miércoles, 31 de julio de 2019

CAPITULO 10 (QUINTA HISTORIA)




A las diez en punto de la mañana siguiente, Paula, y su cargamento de niños, estaba en el puerto. Aunque hacía un día caluroso, había seguido el consejo de Susana llevando cazadoras y gorras para la travesía. También llevaba prismáticos, una cámara y carretes de sobra.


Aunque tomó pastillas para el mareo, se le revolvió el estómago con solo mirar el barco.


Parecía muy sólido, y era un consuelo. La pintura blanca brillaba bajo el sol y también las barandillas. Al subir a bordo, vio que había un gran camarote cerrado en la primera cubierta. 


Para los más cautelosos, se dijo. Tenía una barra, máquinas de bebidas, sillas y bancos.


Era un lugar muy deseable, pero sabía que los niños no querrían ni poner los pies cerca de él.


—Tenemos que ir a la cabina —dijo Alex—. Este barco es nuestro y de Pedro.


—Papá dice que es del banco —dijo Jazmin, subiendo por la escalerilla de metal. Llevaba el pelo recogido con una cinta roja—. Pero lo dice en broma. El holandés dice que un marinero de verdad no va de paseo con turistas, pero Pedro se ríe de él.


Paula sonrió. Todavía no conocía al famoso holandés.


—Estamos aquí —exclamó Alex, al entrar en la cabina—. Y Kevin, también.


—Bienvenidos a bordo —dijo Pedro, levantando la vista de una carta marina.


Se fijó en Paula inmediatamente.


—Creía que era Hernan el que llevaba el barco.


—Está en el Queen —dijo Pedro, sonriendo. Sostenía un cigarro entre los dientes —. No te preocupes, Pau, no voy a hundir el barco.


Paula no lo dudaba. De hecho, con aquellos pantalones y suéter negros, la gorra de marino y el brillo en su mirada, Pedro tenía un aspecto muy competente. Parecía un pirata a bordo de un mercante.


—He empezado a revisar vuestros libros —dijo.


—Me lo imaginaba.


—Están hechos un lío.


—Ya. Kevin, ven a echar un vistazo. Voy a enseñarte adónde vamos.


Kevin vaciló, apretando la mano de su madre durante algunos instantes más. Pero el colorido de las cartas fue demasiado para él. Al poco tiempo no paraba de hacer preguntas.


—¿Cuántas ballenas vamos a ver? ¿Y qué pasa si chocan contra el barco? ¿Van a echar agua por el agujero? ¿Cómo se conduce el barco?


Paula le dijo a su hijo que no molestara al señor Alfonso, pero Pedro respondía a las preguntas con Jazmin sentada en sus rodillas y llevando el dedo de Alex sobre la carta. Pirata o no, pensó Paula, sabía cómo tratar a los niños.


—Listos para zarpar, capitán.


Pedro miró al marinero y asintió.


—Un cuarto a popa —dijo y, sin soltar a Jazmin, se acercó al timón—. Desatraque el barco, marinera —le dijo, y guió sus movimientos.


A Paula le picó la curiosidad y se inclinó hacia delante para estudiar los instrumentos: el medidor de profundidad, el sonar, el equipo de radio. Aquellos instrumentos, y el resto del equipo, eran tan extraños para ella como el panel de una nave espacial. Ella era una mujer de las llanuras.


A medida que el barco iba alejándose del puerto, se le hizo un nudo en el estómago.


Trató de resistir el mareo, reprendiéndose por sentirlo. Solo estaba en su mente, se decía con insistencia. Era una debilidad imaginaria y estúpida a la que podía vencer con fuerza de voluntad.


Además, había tomado píldoras antimareo, así pues, no podía marearse.


Los niños exclamaron de alegría al ver que el barco salía al mar, surcando la bahía lentamente.


Alex, generoso, le dejó a Kevin tocar la bocina. 


Paula miró por la ventana de la cabina, fijándose en las aguas tranquilas de la Bahía del Francés.


Era muy hermoso, se dijo, y apenas se movía.


—Mira a estribor y verás Las Torres —le dijo Pedro.


—Es verdad —anunció Jazmin—. Estribor es la derecha y babor la izquierda.


—Proa es delante y popa detrás —dijo Alex, por no ser menos.


Paula miró hacia los acantilados, esforzándose por no prestar atención a su estómago.


—Kevin, mira —dijo agarrándose a la barandilla—. Parece que sale de las rocas.


También parecía un castillo, se dijo mientras lo miraba, con su hijo a su lado. Las Torres se encaramaban en el cielo, contra el cielo claro y azul del verano, la mica de las rocas, grises, despedía destellos de luz. Ni siquiera los andamios, y los hombres subidos en ellos, que desde el barco no eran más que pequeñas figuras, estorbaban la imagen de cuento de hadas. Un cuento de hadas, se dijo, con un lado oscuro.


—Parece un castillo de la costa irlandesa —dijo Pedro a sus espaldas—, o de una colina de Escocia.


—Sí. Desde el mar es todavía más impresionante —dijo Paula, y se estremeció.


—¿Quieres ponerte la chaqueta? —le preguntó Pedro—. Cuando salgamos al mar, hará más frío todavía.


—No, no tengo frío. Solo estaba pensando. Es difícil no pensar en la historia de Bianca cuando miras Las Torres.


—Sí, se asomaba a la ventana y miraba al mar, esperando a Christian. Y soñaba, sintiéndose culpable, porque era una auténtica dama y conocía su deber, pero el deber no sirve de nada cuando tropieza con el amor.




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