miércoles, 31 de julio de 2019

CAPITULO 12 (QUINTA HISTORIA)



Paula se apoyó en la pared y dejó que la brisa le diera en la cara. Al otro lado de la cubierta los niños jugaban, esperando encontrar a Moby Dick tras la espuma de cada ola. Paula se fijó en las colinas, pero luego cerró los ojos.


Suspiró, después empezó a formular una complicada fórmula trigonométrica.


Extrañamente, cuando dio con la solución, se sentía mucho mejor.


Probablemente porque tenía los ojos cerrados, se dijo. Pero no podía mantenerlos cerrados durante tres horas, y menos cuando estaba al cargo de tres niños.


Para probar, abrió un ojo. El barco seguía meciéndose, pero ella seguía sintiéndose bien. Abrió el otro ojo. Al no ver a los niños sintió pánico. Se puso en pie, olvidando el mareo, y los vio en la cabina, rodeando a Pedro.


Qué bien, se dijo con disgusto, ella allí sentada, mareada, mientras Pedro, que tenía que pilotar el barco, cuidaba de los niños. Se puso una mano en el estómago y avanzó un paso.


Pero no le sucedió nada.


Frunciendo el ceño, avanzó otro paso, y otro. Se sentía algo débil, ciertamente, pero ya no vacilaba, ni sentía náuseas. Se atrevió a hacer la última prueba, y miró por la ventana.


Sintió un tirón, pero fue casi una sensación agradable, como la de montar en un tiovivo. Agachó la vista y se miró las vendas de las muñecas con asombro.


Pedro la miró por encima del hombro. A Paula le había vuelto el color.


—¿Mejor?


—Sí —dijo Paula sonriendo—. Gracias.


Les puso a los niños las cazadoras y ella se puso la chaqueta. Sobre el Atlántico, el verano se desvanecía.


—La primera vez que salí a navegar, nos vimos metidos en una tormenta. Pasé las dos peores horas de mi vida asomado a la baranda. Venga, toma el timón.


—¿El timón? No.


—¿Por qué no?


—Venga, mamá. Es muy divertido.


Empujada por los tres niños, Paula se encontró metida en la cabina. Dio con la espalda contra el pecho de Pedro, que le agarró las manos.


Paula se estremeció. El cuerpo de Pedro era fuerte como el acero y sus manos seguras y firmes. Podía oler el mar, pero también lo olía a él. No importaba lo mucho que tratara de concentrarse en el agua que fluía interminablemente a su alrededor, Pedro estaba allí, justo allí, acariciándole la cabeza con la barbilla.


—No hay nada como pilotar para no marearse —comentó Pedro.


Paula profirió un sonido de asentimiento. 


Imaginaba lo que sería sentir sus manos sobre su cuerpo. Si se daba la vuelta para quedar frente a él e inclinaba la cabeza hasta alcanzar el ángulo correcto…


Desconcertada por aquel pensamiento, volvió a hacer un cálculo matemático.


—Velocidad a un cuarto —ordenó Pedro.


El cambio de velocidad hizo perder el equilibrio a Paula. Al tratar de recobrarlo, Pedro le dio la vuelta, de modo que quedó frente a él. Por la sonrisa de PedroPaula se preguntó si sabía lo que ella estaba imaginando.


—Mira esa lucecita en la pantalla, Kevin —dijo Pedro, pero no dejaba de mirar a Paula, cautivándola con su mirada profunda, con aquellos ojos azules oscuros, ojos de hechicero, pensó tristemente—. ¿Sabes lo que quiere decir? —añadió, inclinando la cabeza, acercándola a la de Paula—. Que hay ballenas.


—¿Dónde? ¿Dónde, Pedro? —dijo el niño, y corrió a la ventana.


—Sigue mirando. Cuando las veamos, paramos.


Al detenerse, el barco se meció con más entusiasmo, ¿o era ella la que estaba más agitada?, se preguntó Paula. Pedro habló por la megafonía del barco, haciendo un comentario acerca de las ballenas que veían en el mar. Paula sacó los prismáticos y la cámara del bolso.

—¡Mira! —exclamó Kevin, saltando sobre la cubierta—. ¡Mamá, mira!

Una enorme ballena emergió del agua, elevándose, suave y espléndidamente. La gente que estaba en cubierta rompió en exclamaciones de admiración. Paula contuvo el aliento.


Había una suerte de magia en que un animal tan grande, tan magnífico, pudiera no solo deslizarse tan suavemente, sino existir.


El animal expulsó un chorro de agua por el orificio superior, y fue igual que si un trueno resonara en el cielo.


El agua salpicó el aire, esparciéndose como gotas de diamante. Paula se quedó mirando con un nudo en la garganta, olvidándose de los prismáticos y de la cámara.


—Su pareja se acerca —dijo Pedro.


Paula despertó de su abstracción y tomó la cámara.


La otra ballena emergió y las dos se deslizaron sobre el agua, resoplando.


Los niños aplaudieron entusiasmados. Paula se echó a reír y tomó en brazos a Jazmin para que pudiera ver mejor. Los tres niños miraron por turno, y con impaciencia, por los prismáticos.


Paula se apoyó en la ventana, observando con tanto interés como los pequeños, mientras el barco seguía a las ballenas en su travesía. Luego, las ballenas dieron un enorme bufido y se sumergieron en el mar con un golpe de sus enormes aletas. En la cubierta inferior, la gente, aunque salpicada de agua, profirió exclamaciones de entusiasmo.


Dos veces más, el Mariner buscó y encontró más ejemplares, proporcionando a los pasajeros el espectáculo de su vida. Tiempo después, viraron y pusieron proa al puerto. Paula miró por la ventana, esperando ver ballenas una vez más.


—Bonito, ¿verdad?


Paula miró a Pedro, le brillaban los ojos.


—Increíble. No podía imaginarlo. Lo había visto en televisión, pero es mucho más espectacular.


—No hay nada como verlo y hacerlo tú mismo —dijo Pedro con una mueca—. ¿Sigues bien?


Paula se rio y se miró las muñecas.


—Otro pequeño milagro. No habría apostado ni un céntimo.


—«Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio».


Un pirata citando Hamlet.


—Eso parece —murmuró Paula—. Mira, Las Torres —dijo señalando.


—Estás aprendiendo, nena.


Cuando alcanzaron la bahía, Pedro dio las órdenes para atracar.


—¿Cuánto tiempo llevas navegando? —le preguntó Paula.


—Toda mi vida. Me fugué y me enrolé en la marina mercante a los dieciocho años.


—¿Te fugaste? —dijo Paula sonriendo—. ¿Buscando aventuras?


—Buscando libertad.


Pedro atracó con tanta suavidad como si se pusiera un guante.


Paula se preguntaba por qué un chico se marcharía en busca de libertad. Y pensó en sí misma a la misma edad, una cría con un hijo. Había entregado su libertad, pero, nueve años después, no se arrepentía de ello. El precio de su libertad había sido su hijo.


—¿Podemos ir a beber? —le preguntó Kevin—. Tenemos sed.


—Claro, yo os llevo.


—Podemos ir solos —dijo Alex con orgullo—. Yo tengo dinero. Queremos sentarnos abajo y ver bajar a la gente.


—Muy bien, pero quedaos dentro —dijo Paula—. Despliegan sus alas demasiado pronto.


—A tu hijo todavía le queda mucho tiempo para dejarte.


—Eso espero —dijo Paula, y se calló a tiempo de añadir: «es todo lo que tengo»—. Ha sido un día estupendo para él, y para mí también. Gracias.


—Ha sido un placer.


Estaban solos en la cabina, amarrados. Los pasajeros empezaban a desembarcar.


—Volverás.


—No puedo dejar solo a Kevin. Voy a buscarlos.


—Están bien, no te preocupes —dijo Pedro, y se acercó a Paula antes de que esta se evadiera—. Tranquila, no te pongas nerviosa.


—No estoy nerviosa.


—Yo creo que sí. Era una delicia observar tu cara cuando vimos la ballena. Siempre es una delicia, pero cuando te ríes y el viento te revuelve el pelo, volverías loco a cualquier hombre.


Avanzó otro paso. Paula retrocedió hasta dar con la rueda del timón. Tal vez no tuviera derecho, se decía Pedro, pero ya pensaría en eso después.


—También me gusta tu mirada. Tu mirada, ahora. Eres todo ojos. Tienes los ojos más bonitos que he visto. Y tu piel dorada, como el melocotón —dijo Pedroacariciándole la mejilla.


—No me afectan los flirteos —dijo Paula. Quería aparentar firmeza, no quedarse sin aliento.


—Es solo la verdad —dijo Pedro, e inclinó la cabeza para besarla—. Si no quieres que te bese, dime que no.


Paula lo habría hecho, de haber sido capaz de hablar. Pero Pedro la besó antes, y empezó a acariciarla. Más tarde, Paula se diría que había intentado protestar, apartarse, pero no era verdad.


Disfrutó de aquel beso, dejándose llevar, invadida por el deseo. Era el primer beso después de muchos años. Enredó los dedos en los cabellos de Pedro, urgiéndolo a que la besara más y más.


Pedro esperaba una respuesta fría, o al menos vacilante. Quizá hubiera visto un brillo de pasión en sus ojos, pero le parecía profundo, escondido, igual que un volcán, que en la superficie parece dormido.


Sin embargo, nada lo había preparado para aquel estallido de fuego.


No pudo pensar en nada, luego solo pensó en Paula, en su olor, en su tacto, en su sabor. La estrechó con fuerza, sintiendo con placer cada curva de su cuerpo, que Paula apretaba sin rubor.


El olor del océano le hizo imaginar que se encontraban en una playa desierta, mientras las olas golpeaban en la orilla y se oían las gaviotas.


Paula sentía que se estaba hundiendo y se agarró a él, buscando equilibrio. Se veía atrapada en un torbellino de sensaciones y las vendas que tenía en las muñecas no bastarían para que recobrara el bienestar, la calma.


Le haría falta fuerza de voluntad, pero le bastó… el recuerdo.


Se apartó de él y habría caído al suelo de no sostenerla Pedro.


—No.


Pedro, que estaba sin aliento, se dijo que más tarde pensaría por qué un solo beso lo dejaba sin respiración, igual que un puñetazo.


—Tendrás que ser más específica. ¿No a qué?


—A esto, a cualquier cosa relacionada con esto —replicó Paula, presa del pánico—. No estaba pensando.


—Yo tampoco. Es una buena señal no pensar cuando te besan.


—No quiero que me beses.


Pedro se metió las manos en los bolsillos. Era lo más seguro, decidió. Paula volvía a pensar.


—Nena, me parece que también ha sido cosa tuya.


No tenía sentido negar lo evidente.


—Eres muy atractivo y he respondido de un modo natural.


Pedro sonrió.


—Nena, si besar así es natural para ti, voy a morir muy feliz.


—No pienso dejar que vuelva a ocurrir.


—Ya, pero las buenas intenciones no siempre se cumplen —dijo Pedro.


Paula estaba tensa. Pedro se daba cuenta y pensaba que la experiencia con Dumont debía haberle dejado muchas cicatrices.


—Tranquilízate, Pau —dijo más amablemente—. No te voy a forzar. Si quieres ir despacio, iremos despacio.


La razonable propuesta de Pedro enfureció a Paula.


—No vamos a ir ni deprisa ni despacio —dijo.


—Me temo que voy a tener que contradecirte. Cuando un hombre y una mujer se atraen tanto, es difícil evitar el deseo.


Paula sabía que tenía razón. Incluso en aquellos momentos, una parte de ella le decía que se dejara llevar.


—No me interesa el deseo. Ahora no quiero tener una relación y menos con un hombre que ni siquiera conozco.


—Pues entonces nos conoceremos mejor —respondió Pedro con un tono irritantemente razonable.


Paula apretó la mandíbula.


—No quiero una relación. Sé que debe ser un gran golpe para tu ego, pero tendrás que acostumbrarte. Ahora, si me perdonas, voy por los niños.


Pedro se apartó para dejarla pasar y esperó a que llegara a la puerta de cristal que llevaba a la cubierta de arriba.


—Pau —dijo. Era solo una parte de su ego la que lo incitaba a hablar, el resto era pura determinación—. Cuando haga el amor contigo no pensarás en él. Ni siquiera recordarás su nombre.


Paula se volvió para mirarlo, con desprecio. 


Abandonó su dignidad y se marchó con un portazo.




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