miércoles, 3 de julio de 2019

CAPITULO 56 (TERCERA HISTORIA)




Paula siembre había preferido los largos y soleados días del verano. Aunque sentía que también las noches de viento y tormenta del invierno tenían algo que merecía la pena. Pero ella prefería el verano. Nunca llevaba reloj. El tiempo era algo que debía ser apreciado solo por su existencia, no algo de lo que hubiera que estar pendiente. Pero, por primera vez desde que ella podía recordar, quería que el tiempo volara.


Lo echaba de menos.


No importaba lo ridícula que eso pudiera hacerle sentir. Estaba enamorada y encantada con ello. Y como el sentimiento era tan fuerte, se resentía de cada hora que pasaba separada de Pedro.


Era un sentimiento muy fuerte. Se había enamorado de su dulzura y de su bondad. Había reconocido su inseguridad y, como tantas veces había hecho con las alas y las garras rotas de los pajarillos, había intentado arreglarla.


Todavía amaba todas aquellas cosas, pero después del tiempo pasado a su lado, había visto facetas diferentes de Pedro.


Él había sido… magistral. Hizo una mueca al pensar en aquel término que, estaba segura, podría ser considerado ofensivo. Pero no lo era en el caso de PedroHabía sido esclarecedor.


Él se había hecho cargo de todo. La había llevado por donde había querido, pensó con una intensa punzada de excitación. Aunque todavía la molestaba haber sido comparada con una alumna difícil, no podía menos que admirar su técnica.


Pedro se había limitado a permanecer fiel a sus intenciones y a llevarlas a cabo.


Ella era la primera en admitir que habría sido capaz de dejar petrificado a cualquier otro hombre que hubiera intentado lo mismo con unas cuantas palabras bien elegidas. Pero Pedro no era cualquier otro hombre.


Y esperaba que él mismo comenzara a creerlo.


Mientras su mente vagaba, mantenía la mirada fija en el grupo. El estanque Jordan era un lugar privilegiado y aquel día el grupo era especialmente numeroso.


—Por favor, no hagan ningún daño a la vida vegetal. Sé que las flores son muy tentadoras, pero tenemos miles de visitantes que disfrutan con ellas en su emplazamiento natural. Las hojas amarillas que flotan en la superficie son espantalobos, una flor muy común en la mayor parte de los estanques de Acadia. La planta flota gracias a unas vejigas diminutas que le sirven también para atrapar pequeños insectos.


Con unos viejos vaqueros y una andrajosa mochila, Caufield escuchaba su conferencia. Tras las gafas negras, sus ojos observaban con atención. Prestaba atención a aquella conversación sobre plantas y ciénagas que no significaba nada para él. Y tuvo que contener un gesto de desprecio cuando el grupo jadeó admirado cuando una garza voló sobre sus cabezas para llegar a uno de los estanques que había a varios metros de allí.


Fingiéndose fascinado por aquella imagen, alzó la cámara que llevaba al cuello y disparó algunas fotografías al pájaro, a las orquídeas silvestres e incluso a una rana toro que flotaba sobre una hoja.


Pero lo que estaba haciendo era esperar el momento oportuno para acercarse a Paula.


Esta continuaba hablando animadamente, contestando las preguntas a medida que caminaban al borde del agua. Se acercó a darle explicaciones a una cansada madre que llevaba a su pequeño en el regazo y le señaló una familia de patos negros.


Cuando la explicación hubo terminado, el grupo quedó libre para rodear al estanque o volver a sus coches.


—¿Señorita Chaves?


Paula miró a su alrededor. Ya se había fijado en aquel excursionista barbudo, aunque este no había hecho ninguna pregunta durante el trayecto. Había un deje sureño en su voz.


—¿Si?


—Quería decirle que me ha parecido magnífica su explicación. Doy clase de geografía en un instituto y cada verano me premio con un viaje a un parque natural. Y tengo que decirle que es usted una de las mejores guías con las que me he encontrado.


—Gracias —sonrió, aunque era un gesto natural en ella, sintió cierta reluctancia en el momento de tenderle la mano. No reconocía a aquel sudoroso y barbudo excursionista, pero había algo en él que la inquietaba—. Tendrá que visitar el Centro de la Naturaleza mientras esté aquí. Espero que disfrute de su estancia.


El supuesto profesor la agarró del brazo. Era un movimiento natural, en absoluto demandante, pero a Paula le resultó intensamente desagradable.


—Si tiene un minuto, me gustaría que pudiéramos mantener una pequeña conversación mano a mano. Me gusta ofrecerles a los chicos un informe completo cuando comienza el colegio. Muchos de ellos nunca han visto el interior de un parque.


Paula se obligó a sacudirse su recelos. Aquel era su trabajo, se recordó a sí misma, y le gustaba hablar con personas que demostraban un sincero interés.


—Estaría encantada de contestarle algunas preguntas.


—Magnífico —sacó una libreta de notas y comenzó a escribir cuidadosamente en ella.


Paula se relajó ligeramente ofreciéndole una información más profunda de la que la media del grupo requería.


—Ha sido muy amable. Me pregunto si podría invitarla a un café o a un sándwich.


—No es necesario.


—Pero sería un placer.


—Tengo otros planes, pero gracias.


El profesor no perdió la sonrisa.


—Bueno, voy a estar por aquí unas cuantas semanas. Quizá en otra ocasión. Sé que esto le resultará extraño, pero juraría que la he visto antes. ¿Alguna vez ha estado en Raleigh?


Todos los instintos de Paula se habían puesto en alerta y estaba deseando alejarse de él.


—No, nunca he estado.


—Pues es increíble —sacudió la cabeza, como si no diera crédito—. Me resulta tan familiar. Bueno, gracias, será mejor que me vaya —comenzó a volverse y de pronto se detuvo—. Ya lo sé. La prensa. Las esmeraldas. He visto su fotografía. Usted es la mujer de las esmeraldas.


—No. Me temo que soy la mujer sin las esmeraldas.


—Menuda historia. Leí aquellos artículos en Raleigh, hace un mes o dos, y entonces… Bueno, tengo que confesarle que soy adicto a esos tabloides de los supermercados. Supongo que es una de las consecuencias de vivir solo y leer demasiados ensayos —le dirigió una tímida sonrisa que, si no hubieran estado todos sus sentidos en tensión, a Paula le habría parecido encantadora.


—Supongo que últimamente las Chaves han frecuentado muchos hogares.


Moviéndose sobre sus talones, soltó una carcajada.


—Al menos conserva el sentido del humor. Supongo que es un fastidio, pero para personas como yo, nos proporciona grandes emociones. Esmeraldas perdidas, ladrones de joyas…


—Mapas del tesoro.


—¿Hay un mapa? —su voz se endureció y tuvo que esforzarse para relajarla nuevamente—. No lo sabía.


—Claro que sí, se pueden conseguir en el pueblo —se metió la mano en el bolsillo y sacó el último que había localizado—. Yo los colecciono. Hay mucha gente que se está gastando en ellos el dinero que tanto le cuesta ganar para terminar descubriendo cuando y a es demasiado tarde que esa X no marca el lugar del tesoro.


—Ah —intentó relajar las mandíbulas—. Esas son cosas del capitalismo.


—Puede estar seguro. Tome, un recuerdo —le tendió el mapa, teniendo mucho cuidado, por razones que ni siquiera era capaz de entender, de que sus dedos no se rozaran—. Es posible que a sus alumnos les guste.


—Estoy seguro de que les encantará —dándose tiempo, lo dobló y se lo metió en el bolsillo—. Estoy realmente fascinado con todo este asunto. Quizá podamos tomarnos pronto ese sándwich y así pueda contarme personalmente todo ese asunto. Debe ser tan emocionante como intentar encontrar un tesoro enterrado.


—Sobre todo es aburrido. Espero que disfrute de su estancia en el parque.


Comprendiendo que no había una forma discreta de detenerla, la observó marcharse. 


Advirtió que tenía un bonito cuerpo. Desde luego, esperaba no tener que hacerle daño.




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