miércoles, 17 de julio de 2019

CAPITULO 30 (CUARTA HISTORIA)




La hierba le hacía cosquillas en la mejilla cuando despertó. Se había puesto boca abajo y dormido como un tronco. Aturdida, abrió los ojos. Vio a Pedro sentado con la espalda contra el tronco, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. La observaba mientras se llevaba un cigarrillo a los labios.


—Debí quedarme dormida.


—Se podría decir que sí.


—Lo siento —se apoyó en un codo—. Hablábamos de las esmeraldas.


—Ya hemos hablado demasiado por el momento —tiró el cigarrillo. Con un movimiento veloz enganchó las manos bajo los brazos de ella y la acercó.


Antes de que Paula estuviera plenamente despierta, se encontró en el regazo de Pedro con la boca de él sobre los labios.


Desarmada y desorientada, apartó la cara. La sangre había pasado de estar lenta y fría a rápida y encendida. El cuerpo, relajado por el sueño, se le tensó como un arco. Respiró hondo. Lo único que podía ver era la cara de él, los ojos oscuros y peligrosos, la boca dura y hambrienta. Luego todo se tornó borroso cuando Pedro volvió a besarla.


Le dejó tomar lo que parecía necesitar tomar con desesperación. Bajo la sombra del haya se pegó a él, respondiendo a cada exigencia. 


Cuando volvió a experimentar el mareo, se regocijó en él. No era una debilidad contra la que tuviera que luchar. Había querido experimentarla desde que tenía uso de memoria.


Con un juramento, él enterró la cara en el cuello de Paula, donde el pulso le latía con fuerza. Nada ni nadie lo habían hecho sentir jamás de esa manera.


Frenético y tembloroso. Cada vez que su boca regresaba a besarla, era con un nuevo matiz de desesperación, cada uno más agudo que el anterior. Lo atravesaron docenas de sensaciones, todas punzantes y mortíferas. 


Quiso apartarla, alejarse antes de que lo fragmentaran. Quiso rodar con ella sobre la hierba suave y fresca y desterrar todos los anhelos y necesidades.


Pero ella lo rodeaba con los brazos y le revolvía el pelo mientras su cuerpo temblaba. Luego le acarició la cara con la mejilla, en un gesto que fue casi insoportablemente dulce.


—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Paula. 


Apoyó los labios en la piel de él y suspiró.


—Creo que los dos conocemos la respuesta.


Ella cerró los ojos. Era tan sencillo para él. 


Durante un momento escuchó el zumbido de las abejas en las flores.


—Necesito tiempo.


Pedro apoyó las manos en los hombros de ella y la retiró hasta que quedaron cara a cara.


—Puede que no sea capaz de dártelo. Ya no somos niños y me he cansado de preguntarme cómo sería.


Ella soltó aire con gesto trémulo. Comprendió que la agitación no bullía únicamente en su interior. También la sentía en él.


—Si pides más de lo que puedo dar, los dos quedaremos decepcionados. Te deseo —contuvo un jadeo cuando los dedos de él apretaron con más fuerza—. Pero no puedo cometer otro error.


—¿Quieres promesas? —preguntó con los ojos entornados.


—No —respondió ella con celeridad—. No. Pero he de mantener las que me hice a mí misma. Si me entrego a ti, he de cerciorarme de que no es solo algo que deseo, sino algo con lo que podré vivir —alzó una mano para apoyarla en su mejilla—. Una cosa sí puedo prometerte, y es que si llegamos a ser amantes, no lo lamentaré.


—Cuando lo seamos —corrigió sin poder discutir con ella, no cuando lo miraba de esa forma.


—Cuando lo seamos —convino, poniéndose de pie. Se sentía más fuerte. «Cuando lo seamos» , se repitió para sí misma. Ya había aceptado que era una simple cuestión de tiempo—. Pero, por ahora, hemos de tomar las cosas según vienen. Debemos terminar un trabajo.


—Está terminado —se levantó cuando ella se dio la vuelta.


Las plantas estaban en su sitio, el suelo allanado y cubierto de turba. Donde antes solo había rocas y suelo fino y sediento, en ese momento se veían unas flores jóvenes y hojas tiernas y verdes.


—¿Cómo? —preguntó, corriendo para inspeccionar el trabajo.


—Has dormido tres horas.


—Tres… —lo miró consternada—. Tendrías que haberme despertado.


—No lo hice. Y ahora he de irme, se me hace tarde.


—Pero no tendrías que…


—Está hecho —sintió impaciencia—. ¿Quieres arrancar las malditas cosas y plantarlas tú?


—No —lo estudió y comprendió que no solo se sentía enfadado, sino avergonzado. Había hecho algo dulce y considerado al dedicar tres horas a plantar algo de lo que hasta entonces se había burlado. Con las manos en los bolsillos, parecía decir que, como se lo agradeciera, gruñiría.


Fue en ese momento, mirándolo sobre la pendiente pedregosa, cuando se dio cuenta de lo que había negado para admitirlo en sus brazos, al insistir en que solo era pasión y necesidad. Lo amaba. No solo por los besos ardientes y las manos exigentes, sino por el hombre que había debajo. El hombre que pasaría una mano por el pelo de su hijo o respondería a las preguntas incesantes de su pequeña. El hombre que dejaría manchas de pintura en el suelo en memoria de su abuelo.


El mismo que plantaría flores por ella mientras dormía.


Pedro se movió incómodo bajo su mirada.


—Escucha, si te vuelves a desmayar, te dejaré donde caigas. No tengo tiempo para hacer de niñera.


El rostro de ella esbozó una sonrisa lenta y hermosa, confundiéndolo.


También lo amaba por eso… por la impaciencia que ocultaba la compasión. Por supuesto, iba a necesitar tiempo para pensar. Para adaptarse. 


Pero por el momento, ese momento, podía experimentar ese torrente de sentimientos y estar satisfecha.


—Has hecho un buen trabajo.


Él miró las flores, convencido de que preferiría que le arrancaran la lengua antes que reconocer que había disfrutado con el trabajo.


—Solo hay que meterlas en los agujeros y cubrir las raíces con tierra —lo descartó con un movimiento de hombros—. He guardado las herramientas en la camioneta. He de irme.


—He retrasado el trabajo para los Bryce hasta el lunes. Mañana… mañana he de estar en casa.


—De acuerdo. Nos veremos luego.


Mientras él se dirigía a su coche, Paula se arrodilló para acariciar los capullos frágiles y nuevos.




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