miércoles, 17 de julio de 2019
CAPITULO 32 (CUARTA HISTORIA)
No escribiré del invierno. No es un recuerdo que desee revivir. Pero no me fui de la isla. No pude hacerlo. En esos meses ella jamás estuvo fuera de mis pensamientos. En la primavera, se quedó conmigo. En mis sueños.
Y entonces llegó el verano.
Me es imposible escribir cómo me sentí cuando la vi correr hacia mí. Podría pintarlo, pero nunca conseguiría encontrar las palabras. Vagué por esos riscos, esperándola. Se había hecho tan fácil convencerme de que simplemente bastaría
con verla, con volver a hablar con ella si bajara por la pendiente, a través de las flores silvestres y se sentara en las rocas a mi lado.
Y de pronto me llamaba por mi nombre y corría, con los ojos llenos de júbilo.
Estaba en mis brazos, su boca en la mía. Y supe que había sufrido tanto como yo.
Que amaba como yo amaba.
Los dos sabíamos que era una locura. Tal vez yo podría haber sido más fuerte, podría haberla convencido de que se fuera y me dejara. Pero algo había cambiado en ella durante el invierno.
Ya no se sentía satisfecha solo con el vacío que me había enterado que representaba su matrimonio. Sus hijos, tan queridos, no podían forjar un vínculo entre ella y el marido que únicamente quería obediencia y deber cumplido.
Sin embargo, no podía permitirle que se entregara a mí, que diera el paso que le produciría culpa, vergüenza o arrepentimiento.
De modo que nos vimos un día tras otro en los riscos, con toda inocencia. Para hablar y reír, para fingir que el verano era interminable. A veces traía a los niños y casi eramos una familia. Era una temeridad, pero de algún modo no creíamos que nada pudiera tocarnos mientras estuviéramos allí, entre el cielo y el mar, con las cumbres de la casa lejos a nuestra espalda.
Eramos felices con lo que teníamos. Ni antes ni después ha habido días más felices en mi vida. Un amor así carece de principio o fin. No está mal ni bien. En aquellos brillantes días del verano, ella no era la mujer de otro hombre. Era mía.
Una vida después, estoy aquí sentado en este cuerpo viejo y contemplo el agua. Su cara, su voz, surgen con tanta claridad…
Bianca sonrió.
—Solía soñar que estaba enamorada.
Le había quitado los alfileres del pelo para que mis manos pudieran soltárselo.
Un placer ínfimo y precioso.
—¿Sigues soñándolo?
—Ya no me hace falta —se inclinó hacia mí para rozarme los labios con los suyos—. Nunca más tendré que soñar. Solo desear.
Le tomé la mano para besarla y observamos el vuelo majestuoso de un águila.
—Esta noche hay un baile. Desearía que estuvieras allí conmigo, para bailar —continuó.
Me puse de pie, la ayudé a incorporarse y comencé a bailar con ella entre las flores silvestres.
—Dime qué te pondrás, para que pueda verte.
Riendo, alzó su cara para mirarme.
—Me pondré seda de tono marfil con un corpiño bajo que mostrará mis hombros y una parte inferior con lentejuelas para capturar la luz. Y mis esmeraldas.
—Una mujer no debería parecer triste al hablar de esmeraldas.
—No —sonrió otra vez—. Estas son muy especiales. Las tengo desde que nació Elias, y me las pongo para no olvidar.
—¿Qué?
—Que sin importar lo que pase, dejo algo detrás de mí. Los niños son mis verdaderas joyas —cuando una nube tapó el sol, apoyó la cabeza sobre mi hombro —. Abrázame más, Christian.
Ninguno de los dos habló del verano que con tanta celeridad llegaba a su fin, pero sé que ambos pensamos en aquel momento en que mis brazos la sostenían cerca y nuestros corazones latían juntos en el baile. Me invadió la furia de lo que pronto volvería a perder.
—Te daría esmeraldas, diamantes, zafiros —le aplasté los labios con mi boca—. Todo eso y más, Bianca, si pudiera.
—No —alzó las manos a mi cara y vi que las lágrimas centelleaban en sus ojos —. Solo ámame —pidió—. Solo ámame.
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