miércoles, 24 de julio de 2019
CAPITULO 55 (CUARTA HISTORIA)
Más tarde se hallaban en el suelo como muñecos de trapo, una maraña de extremidades. Cuando pudo, Paula levantó la cabeza del pecho de Pedro.
—Ha sido mucho mejor que no lo intentáramos hace doce años.
Con pereza, él abrió los ojos. Ella le sonreía y la luz de las velas brillaba en sus ojos.
—Mucho mejor. La espalda se me habría despellejado.
—Siempre me asustaste un poco —se movió para trazar la forma de la cara de Pedro—. Parecías tan sombrío y peligroso. Desde luego, las chicas solían hablar de ti.
— ¿Sí? ¿Qué decían?
—Te lo diré cuando tengas sesenta años —la pellizcó, pero ella solo rio y apoyó la mejilla en la suya—. Cuando tengas sesenta años, seremos un matrimonio viejo con nietos.
—Y seguirás sin poder tener las manos lejos de mí.
—Y te recordaré la noche en que me pediste que me casara contigo, cuando me regalaste flores y luz de velas, para luego enfurecerte y gritarme, consiguiendo que te amara aún más.
—Si solo hace falta eso, delirarás cuando tenga sesenta años.
—Ya me pasa ahora —bajó la cara para besarlo.
—Paula —la acercó más, comenzó a situarla debajo y entonces soltó un juramento—. Es por tu culpa —dijo al apartarla.
—¿Qué?
—Se suponía que ibas a estar sentada, aturdida por mi destreza romántica — luchó por desenmarañar los vaqueros y sacar el estuche del bolsillo—. Luego me iba a poner de rodillas.
Con los ojos muy abiertos, contempló el estuche y luego a él.
—No.
—Sí. Iba a sentirme como un idiota, pero iba a hacerlo. Solo tú eres la culpable de que estemos tumbados en el suelo, desnudos.
—Me has traído un anillo —susurró.
Impaciente con ella, Pedro levantó la tapa.
—No quería regalarte diamantes —se encogió de hombros al recibir silencio. Paula seguía con la vista clavada en el estuche—. Supuse que ya los tenías. Pensé en esmeraldas, pero las tendrás. Y esto se parece más a tus ojos.
Con visión borrosa vio que había diamantes, diminutos y preciosos en forma de corazón alrededor de un zafiro profundo y brillante. No eran fríos como los diamantes que había vendido, sino que daban calor al intenso fuego azul que circundaban.
Pedro observó caer la primera lágrima con bastante incomodidad.
—Si no te gusta, podemos cambiarlo. Puedes elegir lo que te apetezca.
—Es hermoso —apartó una lágrima con el dorso de la mano—. Lo siento. Odio llorar. Lo que pasa es que es tan hermoso y me lo regalas porque me amas. Y cuando me lo ponga… —lo miró con ojos anegados—, seré tuya.
Juntó la frente con la de Paula. Esas eran las palabras que había querido oír.
Las que necesitaba. Sacó el anillo del estuche y se lo puso.
—Eres mía —le besó los dedos, luego los labios—. Soy tuyo —volvió a acercarla y recordó las palabras de su abuelo—. Eternamente.
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