miércoles, 3 de julio de 2019

CAPITULO 59 (TERCERA HISTORIA)




Era una anciana. Permanecía sentada, con un aspecto tan frágil y quebradizo como una copa antigua, a la sombra de un olmo viejo. Cerca de ella, unos alegres y coloridos pensamientos disfrutaban del sol y flirteaban con los zánganos que zumbaban a su alrededor. Los residentes caminaban por los senderos empedrados que cruzaban los jardines de Madison House. Algunos lo hacían en silla de ruedas, eran empujados por familiares o trabajadores de la residencia; otros caminaban, por parejas o solos, con el cuidado y la indecisión de la edad.


Había pájaros cantando. Las mujeres escuchaban y movían suavemente la cabeza, negándose a rendirse a la artritis. La mujer que iban a visitar llevaba unos pantalones de color rosa y una blusa de algodón que le había regalado una de sus bisnietas. A ella siempre le habían gustado los colores vivos. Y algunas cosas no cambiaban con la edad.


Su piel era oscura y con tantas arrugas como un mapa antiguo. Hasta dos años antes, había vivido sola, cuidando de su propio jardín y haciéndose ella sola la comida. Pero una caída, una desgraciada caída, la había dejado impotente y dolorida en la cocina durante cerca de doce horas y se había convencido a sí misma de que necesitaba un cambio.


Tenía compañía cuando quería e intimidad cuando no la deseaba. Millie Tobías imaginaba que, a los noventa y ocho años, se había ganado el derecho a elegir.


Se alegraba de tener visitas. Sí, pensó mientras tejía, claro que le gustaba. El día había comenzado bien. Se había levantado sin más achaques de los habituales.


La cadera le tiraba un poco, lo que quería decir que pronto iba a llover. Pero no importaba, reflexionó. La lluvia era buena para las flores.


Sus manos continuaban tejiendo, pero rara vez las miraba. Sabían perfectamente lo que tenían que hacer con las agujas y la lana. En vez de mirar su tejido, observaba el camino, ayudando a sus ojos con unas gruesas lentes. Vio a la joven pareja, un joven delgado con el pelo desgreñado y oscuro; la chica esbelta, con un ligero vestido de verano y el pelo del color de las hojas en otoño.


Se acercaban a ella tomados de la mano. Millie tenía una foto de dos jóvenes amantes y decidió que eran tan hermosos como los de su foto.


Sus manos continuaron tejiendo cuando los jóvenes abandonaron el camino para reunirse con ella a la sombra del árbol.


—¿Señora Tobías?


Millie estudió a Pedro, vio unos ojos sinceros y una sonrisa tímida.


—Ajá —dijo—. Y usted debe ser el doctor Alfonso —su voz conservaba el marcado acento del este—. La gente se doctora muy joven en esta época.


—Sí, señora. Esta es Paula Chaves.


No había un gramo de timidez en todo su cuerpo, decidió, y no le disgustó en absoluto que Paula se sentara en la hierba para admirar su tejido.


—Es precioso —Paula lo acarició con un dedo—. ¿Qué va a ser?


—Lo que él mismo quiera. Eres de la isla.


—Sí, nací aquí.


Millie dejó escapar un suspiro.


—No he vuelto a la isla desde hace treinta años. No soporto vivir allí después de haber perdido a mi Tom. Pero todavía echo de menos el sonido del mar.


—¿Estuvieron mucho tiempo casados?


—Cincuenta años. Y disfrutamos de una vida muy hermosa. Tuvimos ocho hijos y los vimos crecer a todos ellos. Ahora tengo veintitrés nietos, quince bisnietos y siete tataranietos —soltó una carcajada—. A veces tengo la sensación de haber propagado yo sola todo este viejo mundo. Saca las manos de los bolsillos, muchacho —le dijo a Pedro—. Y siéntate aquí, para que no tenga que estirar el cuello —esperó hasta que Pedro se sentó—. ¿Esta es tu novia? —le preguntó.


—Ah… bueno.


—¿Es o no es? —exigió Millie, mostrando sus dientes en una radiante sonrisa.


—Sí, Pedro —Paula le dirigió una divertida y perezosa mirada—. ¿Es o no es?


Acorralado, Pedro dejó escapar un bufido.


—Supongo que podría decirse que sí.


—Es de reacciones lentas, ¿verdad? —le dijo a Paula y le guiñó un ojo—. No hay nada de malo en eso. Te pareces a ella —dijo bruscamente.


—¿A quién?


—A Bianca Chaves. ¿No es de ella de quien queréis hablarme?


Paula posó la mano en el brazo de Millie. Su carne era tan fina como el papel.


—La recuerda.


—Ajá. Era una gran dama. Hermosa y con un buen corazón. Adoraba a sus hijos. Muchas de las ricas damas que veraneaban en la isla estaban encantadas dejando a sus hijos al cuidado de las niñeras, pero a la señora Chaves le gustaba cuidarlos personalmente. Le gustaba dar paseos con ellos y pasaba muchas horas en el cuarto de juegos. Subía a verlos antes de dormir, todas las noches, a menos que su marido tuviera algún plan y la hiciera salir antes de que los niños se hubieran acostado. Era una buena madre, y creo que de una mujer no se puede decir nada mejor.


Millie asintió con firmeza y volvió a animarse a hablar cuando vio que Pedro estaba tomando notas.


—Trabajé en Las Torres tres veranos, en el doce, el trece y el catorce —y con aquel curioso efecto de la edad en la memoria, podía recordarlo todo con perfecta claridad.


—¿Le importa? —Pedro sacó una pequeña grabadora—. Nos ayudará a recordar lo que nos diga.


—En absoluto —de hecho, la complacía terriblemente. Se sentía como si estuviera en un programa de televisión. Sus dedos dejaron de trabajar mientras se instalaba más cómodamente en la silla—. ¿Todavía vives en Las Torres? —le preguntó a Paula.


—Sí, con mi familia.


—Cuántas veces habré bajado y subido esas escaleras. Al señor no le gustaba que empleáramos la escalera principal, pero cuando él no estaba, claro que la utilizaba, y me sentía como si fuera una dama; regodeándome en el frufrú de las faldas y alzando la nariz. En aquella época y o estaba bastante bien. Y utilizaba mi aspecto para coquetear con el jardinero. Pero solo era una forma de poner celoso a Tom, y de esa forma conseguí que se diera más prisa.


Suspiró y se recostó en el asiento.


—Nunca había visto una casa como aquella. Los muebles, los cuadros, la cristalería. Una vez a la semana, limpiábamos todas las ventanas con vinagre y resplandecían como diamantes. Y a la señora siempre le gustaba tener flores frescas por todas partes. Ella misma cortaba las rosas y las peonías del jardín o salía a buscar orquídeas silvestres.


—¿Qué puede decirnos del verano en el que murió? —la interrumpió Pedro.


—La señora pasaba mucho tiempo en la habitación de la torre, mirando a los acantilados o escribiendo su libro.


—¿Su libro? —intervino Paula—. ¿Se refiere a su diario?


—Supongo que era algo así. A veces la veía escribir cuando le subía el té. Ella siempre me daba las gracias. Y me llamaba por mi nombre. «Gracias, Millie» , me solía decir, «hace un buen día» , o «no tenías que haberte molestado, Millie, ¿cómo está tu novio?» . Era tan amable —sus labios se tensaron—. Sin embargo, el señor no era capaz de decirte una sola palabra. Para el caso que nos hacía, podíamos haber sido un pedazo de madera.


—No le gustaba —señaló Pedro.


—Yo no soy quién para decir si me gustaba o no, pero sí puedo decir que no he conocido a un hombre más duro y frío en mi vida. Las otras chicas y yo hablábamos a veces de él. ¿Cómo una mujer tan dulce y adorable podía estar casada con un hombre como aquel? Yo diría que por dinero. Oh, tenía unos vestidos preciosos, joyas, asistía a todo tipo de fiestas… Pero no era feliz. Sus ojos siempre estaban tristes. Salían algunas noches y otras las pasaban en casa. Él casi siempre se dedicaba a sus cosas, a los negocios y a la política, apenas prestaba atención a su esposa y mucho menos a sus hijos. Aunque al mayor parecía tenerle cariño.


—Elias —le comentó Paula—. Mi abuelo.


—Era un buen chico, y muy travieso. Le gustaba deslizarse por la barandilla y jugar en el barro. A la señora no le importaba que se ensuciara, pero tenía que asegurarse de que estuviera bien limpio para cuando llegaba el señor a casa. Era un hombre duro ese Felipe Chaves. ¿Alguien puede asombrarse de que esa pobre mujer buscara a alguien más amable?


Paula cerró la mano sobre la de Pedro.


—¿Sabía que se veía con otro hombre?


—Yo era la encargada de limpiar la torre. En más de una ocasión me asomaba a la ventana y la veía correr por los acantilados. Allí se encontraba con un hombre. Ya sé que era una mujer casada, pero a mí no me corresponde juzgarla. Cada vez que volvía después de haberlo visto, parecía feliz. Al menos durante unas horas.


—¿Sabe quién era él? —le preguntó Pedro.


—No. Un pintor, creo, porque a veces llevaba un caballete. Pero nunca se lo pregunté a nadie, y tampoco conté lo que había visto. Era el secreto de la señora. Se merecía al menos un secreto.


Como sus manos estaban ya cansadas, las posó en su regazo.


—El día antes de que muriera, les trajo un cachorro a los niños. Un perro perdido que se había encontrado en los acantilados. Dios, qué conmoción. Los niños se volvieron locos con ese perro. La señora hizo que uno de los jardineros llenara un balde en el patio y entre ella y los niños bañaron al cachorro. Reían
cuando el perro aullaba. La señora echó a perder su vestido. Después, yo ayudé a la niñera a cambiar a los niños. Fue la última vez que los vi felices.


Se interrumpió un instante para ordenar sus pensamientos y fijó la mirada en dos mariposas que volaban hacia los pensamientos.


—Hubo una discusión terrible cuando el señor volvió a casa. Hasta entonces, nunca había oído a la señora levantarle la voz. Estaban en el salón y yo en el pasillo. Podía oírlos perfectamente. El señor no quería tener al perro en casa. Por supuesto, los niños estaban llorando, pero él dijo, con toda su frialdad, que la
señora tenía que entregar el perro a los sirvientes para que se deshicieran de él.


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—¿Pero por qué?


—No era suficientemente bueno para ellos porque no era un perro de raza. La niña se enfrentó directamente a su padre y a él no pareció importarle lo pequeña que era. Yo pensé que iba a pegarle, pero la señora les dijo a sus hijos que se llevaran al perro y subieran con la niñera. Después de aquello, todo fue mucho peor. La señora estaba demasiado furiosa para contenerse. Yo jamás habría dicho que tenía tanto genio, pero aquella noche lo demostró. El señor le dijo cosas terribles, cosas terribles. Le dijo que se iba a ir a Boston unos días y
que, mientras él estuviera fuera, debía deshacerse del perro y recordar cuál era su lugar. Cuando salió del salón, su rostro… nunca lo olvidaré. Parecía un loco, me dije a mí misma, y me asomé al salón donde estaba la señora, blanca como un fantasma, sentada en una silla y llevándose una mano al cuello. A la noche siguiente, estaba muerta.


Pedro no dijo nada durante unos segundos. Lilah desvió la mirada y pestañeó para contener las lágrimas.


—Señora Tobías, ¿oyó algo sobre que Bianca quería abandonar a su marido?


—Más tarde sí. El señor echó a la niñera, a pesar de que esos pobres niños estaban casi enfermos de tristeza. Ella, Mary Beals se llamaba, quería a esa mujer y a sus hijos como si fueran su propia familia. La vi en el pueblo el día que llevaban a la señora a Nueva York para enterrarla. Me dijo que la señora jamás se habría suicidado, que nunca les habría hecho una cosa así a sus hijos. Insistió en que había sido un accidente. Y después me dijo que la señora había decidido marcharse, que había llegado a la conclusión de que no podía seguir con el señor. Iba a llevarse a los niños. Mary Beals me dijo que pensaba irse a Nueva York y que pensaba quedarse con los niños dijera lo que dijera el señor Chaves. Más tarde me enteré de que Mary Beals había sido despedida.


—¿Alguna vez vio las esmeraldas de los Chaves, señora Tobías? —le preguntó Pedro.


—Ajá. Bastaba verlas una vez para no olvidarlas nunca. Cuando la señora las llevaba, parecía una reina. Desaparecieron la noche que murió —una débil sonrisa asomó a sus labios—. Conozco la leyenda, chico. Podría decir que la viví.


Nuevamente serena, Paula volvió a mirar a la anciana.


—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió con ellas?


—Sé que Felipe Chaves nunca las tiró al mar. Estaba demasiado aferrado a su dinero para malgastar un solo penique. Si ella pretendía dejarlo, es posible que decidiera llevárselas. Pero él regresó, ya ve.


Pedro frunció el ceño.


—¿Que regresó?


—El señor volvió la misma tarde que la señora murió. Por eso escondió ella las esmeraldas. Pero la pobre nunca tuvo oportunidad de llevárselas.


—¿Y dónde…? —murmuró Paula—. ¿Dónde pudo guardarlas?


—En una casa tan grande es imposible saberlo —Millie retomó su labor—. Yo volví para empaquetar sus cosas. Fue un día muy triste. Era imposible no llorar. Envolvimos sus adorables vestidos en papel de seda y los guardamos en un baúl. Nos dijeron que despejáramos completamente la habitación, tuvimos que sacar de allí hasta sus cepillos y sus perfumes. El señor no quería que quedara nada de ella en la casa. Yo no volví a ver las esmeraldas nunca más.


—¿Ni tampoco su diario? —Pedro esperó mientras Millie apretaba los labios—. ¿Encontraron su diario en su habitación?


—No —sacudió la cabeza lentamente—. No había ningún diario.


—¿Y algunos objetos de escritorio, cartas, tarjetas…?


—Su papel de cartas estaba en el escritorio y también el librito en el que apuntaba sus citas, pero no vi el diario. Lo sacamos todo, no dejamos ni una horquilla. Al verano siguiente, el señor regresó. Mantuvo la que había sido la habitación de la señora cerrada y no quedaba una sola huella de ella en la casa. Las fotografías, los cuadros, habían desaparecido. Los niños apenas reían. Una vez me encontré al más pequeño de los chicos en la puerta de la habitación de su madre, mirándola fijamente. Yo dejé el trabajo a mitad del verano. No podía soportar trabajar en aquella casa con el señor. Se había convertido en un hombre todavía más frío, más duro. A veces subía a la habitación de la torre y se quedaba allí sentado durante horas. Aquel verano me casé con Tom y, desde entonces, nunca regresé a Las Torres.



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