
Pero no. Resueltamente, abrió la puerta. No le facilitaría tanto las cosas. Si Pedro la quería realmente, entonces tendría que esforzarse un poco más.
De repente, cuando y a había cerrado la puerta, un brazo le rodeó la garganta.
Forcejeó instintivamente, utilizando las dos manos para liberarse al tiempo que se esforzaba por tomar aire. Hasta que sintió en la sien el frío y duro contacto del cañón de una pistola.
—No te muevas —le susurró una voz al oído—. Quédate quieta, muy quieta. Por tu propio bien.
Obediente, Paula dejó caer lentamente los brazos a los lados, pero su mente estaba trabajando a toda velocidad. Los niños estaban abajo. Su seguridad era lo primero. Y Pedro… estaba segura de que Pedro aparecería en cualquier momento, furioso, con intención de proseguir la discusión.
—Así está mejor —la presión del cañón se atenuó un tanto—. Si gritas, habrá gente que resultará herida… empezando por ti. Y no creo que quieras eso —vio que ella negaba con la cabeza—. Bien. Y ahora…
De pronto, maldiciendo entre dientes, la agarró nuevamente con fuerza. Pedro se aproximaba por el pasillo.
—¡Chaves! Todavía no he terminado contigo.
—No te muevas lo más mínimo —advirtió el hombre a Paula, arrastrándola hacia atrás—. O lo mataré.
Paula cerró los ojos y rezó.
Pedro abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras, y en silencio. Mientras permanecía en el umbral, rezongando, Paula se apretaba contra una esquina, consciente de que la pistola estaba apuntando en su dirección. Ni siquiera se atrevía a respirar, rezando con todas sus fuerzas para que diera media vuelta y se marchara.
Pero cuando lo hizo, cuando oyó sus pasos resonando en el pasillo, no pudo menos que preguntarse si alguna vez volvería a verlo.
—Bien. Ahora que y a podemos disfrutar de un poco de intimidad, tú y yo vamos a hablar… —dijo la voz, que seguía agarrándola por la garganta y encañonándole la sien— …de las esmeraldas.
—No sé dónde están.
—Sí. Al principio me costaba creer eso, pero ahora ya estoy convencido de que no lo sabes. Así que haremos otra cosa. Tendremos que movernos con rapidez. Primero, el almacén. Me llevaré los papeles que todavía te queden por mirar y ordenar. Luego, para rentabilizar algo esta excursión, me llevaré también el collar de perlas de Coco y alguna que otra joya más…
—Nunca lograrás salir de la casa.
—Tú déjame eso a mí —había un leve matiz de placer en su voz, como si estuviera disfrutando del desafío que aquella situación entrañaba—. Vamos a ir tan sigilosa como rápidamente al almacén. Si intentas alguna heroicidad, te aseguro que te arrepentirás.
Evidentemente Paula no se atrevía a intentarlo, con los niños tan cerca.
Pero el almacén, pensó mientras se dirigían hacia allí… era otro asunto.
Pedro había dejado encendida la luz. Los restos de su improvisado picnic seguían en el suelo. El aire olía levemente a fresas y champán.
—Qué bonito —murmuró Livingston, y cerró la puerta a su espalda—. Me habría convenido mucho más que hubierais organizado esa sesión de espiritismo, pero es lo mismo —la soltó, pero sin dejar de encañonarla.
Paula lo miró. Iba vestido todo de negro, con una bolsa de cuero cruzada sobre el pecho. Llevaba guantes de plástico.
—¿No vas a hacerme ninguna recriminación, Paula? —arqueó una ceja al ver que no decía nada—. Esperaba que tú y yo pudiéramos disfrutar algo mientras yo realizaba mi trabajo, pero… Basta de charla: no perdamos el tiempo —sacó de su bolsa de cuero un petate, que desdobló rápidamente—. Mete aquí todos los documentos de esas cajas.
Paula se inclinó para recoger el petate, que había lanzado al suelo.
—Veo que has perdido tu acento británico.
—Ya no tiene sentido conservarlo. Date prisa —entrecerró los ojos—. Mucha prisa.
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